El mundo árabe al pie del muro
Frente a la ocupación estadounidense de Irak
Octubre 2003
La "pax americana" parece haberse esfumado. En Palestina, la
decisión política de expulsar al presidente Yasser Arafat terminó
por enterrar la "hoja de ruta". En Irak, el caos se está extendiendo
con el resurgimiento de los ataques contra el ocupante, pero también
sus colaboradores y las Naciones Unidas. Y, al no restaurar la
soberanía de los iraquíes, el voto del Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas sobre una resolución no será suficiente para sacar a
Estados Unidos del atolladero. Trece meses antes de las elecciones
presidenciales, George W. Bush se enfrenta, por tanto, a los
primeros fracasos de la estrategia neoconservadora para
"democratizar" Oriente Medio. ¿Podrá el mundo árabe volver a tomar
la iniciativa?
"Ten cuidado con lo que pides", dice el refrán, "podrías
conseguirlo". "Estados Unidos parece haber conseguido lo que quería
en Irak: una rápida victoria militar –eliminando a Saddam Hussein y
cualquier otra amenaza que representara– y una cabeza del puente en
su proyecto de remodelación democrática de Oriente Medio.
Independientemente de lo que se piense de esta estrategia, es
indudable que Washington tiene una: la estrategia audaz de una gran
potencia movilizada para conseguir sus fines. Si no nos gusta, nos
corresponde movilizar nuestras propias fuerzas para servir a nuestra
propia agenda. Pero también debemos reconocer la innegable
disparidad de fuerzas. La mayoría del mundo se opuso a esta guerra,
pero no pudo detenerla. Más patético aún es el hecho de que el mundo
árabe y musulmán no ha sido capaz de resistirse a este proyecto, y
ni siquiera tiene ya la fuerza para encontrar en sí mismo la unidad
y la voluntad de defender sus intereses. Los eslóganes triunfantes
de la unidad panárabe han sido sustituidos por un reconocimiento
desilusionado de la enervante debilidad política, social y militar.
Hasta que no superemos esta vulnerabilidad, las prioridades las
establecerán otros. Al decidir conquistar Irak, Estados Unidos han
establecido una agenda que, al igual que nosotros, debe afrontar
ahora. Esperemos que los árabes aprovechen la oportunidad para darle
una forma que sea buena para sus pueblos.
Desde la perspectiva de un nacionalismo árabe liberal, pragmático y
democrático, muchos cambios son necesarios en Oriente Medio. El
pertinaz rechazo a las reformas democráticas, la persistencia de
regímenes políticos de hombre fuerte o de partido único, la
incapacidad de resolver problemas económicos y sociales evidentes,
la creciente influencia de las corrientes fundamentalistas y
yihadistas, la proliferación de situaciones políticas polarizadas
entre el fundamentalismo y la tiranía secular: todos estos elementos
contribuyen a un panorama muy problemático. Y no ha surgido ningún
movimiento capaz de provocar el cambio, ya sea generado por los
regímenes, las élites o la calle.
En un mundo atenazado por la inestabilidad de los Estados y la
agresividad de actores ajenos a ellos, hay buenas razones para
desear que las sociedades árabes cambien. Los acontecimientos del 11
de septiembre de 2001 han puesto de manifiesto esta preocupación en
Occidente. Oriente Medio parece haber suplantado a Europa como
centro de la política mundial, donde el camino se bifurca y pronto
habrá que tomar decisiones sobre el futuro del mundo.
Una visión desarrollada antes del 11 de septiembre
Más que en el campo de batalla del "choque de civilizaciones",
pensemos en una fragua donde se funden nuevos parámetros globales de
equilibrio y cooperación. Entre ellos se encuentran las nociones de
democracia, legitimidad popular y derecho internacional,
autodefensa, soberanía nacional, pero también la idea de
"anticipación", con el derecho a poseer, utilizar o amenazar con
utilizar medios violentos, a escala limitada o masiva, para lograr
los propios fines.
Todos estos son conceptos sobre los que sigue habiendo desacuerdo,
lo cual no es sorprendente. El intento estadounidense de imponer una
dirección a esta evolución histórica, por muy audaz que sea, no deja
de estar lleno de contradicciones. Es un proyecto cuyos efectos
reales pueden diferir radicalmente de los objetivos previstos.
Las razones que Washington invocó con más énfasis para su
intervención en Irak –las armas de destrucción masiva, los vínculos
de Sadam Husein con Al Qaeda y la amenaza que suponía el régimen
baasista– son, de hecho, las menos convincentes. Su credibilidad, ya
muy limitada en la comunidad internacional, se ha erosionado tanto,
incluso en Estados Unidos, que apenas merece la pena hablar de
ellos. De hecho, los defensores más acérrimos de la guerra en el
gobierno estadounidense han admitido que estas justificaciones son
más una cuestión de "conveniencia" que de realidad.
Hay otra explicación para la acción estadounidense. La evidencia
sugiere que la conquista de Irak marca el primer gran paso en la
redefinición de la geopolítica mundial y el papel que Estados Unidos
pretende desempeñar en ella. Esta visión se desarrolló antes del 11
de septiembre, pero los crímenes cometidos ese día contribuyeron a
generar apoyo entre el pueblo estadounidense y a evolucionar hacia
una guerra global contra el terrorismo.
La Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSS) se
publicó en septiembre de 2002. El periodista William Pfaff lo
calificó como "una denuncia implícita estadounidense del orden
estatal moderno que rige las relaciones internacionales desde 1648 y
el Tratado de Westfalia (...) con el objetivo de sustituir el
principio de legitimidad internacional existente" (1). Este
documento, continuó Pfaff, "afirma que si el gobierno de Estados
Unidos decide unilateralmente que un estado representa una amenaza
futura para Estados Unidos, ... Estados Unidos intervendrá de forma
preventiva para eliminar la amenaza, si es necesario a través de un
"cambio de régimen" (2). Defiende el dominio estadounidense en todas
las regiones del mundo e insiste en que Estados Unidos "actuará de
forma preventiva" para "anticiparse... a las acciones hostiles de
[sus] adversarios y disuadir a los adversarios potenciales de
aumentar su fuerza militar con la esperanza de superar o igualar" su
poder.
Según esta doctrina, Estados Unidos debe asegurarse una "fuerza
militar sin parangón" para imponer su voluntad en todas partes. Por
lo tanto, es necesario anticiparse a la aparición de Estados
capaces, a través de sus armas nucleares, de bloquear sus
imperativos -Irak representa, a este respecto, un país clave en una
región clave. Pero también se trata de evitar que las potencias
nucleares competidoras –como Rusia o China– desafíen algún día su
hegemonía mundial.
La guerra de Irak supone la culminación de una década de intenso
trabajo intelectual y político por parte de un pequeño grupo de
neoconservadores (3), que junto con los fundamentalistas cristianos
y los militaristas formaron una nueva coalición imperial que se
cristalizó bajo el presidente George W. Bush.
En Oriente Medio, esta estrategia consiste en cambiar radicalmente
el curso de la historia promoviendo la adopción de los valores
políticos y económicos estadounidenses con la esperanza de que le
sigan valores complementarios –morales, culturales e incluso
religiosos–. En este escenario, se supone que la conquista de Irak
detendrá la propagación del fundamentalismo islámico, debilitará el
apoyo a la resistencia palestina y hará que palestinos y árabes
acepten un plan de "paz". También pretende situar a Estados Unidos
en el centro de la Organización de Países Exportadores de Petróleo
(OPEP) para reforzar tanto la disciplina de los precios del crudo
como la posición central mundial del dólar.
Se trata de una visión audaz, casi misionera. Académicos como
Bernard Lewis y Fouad Ajami ayudaron a convencer a Washington de que
la decadencia de un mundo árabe incapaz de reformarse generaría
formas cada vez más virulentas de terrorismo antiamericano. La
promesa posterior al 11-S es que la eliminación de regímenes como el
de Saddam Hussein y la transformación de la cultura política de
Oriente Medio impedirán que grupos extremistas como Al Qaeda tengan
acceso a armas de destrucción masiva. Esta estrategia es, por lo
tanto, una necesidad defensiva.
En realidad, la verdadera amenaza proviene de las armas nucleares,
que requieren menos recursos industriales y científicos y son más
fáciles de controlar. El gobierno estadounidense utiliza el término
"armas de destrucción masiva" para confundir las armas nucleares con
las biológicas y químicas, aunque estas últimas han demostrado ser
difíciles de utilizar y poco eficaces. Pero son mucho más fáciles de
fabricar y ocultar. por consiguiente, cualquier país árabe o
musulmán con una industria química o biofarmacéutica rudimentaria
puede ser designado como potencialmente peligroso: un día podría
proporcionar sus armas a un grupo terrorista que podría utilizarlas
contra Estados Unidos o sus aliados. Esto equivale a decir a los
países de Oriente Medio que alcanzar un determinado nivel de
desarrollo industrial se considerará una amenaza en sí misma si no
se anclan de forma segura al lado estadounidense.
Además, al tiempo que exige el no desarrollo de armas nucleares,
esta estrategia abandona los medios internacionalmente aceptados
para controlar la proliferación nuclear a través de tratados en
favor de una doctrina más agresiva, unilateralista y "preventiva"
(véase "Washington revive la proliferación nuclear"): la "contra
proliferación" consagra de hecho la posesión de armas nucleares por
parte de Estados Unidos y sus aliados cercanos, así como la amenaza
de utilizarlas.
Más preocupante aún es el hecho de que la fuerza militar sea el
principal medio previsto por la nueva estrategia para alcanzar sus
fines. Si los Estados no se alinean, Estados Unidos los alineará,
mediante un "cambio de régimen" impuesto unilateralmente, desafiando
el derecho internacional. Su compromiso "humanitario" y
"progresista" no es más que un revestimiento formal de conquista.
¿Problemas políticos y sociales locales? Epifenómenos que se
resolverán rápidamente tras una demostración de fuerza abrumadora,
el único lenguaje que "ellos" entienden. El discurso neoconservador
de la "liberalización" y la "democratización" pretende dar la razón
a culturas enteras.
La angustia ante tal implacabilidad
Un proyecto tan agresivo representa una enorme apuesta por la
eficacia de la tecnología militar. Además, la comunidad
internacional la ha rechazado en gran medida. En cuanto a la opinión
pública estadounidense, que es muy tímida cuando se trata de
víctimas, sólo la aceptó cuando se convenció de que había una
amenaza real y una posibilidad real de éxito. Los partidarios de
este unilateralismo agresivo sabían que no venderían su empresa "en
ausencia de un acontecimiento catastrófico y catalizador, como un
nuevo Pearl Harbor (4)": sólo el trauma del 11 de septiembre se
impuso.
Silenciados, los círculos tradicionales del establishment de la
política exterior estadounidense también están sintiendo cierta
ansiedad ante tal implacabilidad. Todo el mundo entiende el peligro
de desestabilizar todo el mundo árabe. Incluso un ex secretario de
Estado del presidente George Bush padre, Lawrence Eagleburger, dijo:
"Si George [W.] Bush decidiera desencadenar sus tropas contra Siria
e Irán ... yo mismo sería de la opinión de que debería ser
destituido (5) ... "Irán, Siria e incluso Arabia Saudí, cada vez más
criticada, están en la línea de fuego.
La evolución de estos tres países agravará las tensiones en Estados
Unidos entre tradicionalistas y neoconservadores. En Irán, el
primero querrá cultivar los lazos con los iraníes moderados para
fomentar la reforma a largo plazo del sistema político, negociar una
solución a la cuestión nuclear, mantener un suministro estable de
petróleo y, además, cooperar mejor con los chiíes de Irak.
Convencidos de la dificultad de una operación militar contra
Teherán, prefieren apoyar los cambios en curso. Por el contrario,
los neoconservadores carecen del mínimo de paciencia necesario para
buscar un acuerdo con estos clérigos "no tan fundamentalistas", con
la "ingenua" esperanza de que renuncien, "como prometieron", a las
armas nucleares. Esto sugiere una confrontación inminente (léase
"amenaza iraní, amenaza sobre Irán").
En cuanto a Siria, Washington quiere que deje de apoyar a los
militantes palestinos y al Hezbolá libanés. Los tradicionalistas
estarán sin duda dispuestos a concederle, a cambio de estas
concesiones, garantías sobre el Líbano, los Altos del Golán y la
estabilidad del régimen baasista. Los halcones, en cambio, parecen
empeñados en la confrontación, acusando a Damasco de albergar las
armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, si no a él. Las
fuerzas estadounidenses en Irak han llegado a entrar en Siria, que
está considerada como "uno de los aliados de inteligencia más
eficaces de la CIA en la lucha contra Al Qaeda" (6).
Arabia Saudí ilustra la oposición radical entre tradicionalistas y
neoconservadores. Los primeros, preocupados sobre todo por el
petróleo, siempre han mantenido una relación protectora con la
monarquía saudí, que, desde el pacto establecido en 1945 con el
presidente Franklin D. Roosevelt, ha garantizado el acceso
estadounidense a recursos petrolíferos seguros y baratos. Estos
últimos pretenden ser "duros" con Riad, al que, además de su apoyo a
la causa palestina y al radicalismo islámico, se le acusa de haber
financiado o conocido los atentados del 11 de septiembre. El hecho
de que Osama Ben Laden y la mayoría de los secuestradores sean
saudíes es un claro indicio de los peligros del wahabismo radical.
Los neoconservadores, que descuidaron el wahabismo durante la Guerra
Fría, exigen ahora que el régimen saudí se separe de esta vertiente
del islam, sobre la que descansa su legitimidad.
Este ataque total y sus previsibles efectos preocupan a los
defensores moderados de la política exterior. Quienes están en
Estados Unidos y en todo el mundo temen que los fundamentalistas
radicales puedan beneficiarse de una crisis en toda la región. Pero
los partidarios de la línea dura no rehúyen la idea del cataclismo:
los resultados negativos a corto plazo sólo pondrán de manifiesto la
naturaleza antidemocrática de los regímenes y las sociedades que
engendran el terrorismo, y "en una serie de movimientos y
contramovimientos a lo largo del tiempo" (7) empujarán a Estados
Unidos a ampliar la confrontación hasta que se establezca una
cultura democrática en todo Oriente Medio.
¿Cambiará Irak el curso de la historia? Y si es así, ¿de qué manera?
La ocupación y la reconstrucción de Irak es ahora un punto de
partida. La historia demuestra lo difícil que es reconstruir la
confianza, construir nuevas instituciones y solicitar la
participación de los distintos grupos en una sociedad multiétnica
bajo el control de una potencia extranjera. En los Balcanes, la
presencia de un claro mandato internacional y de una administración
civil cuya autoridad recayó en la comunidad internacional a través
de las Naciones Unidas, hizo posible que todos los sectores de la
población se sumaran a la reconstrucción política e impidió que las
autoridades civiles y militares fueran objeto de resistencia.
La actual misión de Estados Unidos tiene una base más frágil. La
ocupación estadounidense de Irak es el resultado de una invasión que
la mayoría del mundo condenó, que ningún grupo sobre el terreno
pidió y que destrozó la infraestructura civil del país: por tanto,
debe empezar de cero para demostrar sus méritos a los iraquíes y al
mundo. Esto no es en absoluto obvio, porque no se había preparado
nada sobre el período de posguerra. Pero incluso el restablecimiento
de la seguridad, que implica a estructuras que van desde la policía
local hasta el sistema judicial nacional, está fuera de la
competencia del ejército. Es como si Washington creyera que puede
recuperar intacto el aparato estatal baasista.
El estado de devastación del país y la ambición de los objetivos
estadounidenses requieren un enorme compromiso financiero y humano.
Si Washington persiste en su rumbo unilateral, este esfuerzo
dependerá únicamente de sus recursos. Pero la mitad de sus tropas de
combate están en Irak, y el coste de la ocupación se estima en
60.000 millones de dólares al año. Los ingresos del petróleo no
cubrirán estos costes durante años. La complacencia estadounidense
respecto a las dimensiones diplomáticas y políticas de su acción
puede obligarle a recurrir a sus propias reservas de forma
desorbitada. Nadie querrá subvencionar este esfuerzo si Estados
Unidos mantiene la única autoridad política. Nada avanzará sin una
legitimidad más amplia.
Los aliados, especialmente los de la "vieja Europa", se han sentido
insultados y hasta ahora han hecho oídos sordos a las peticiones de
nuevas tropas. Buscando desesperadamente un títere del Tercer Mundo,
a ser posible musulmán, con el que compartir la carga, Estados
Unidos vuelve a recurrir a Turquía. El subsecretario de Defensa,
Paul Wolfowitz, ilustró su concepción de la democracia criticando al
ejército turco por no enviar tropas en primer lugar, a pesar de la
oposición parlamentaria.
Los continuos ataques a las fuerzas de ocupación hacen que la
participación de otros países sea más imperativa y más difícil. Pero
es la reacción de los principales actores sociales de Irak la que
determinará el destino de la intervención. El colapso de la
infraestructura social está generando una ira que está siendo
alimentada por los esfuerzos de Estados Unidos para mantener el
poder. Las manifestaciones y los llamamientos al fin de la ocupación
se sucedieron. En los puestos de control y durante las redadas, la
muerte de familias enteras se convirtió en algo habitual. La
resistencia armada, inicialmente esporádica, se intensificó. Los
soldados estadounidenses se dieron cuenta de que ahora eran
percibidos como "ocupantes" en lugar de "liberadores".
Al cancelar las elecciones locales, las autoridades estadounidenses
reunieron apresuradamente un Consejo de Gobierno. Algunos iraquíes,
en su mayoría chiíes, esperan; otros asesinan a los colaboradores.
¿Qué tamaño tendrá la resistencia armada? Nadie lo sabe, pero sería
insensato pensar que se limitará a los leales a Saddam Hussein, a
Al-Qaeda o a los militantes árabes extranjeros. Lo que sí sabemos es
qué factores determinarán si se restablecen o no las
infraestructuras, si se satisfacen o no las necesidades sociales
básicas, si el poder está o no en manos de los iraquíes, si se trata
con justicia a los distintos grupos étnicos, tribales, regionales y
religiosos.
Los kurdos, que tienen su propio gobierno desde 1991, se presentan
ante Washington como aliados, e incluso han acallado demandas que
podrían alejarlos de Estados Unidos. Los suníes, que han perdido su
posición dominante, albergan resentimiento. Los musulmanes y los
cristianos seculares desconfían del potencial de islamización. En
cuanto a los chiíes (60% de la población), reprimidos bajo el
régimen baasista, son los que más pueden ganar con un nuevo orden y
podrían estar a favor de la intervención. El proyecto estadounidense
no puede tener éxito sin su cooperación.
¿Nueva teocracia religiosa?
Asimismo, la resistencia tiene pocas posibilidades de éxito sin los
chiíes. Si incluye a los chiíes, los estadounidenses no podrán
reprimirla sin destruir el país y, al mismo tiempo, toda la
legitimidad moral y política. Pero la dominación chiíta amenazaría
la unidad del país, empujando a los kurdos hacia la autonomía y
alienando a los suníes, a los cristianos y a los iraquíes seculares.
El éxito o el fracaso de la empresa estadounidense dependerá, por
tanto, del equilibrio preciso que los chiíes logren entre el apoyo,
la contención y la hostilidad.
Se espera que el Consejo de Gobierno iraquí nombrado por Estados
Unidos, de mayoría chiíta, sirva de vehículo para la reconstrucción
nacional unitaria. Pero la comunidad chiíta está impaciente. Los
ayatolás de Nayaf, la ciudad más sagrada del Islam chiíta, sólo han
mostrado una tolerancia limitada hacia la presencia estadounidense.
El miembro más venerado del consejo de clérigos islámicos de Nayaf,
la Hawza al-Ilmiya, el ayatolá Alí Sistani, siempre ha sido
partidario de un régimen chiíta: emitió una fatwa en la que pedía
que fueran los iraquíes y no las autoridades estadounidenses quienes
eligieran a los miembros de un comité encargado de redactar una
constitución que se sometería a votación. Dirigida hasta su
asesinato, el 29 de agosto de 2003, por el ayatolá Baker Al-Hakim,
la Asamblea Suprema de la Revolución Islámica de Irak (Asrii) tiene
su propia ala militar (la Brigada Al-Badr) y tenía su sede en Irán
en la época de Sadam Husein; forma parte del Consejo de Gobierno. El
carisma del imán Muqtada Al-Sadr, hijo de un venerado clérigo
asesinado por los baasistas, resuena entre los jóvenes y los
desfavorecidos. Reúne grandes manifestaciones, saludadas con
mensajes de apoyo de Irán, para denunciar la cobardía del Consejo de
Gobierno, de Estados Unidos, del Sr. Saddam Hussein y del
colonialismo, y pide un régimen religioso al estilo iraní. Sin
embargo, evita abogar por la resistencia armada, a la que se opone
la Hawza.
¿Cómo se resolverá el debate entre el apoyo de la comunidad chiíta a
una democracia laica y su apoyo a una teocracia religiosa, así como
entre los chiítas, otros grupos iraquíes y las autoridades
estadounidenses? Al tratar de asegurarse el apoyo chiíta, Estados
Unidos corre el riesgo de avivar las llamas del fundamentalismo.
Así, en el pobre barrio bagdadí de Ciudad Saddam, que se ha
convertido en Ciudad Sadr, las milicias vinculadas a Muqtada
Al-Sadr, financiadas con "ladrillos de dinares" de las fuerzas
estadounidenses, participan a su manera en la restauración del
orden. Exigen que se quemen los cines, que se golpee a los
vendedores de bebidas alcohólicas y a los hombres que se niegan a
dejarse crecer la barba, que se imponga el velo a todas las mujeres,
incluidas las cristianas, y que se castigue con la muerte a las
"pecadoras" y a las mujeres que no llevan velo (8).
Estas imágenes reavivan el temor a que se repita lo de Irán o
Afganistán. Si un régimen de ayatolás se impusiera en Bagdad, la
unidad del Estado iraquí se vería comprometida, el fundamentalismo
chií transnacional tendría carta blanca y Washington sufriría un
desastre político. Más que ninguna otra, la cuestión chiíta revela
la contradicción entre el objetivo declarado de Estados Unidos de
permitir que Irak se democratice y la necesidad absoluta de
controlar la operación hasta el final. Pero ¿Qué puede negar
Washington a los chiíes, cuya mera abstención es suficiente para
causar problemas?
Si quieren que los reformistas árabes les tomen en serio cuando
dicen estar comprometidos con la democracia, deben dejar de fomentar
las detenciones masivas y la tortura. Si quieren que los
nacionalistas árabes moderados les tomen en serio cuando dicen estar
preocupados por el futuro de la cultura árabe o por la amenaza que
suponen las armas de destrucción masiva, deben dejar de apoyar
incondicionalmente las políticas agresivas de Israel, y trabajar
para promover un plan de paz que tenga en cuenta el enfado palestino
por la ocupación y los asentamientos tanto como las preocupaciones
israelíes por la seguridad.
Dada la genealogía del proyecto neoconservador, ese cambio parece
poco probable. Sin embargo, si la estrategia regional de Estados
Unidos se utiliza para imponer nuevas injusticias a los palestinos,
muchos árabes la verán, con razón, como una herramienta para
satisfacer la intransigencia israelí. Si Estados Unidos quiere que
los árabes le crean realmente cuando dice que apoya la
autodeterminación, no puede pedir a la democracia iraquí que se
disfrace de nueva tiranía. Si no pueden mostrar este mínimo de
respeto por la región que dicen querer reformar, las contradicciones
internas de su política se harán evidentes, más allá del pequeño
círculo de complacientes think tanks y medios de comunicación de
Washington, para los pueblos de Oriente Medio.
Tras el fracaso de los Estados Unidos
El objetivo estratégico de Washington sólo puede alcanzarse si Irak
se transforma con la suficiente rapidez en un Estado soberano,
estable, unificado, democrático y no teocrático. Esta es la
condición para garantizar la seguridad de Oriente Medio y del resto
del mundo, pero también para que los neoconservadores logren su
objetivo bélico: crear una base que sirva tanto a los intereses
geopolíticos estadounidenses como a la democratización del mundo
árabe. Para lograr este objetivo, Estados Unidos tendrá que aceptar
la pérdida de hombres e incurrir en enormes gastos, aunque su
población viva en una época de recortes presupuestarios. Los otros
resultados probables –la ruptura del Estado iraquí, la pobreza
generalizada, el malestar y la resistencia, la prolongación de la
ocupación extranjera, el auge del fundamentalismo o el gobierno
autoritario– supondrían un grave fracaso político para Estados
Unidos.
Para el mundo árabe, sería peligroso sentarse a esperar el fracaso
de Estados Unidos, que, mientras prolonga su ocupación de Irak,
podría provocar un "cambio de régimen" en otros lugares. Los
potenciales destinatarios de esta última, los Estados árabes y todos
los países en desarrollo, deben tomar la iniciativa política y
moral. Las estructuras internacionales como las Naciones Unidas, la
Liga Árabe y el Movimiento de los No Alineados, diseñadas para la
Guerra Fría, ya no funcionan. El precedente estadounidense de la
guerra preventiva amenaza con convertirse en una norma universal de
conflicto.
Para evitarlo, necesitamos nuevas estructuras de solidaridad, que
vayan más allá de los parámetros tradicionales de las relaciones
interestatales. Las naciones independientes deben comprometerse a
respetar las normas del derecho internacional en sus conflictos, a
condenar toda acción militar preventiva, a no prestar apoyo (bases,
derechos de sobrevuelo, etc.) y a promover las reformas
democráticas, incluso si esto significa un "cambio de régimen". Más
que un tratado, esta iniciativa debe ser un foro para la reforma
democrática y, en el mundo musulmán, la reforma islámica.
Sin demora, la ONU debe tomar el relevo en Irak. Estados Unidos ha
comprendido la necesidad de un mandato internacional. Esto es un
paso adelante, pero se necesitan muchos más.
Al "ganar" la guerra de Irak, Washington nos ha puesto a prueba a
todos. Si Bagdad no se convierte, como ha prometido, en un polo de
atracción estable que catalice la democratización de Oriente Medio,
Estados Unidos se encontrará debilitado y más expuesto al peligro;
las perspectivas de reforma en el mundo árabe serán más
problemáticas. Del mismo modo, si Irak y otros Estados árabes no
encuentran su propio camino hacia la democracia y la legitimidad
popular, las consecuencias serán desastrosas. Las posibilidades de
éxito, tal y como Estados Unidos lo ha definido para sí mismo y para
el resto del mundo, parecen remotas. Sea cual sea la intención de
Estados Unidos al conquistar Irak, este es el resultado, para ellos
y para nosotros.
(1) International Herald Tribune, 3 octubre 2002. Lire aussi Henry Kissinger, «Irak Poses Most Consequential Foreign-Policy Decision for Bush», Chicago Tribune, 11 agosto 2002.
(2) Idem.
(3) Lire Philip S. Golub, «Métamorphoses d’une politique impériale», Le Monde diplomatique, marzo 2003.
(4) Rapport du PNAC, 2000.
(5) «Lawrence Eagleburger: Bush Should Be Impeached if he Invades Syria or Iran», 14 abril 2003.
(6) Seymour M. Hersh, «The Syrian Bet: Did the Bush Administration Burn a Useful Source on Al Qaeda?», The New Yorker, 28 julio 2003.
(7) Jeffrey Bell, cité par Joshua Micah Marshall dans «Practice to Deceive», The Washington Monthly Online, abril 2003.
(8) Susan Sachs, «Shiite Leaders Compete to Govern an Iraqi Slum», The New York Times, 25 mayo 2003.
(9) Lire Edward W. Said, «L’humanisme, dernier rempart contre la barbarie», Le Monde diplomatique, septiembre 2003.