Prefacio

Mi colaboración con Le Monde Diplomatique comenzó en mayo de 1994. Más tarde me encontré con Ignacio Ramonet, redactor jefe, durante la conferencia inaugural del Instituto para el Estudio Transregional del Oriente Medio Contemporáneo, el Norte de África y Asia Central, que debatía la teoría del Choque de Civilizaciones de Samuel Huntington en la Universidad de Princeton. Nuestras conversaciones al margen de estos debates intelectuales inspiraron el ensayo sobre la ciudadanía en el mundo árabe que presentaría al año siguiente. Y lo demás pertenece a la historia.

Las ideas expuestas en los diversos artículos que he escrito desde entonces y, que se han recogido en este libro, los cuatros primeros traducidos del francés y el resto publicados en la edición española de Le Monde Diplomatique, abarcan una amplia gama de temas. Algunos de ellos están estrechamente relacionados con la actualidad. El artículo sobre Marruecos en septiembre de 1996 corresponde a un momento concreto de la historia política marroquí. El artículo de octubre de 2001 sobre religión y ciudadanía en Oriente Medio y que se publicó después del 11 de septiembre, analizó los factores culturales, históricos y políticos que subyacen a los atentados terroristas, con el fin de superar la esencialización del llamado choque de civilizaciones entre los musulmanes y Occidente. El artículo sobre la revolución tunecina de febrero de 2011 fue escrito durante las primeras fases de la Primavera Árabe e informa sobre el primer avance democrático de esta histórica ola revolucionaria.

Los demás artículos abordan ideas más amplias; reflexionan sobre los cambios sociales, económicos, políticos y geoestratégicos en Oriente Medio y comparan varios países, desde la perspectiva de un especialista en política e investigador independiente que lleva décadas observando de cerca estos cambios.

El primer tema que surge en esta serie de ensayos es la deconstrucción del tópico orientalista que plantea a Oriente Medio como un lugar de perpetuo despotismo. Ciertamente, los regímenes autoritarios abundan en la región, pero la naturaleza de su autoritarismo no es un fenómeno exclusivo de estas sociedades. La represión, la cooptación, la legitimación y otras herramientas de gobierno no derivan de ninguna esencia misteriosa ni están intrínsecamente ligadas a las estructuras políticas. El origen de los estados autoritarios, su configuración y su durabilidad pueden explicarse mediante un análisis científico-objetivo. Por ejemplo, como escribí en abril de 2008, muchos regímenes árabes mejoraron su modelo autocrático en ese momento, permitiendo formas de competencia muy controladas. Explicaba estas opciones como estrategias de supervivencia ante la frustración de la opinión pública.

El segundo tema se refiere a la dinámica existente entre el Islam y la democracia, donde planteo la hipótesis de que el Islam y la democracia no son incompatibles. Esto no quiere decir que la democracia sea inevitable en Oriente Medio, ya que la caída del autoritarismo no es necesariamente sinónimo de democratización. Sin embargo, es importante recordar que no existe un cisma fundamental entre las libertades políticas, por un lado, y la cultura y la fe islámicas, por otro. Además, cualquier avance democrático en la región requerirá que los actores islámicos se expresen a través de la política de partidos y la movilización social.

Superar la desconfianza que a menudo empaña las relaciones entre islamistas y laicos sigue siendo un reto crucial. Puede compararse con la división ideológica en América Latina entre la izquierda y la derecha, aunque es más delicada, ya que la división islamista-secular implica no sólo ideales filosóficos sino también nociones superiores de divinidad y fe. Largas reflexiones sobre este rompecabezas intelectual me llevaron a realizar mi investigación doctoral en la Universidad de Oxford, que culminó con mi tesis defendida en enero de 2020 titulada Conciliar la democratización y la secularización en Oriente Medio: Túnez y Egipto en perspectiva comparada.

El Estado es un actor importante en la dinámica entre religión y política. Los análisis tienden a menudo a borrar al Estado de la ecuación cuando se estudian las interacciones entre los actores religiosos y los sistemas políticos. Incluso en los países donde la contestación islamista es fuerte, el principal actor religioso es el propio Estado como productor de normas salafistas e ideales conservadores. Esto crea un complejo juego político. Al participar en el discurso religioso, los gobernantes autoritarios señalan a los islamistas que pueden garantizar sus ideales mejor que ellos. Al mismo tiempo, advierten a los laicos y a los progresistas de que sólo las instituciones estatales autoritarias pueden protegerlos de la invasión islamista. Por último, dejan ver a un nervioso Occidente que sólo estos Estados pueden controlar la religión y contener las oleadas de islamismo radical.

El tercer tema se refiere a los intereses geoestratégicos y la escena internacional, y trata de mostrar cómo deben tenerse en cuenta estos intereses en la ecuación regional. Los artículos ponen de relieve cómo los límites entre la política interior y los asuntos exteriores en Oriente Medio se difuminan con frecuencia, a menudo debido a choques e intervenciones exógenas. La guerra de Irak de 2003 es fundamental en este caso. Reestructuró el mapa geopolítico regional y transformó el equilibrio de intereses entre los Estados árabes e Irán, así como la naturaleza del sectarismo y los movimientos populares. A su vez, el declive de la hegemonía estadounidense se ha convertido en un tema dominante durante la última década, un periodo en el que se han reafirmado los actores y estados regionales. Esta falta de entendimiento hace que siga siendo difícil debatir los asuntos políticos internos de muchos países sin mirar al nivel regional e internacional. Lo que ocurre en un contexto tiene una fuerte influencia en el otro.

El cuarto tema común es Palestina, una lucha que siempre ha tenido un papel preponderante en el discurso político árabe. Muchos de estos ensayos expresan un auténtico escepticismo sobre la buena fe del gobierno israelí a la hora de avanzar hacia una solución viable de dos Estados tras los Acuerdos de Oslo, y sobre la capacidad de Estados Unidos para patrocinar objetivamente este proceso de paz.

Estos análisis también destacan que los dirigentes palestinos tienen cierta responsabilidad en la situación actual. El faccionalismo y la ambición por lograr rentas son habituales en el gobierno palestino, un resultado histórico de la forma en que surgió y se movilizó el propio movimiento nacional palestino. La lucha por la condición de Estado va acompañada de la lucha corolario por la autodeterminación nacional. Independientemente de las intenciones israelíes con respecto al proceso de Oslo, esta última lucha por crear nuevas instituciones que den lugar a un pluralismo político, bajo la atenta mirada de las élites dirigentes palestinas, no se produjo. La cuestión palestina, como tantos otros desafíos en Oriente Medio, es el resultado de la convergencia de estas fuerzas desestabilizadoras de direcciones opuestas.

El quinto tema abordado se ha abierto paso en la última década: la Primavera Árabe. La Primavera Árabe no se trata aquí como un acontecimiento fortuito, sino como un proceso histórico que sigue desarrollándose. Si estos levantamientos eran inevitables dada la precariedad de los regímenes autoritarios, además, siguen produciéndose hoy en día. Los ensayos sobre este tema comparan la Primavera Árabe con otras olas históricas de democratización y transformación regional. Destacan el papel de los actores conservadores de la región, que no han cesado de montar campañas contrarrevolucionarias para revertir los cambios políticos provocados por estos levantamientos.

Sin embargo, las protestas continúan hasta día de hoy, como analizan los últimos ensayos de esta colección. En 2019, hemos visto el regreso de los levantamientos nacionales en Sudán, Argelia, el Líbano e Irak y con un Sudán implementando ahora su propia transición política. En otros países de Oriente Medio siguen produciéndose protestas y rebeliones, lo que demuestra que la capacidad de los ciudadanos ordinarios para resistir a la autoridad política sigue formando parte del panorama regional.

Estos cinco temas constituyen el hilo conductor de esta colección de artículos. Releyéndolos hoy, concibo a Le Monde Diplomatique como un hogar intelectual que me permitió convertirme no sólo en ensayista, sino también, en colaborador. Para mí representa para mí el foro a través del cual construí mi independencia no sólo como pensador académico, sino también como persona. En una época de cambios e incertidumbre tras la Guerra Fría en Oriente Medio, me enorgullece ver que la revista mantiene su número de lectores a nivel mundial y sigue abordando las cuestiones importantes del mundo contemporáneo.

Ser ciudadano en el mundo árabe

En busca del Estado de Derecho

Julio 1995

No hay ni un solo régimen democrático, ni un solo estado de derecho en todo el mundo árabe. Esta escandalosa situación –en un momento en que la democratización avanza en todo el mundo, en Europa del Este, América Latina, África y Asia– está enfureciendo a la opinión pública árabe. Esta última, cada vez más urbanizada y mejor educada, reclama un verdadero estatuto de ciudadanía que le permita luchar más eficazmente contra el neo-autoritarismo de los poderes fácticos y contra la ofensiva del oscurantismo islámico.

En Europa, la modernización política del Estado-nación evolucionó paralelamente a la transformación del concepto de ciudadanía. Entre los siglos XVII y XIX, tras una larga lucha contra el despotismo, los súbditos cuya función individual esencial era obedecer a un poder que encarnaba una autoridad trascendental se convirtieron en "ciudadanos", socios de pleno derecho de un contrato social basado en una autoridad nacional soberana. Este contrato se basaba en un conjunto de normas –las leyes– a las que todos estaban igualmente sujetos, pero cuya legitimidad residía en el consentimiento de los propios ciudadanos. En la forma de este contrato, que todas las democracias modernas respetan, el deber de obedecer las leyes del Estado está subordinado a la obligación del Estado de proporcionar a sus ciudadanos una serie de derechos fundamentales.

Sin embargo, incluso en los países más democráticos, la generalización y la conquista de estos derechos políticos fue el resultado de una larga serie de conflictos. En Francia, por ejemplo, el sufragio femenino se estableció en 1945. Y en Estados Unidos, el sufragio universal real se remonta a poco más de un cuarto de siglo, cuando se aprobó la legislación que garantizaba el ejercicio de los derechos civiles, especialmente para los negros de los estados del sur. A veces estos avances democráticos también han implicado compromisos con las formas tradicionales de autoridad política: por ejemplo, El Reino Unido sigue siendo una monarquía sin Constitución escrita.

Las últimas etapas de este progreso de la ciudadanía en los países de Europa Occidental y América del Norte se han producido muy recientemente, durante las grandes crisis económicas, cuando los "ciudadanos" han conseguido que el contrato social incluya ciertos derechos económicos y sociales en el marco general de un Estado de bienestar. Fue esta ampliación la que garantizó el mantenimiento del orden liberal y burgués en Europa Occidental.

Extrañamente, en otras naciones del mundo árabe recientemente independizadas, una versión del estado de bienestar respaldada por la movilización de masas ha sido el instrumento preferido de integración cívica, a menudo precediendo –e impidiendo– el desarrollo de una gama completa de derechos políticos. De hecho, varios regímenes árabes, algunos monárquicos y otros republicanos, han erigido la educación gratuita, las garantías sociales y médicas y la protección del empleo como símbolos de pertenencia a la comunidad nacional. Pero al hacerlo, en lugar de crear ciudadanos en el sentido moderno del término, estos regímenes produjeron sujetos políticos que, para disfrutar de sus derechos civiles y sociales, dependían de la buena voluntad de sus dirigentes.

El papel de la célula familiar

Además, bajo la apariencia de responder a las demandas populares de liberación nacional y justicia social, los nacionalismos árabes, ya sean conservadores o progresistas, han ignorado a menudo los derechos civiles y políticos de los ciudadanos.

Al menos en este sentido, la palabra "ciudadano", que se exhibe con orgullo en el texto de la mayoría de las Constituciones de los Estados árabes, es un término equivocado. El término real muwatin (la traducción habitual de la palabra "ciudadano") tiene una connotación totalmente diferente, ya que se refiere a los sujetos políticos cuya subordinación al Estado se da por sentada, pero cuya lealtad es siempre sospechosa, y para los que la libertad es tanto concedida como temporal.

En este contexto, los ciudadanos del mundo árabe luchan constantemente para lograr formas de gobierno democráticas, una lucha que está inevitablemente influida por las especificidades históricas y los datos culturales de cada nación.

Durante años, historiadores, antropólogos y politólogos han debatido el fracaso (o la falta de la voluntad) de los Estados árabes a la hora de crear un espacio de ciudadanía política con derechos y obligaciones claramente definidos. La influencia dominante que ejercen los vínculos familiares y tribales en la estructura de las sociedades y culturas árabes se ha considerado un factor explicativo clave. La familia sigue siendo el centro de la organización social, la actividad económica y la reproducción cultural. La superposición de los modelos tradicionales de autoridad patriarcal en las relaciones no familiares influye obviamente en la formación de los sujetos políticos.

Por supuesto, el desarrollo económico, la industrialización, la urbanización y la difusión de la educación pública han cambiado el papel de la célula familiar en muchas sociedades árabes en los últimos 40 años. Sin embargo, en la medida en que estos cambios han seguido siendo desequilibrados, limitados e incompletos, la familia sigue teniendo una función crucial y doble: por un lado, sigue siendo una base esencial de apoyo y seguridad, limitando las consecuencias negativas de las dificultades económicas y garantizando la continuidad de los valores culturales. Al mismo tiempo, consolida las formas de autoridad patriarcal y facilita la inhibición del desarrollo de una relación independiente y adulta entre el Estado y el ciudadano.

La relación entre el cabeza de familia, figura autorizada y generosa, y el hijo, protegido dependiente y dócil, es similar a la que existe entre gobernantes y súbditos. En el mundo árabe, el jefe de Estado suele ser el "padre de la nación". Las prestaciones sociales legítimas, por ejemplo, se presentan como "actos de generosidad personal" concedidos por un líder, no como prestaciones colectivas concedidas por una autoridad ejecutiva.

Paradójicamente, es en los países más progresistas donde mejor se ha ilustrado esta comprensión de las cosas. Incluso en el Egipto de Nasser (1954-1970), modelo de planificación socialista en los países árabes, la distribución de tierras, subsidios alimentarios y servicios sociales fueron presentados y recibidos como obsequios personales del jefe de familia nacional a los padres necesitados.

Esto no quiere decir que una estructura familiar fuerte sea suficiente para impedir la ciudadanía democrática, pero sí plantea la cuestión de hasta qué punto una estructura particular de dependencia –especialmente en un sistema político que se enfrenta simultáneamente a una crisis de desarrollo, a la urbanización, a la educación, al legado de la dependencia colonial, a las percepciones actuales de debilidad geopolítica y a una serie de cultos nacionales a la personalidad– puede servir de modelo para otras relaciones de autoridad. Y contribuir así a retrasar el desarrollo político del mundo árabe.

Los tenaces lazos de solidaridad tribal, étnica y religiosa representan el segundo tipo de desafío a los conceptos modernos de nación y ciudadanía. Al competir por la lealtad de las poblaciones, las tribus y los Estados-nación dan lugar a un antagonismo colectivo fundamental. Históricamente, la formación del Estado-nación moderno, con su monopolio de la autoridad coercitiva, ha llevado a la eliminación gradual de las formas anteriores de autoridad y lealtad. Sin embargo, en el mundo árabe, importantes tribus del norte de África, la península arábiga, el Alto Nilo y el desierto de Siria lograron preservar diversos grados de autonomía respecto a la autoridad central mucho después de principios del siglo XIX.

Los Estados-nación que surgieron tras la salida de las administraciones coloniales abordaron este problema de dos maneras, ninguna de las cuales era realmente compatible con las nociones modernas de ciudadanía. En la mayoría de los casos, los gobernantes árabes abordaron el desafío tribal mediante una mezcla de represión y cooptación (matrimonios, alianzas, favores personales, instigación de rivalidades, etc.). Pero allí donde ha dominado el modelo definido por Ibn Jaldún (1), el Estado ha adoptado la forma de una fusión de solidaridad tribal y autoridad centralizada, todo ello imbuido de benevolencia paternalista y religiosa. Los movimientos político-religiosos de la península arábiga y del norte de África son los ejemplos más evidentes de esta evolución. Sin embargo, en estos casos, la extensión de la autoridad central se basó en la coerción y no en el consentimiento del ciudadano, que es la única base de la legitimidad del contrato social moderno.

El papel político del Islam es otro factor, más reciente, que se propone para explicar la formación de la ciudadanía en el mundo árabe. Simplificando con bastante rapidez un desarrollo histórico particularmente complejo, los comentaristas occidentales a menudo han observado que en Europa el desarrollo del Estado-nación y la ciudadanía política democrática estuvo acompañado por una secularización de la política y una separación constitucional entre Iglesia y Estado, una evolución de la que hacemos Realmente no encuentro el equivalente en el mundo árabe. Los llamados movimientos políticos islamistas, por supuesto, pero también muchos regímenes conservadores, han pretendido basar su legitimidad en la completa integración de la religión y la política. Y los países que han tratado de fomentar la secularización se encuentran a la defensiva, enfrentados a sus propios fracasos y a los resultados de los errores que les llevaron a subestimar el apego de las sociedades árabes a los valores islámicos. Las invocaciones religiosas de la autoridad trascendental han reforzado a menudo las estructuras de dependencia, retrasando así el desarrollo de la ciudadanía política moderna.

En su forma radical o conservadora, la apelación al Islam puede entonces, en nombre de la lealtad a las tradiciones, transformarse en la legitimación de un orden antidemocrático, sirviendo así para impedir cualquier renovación.

El uso correcto del Islam

No obstante, el pensamiento y la práctica islámicos van más allá del islamismo autoritario actual, y las deficiencias de este último no implican en absoluto que el propio islam sea incompatible con la existencia de derechos políticos y sociales. De hecho, podría argumentarse que la mera represión del islamismo equivale a añadir a la prohibición de los beneficios de la ciudadanía moderna el menoscabo de los principios progresistas de igualdad y justicia del Islam. Del Islam y de sus valores puede surgir la constitución de un espacio político democrático. Y ningún modelo de sociedad laica o de separación de la Iglesia y el Estado exige que se excluya.

El Corán y la Sunna también establecen principios que son totalmente compatibles con la ciudadanía. La Shura recomienda el debate y la consulta de la comunidad. En la tradición islámica, las formas particulares de este diálogo social siempre han sido objeto de un intenso debate. La corriente más influyente de juristas y pensadores musulmanes modernos, el movimiento salafia, afirma que la Shura significa hoy elecciones y parlamentos. Este pensamiento islámico recomienda el uso de la razón para desarrollar nuevas reglas que respondan a los cambios económicos, políticos y sociales siempre que los textos religiosos no sean suficientes para determinar un modo de actuar.

Por último, el Islam anima a la comunidad a decidir por consenso la mejor manera de promover el bien común. Durante décadas, la mayoría de los países musulmanes han basado sus opciones políticas en estas tradiciones islámicas.

Además, la reafirmación de la religión frente a la política es un fenómeno que no se limita al mundo árabe y musulmán. Se puede encontrar este fenómeno en países tan diferentes como Israel, India y Estados Unidos. El avance de la secularización no significa la desaparición de la religión del ámbito público. Porque incluso en las democracias occidentales avanzadas, a menudo ha significado un compromiso entre la religión y la política: el Reino Unido ha mantenido una religión estatal, y Alemania subvenciona el culto. Ningún modelo de evolución sociopolítica (incluso los sistemas dictatoriales han fracasado en este sentido) se ha saldado con la exclusión de la religión.

Para volver al Islam, sus valores de justicia, igualdad y comunidad constituyen bazas seguras para el desarrollo de una verdadera ciudadanía. No hay nada en esta religión que se oponga a la creación de un espacio político democrático. Y es a la construcción de esta última a la que los dirigentes árabes deben dirigirse sin demora para afrontar los retos de este fin de siglo.

La monarquía marroquí tentada por la reforma

Garantizar la transición democrática y la continuidad del trono

Septiembre 1996

El 13 de septiembre, los marroquíes votan en referéndum el texto de la nueva Constitución. El sistema institucional deseado por el rey Hassan II debería estar en marcha en mayo de 1997. Frente a los retos de la pobreza, la desigualdad y la corrupción, el país necesita un cambio profundo en su cultura política, un avance significativo en el camino hacia la democracia. Este es el sentido de las propuestas de reforma presentadas por un intelectual marroquí de Rabat.

Como muchos países, Marruecos está siendo llamado a redefinirse, una situación que propicia tanto la renovación como el riesgo de regresión. ¿Cómo afrontar la nueva situación mundial en la que se combina un mayor rigor económico con las exigencias de apertura política y una interacción cultural más intensa? ¿Cómo responder a la volátil mezcla de una mayor madurez política y una creciente inseguridad económica, por no hablar de la efervescencia de la juventud? Son cuestiones candentes, sobre todo, para un país que debe responder a esas exigencias y al mismo tiempo, garantizar el bienestar de sus ciudadanos, la continuidad de su historia y sus tradiciones, y su apego al Islam. En los albores del siglo XXI, el partido en el poder, sea cual sea, y el próximo soberano, Mohamed Ben Hassan (1), tendrán que afrontar estas cuestiones con el apoyo de todos los ciudadanos. Marruecos debe o aprovechar el momento histórico o retroceder.

Ante la implacable dinámica del cambio, debemos reflexionar sobre los siguientes elementos: el reparto de las responsabilidades gubernamentales, los imperativos de la situación económica y social, el papel de los partidos, el lugar de la monarquía. Hay que aclarar con rigor y responsabilidad un debate que ya se ha iniciado. Una crisis de legitimidad gubernamental afecta a Marruecos en los años 90.

Los repetidos intentos de "alternancia", así como las recientes propuestas de la Koutla (el bloque democrático de los partidos de la oposición), han tratado de hacer frente a la creciente falta de credibilidad de los gobiernos que se han visto perjudicados por los sucesivos programas de ajuste estructural, el aumento del desempleo y la desigualdad, sin que se hayan producido mejoras proporcionales en los índices de productividad e inversión. En ausencia de un proyecto social claramente definido, con un mandato limitado y una transparencia insuficiente, los gobiernos sólo podrían desacreditarse aún más.

En contra de la exigencia de apertura, la autoridad efectiva ha sido monopolizada por un solo centro, el Ministerio del Interior, cuya independencia de las instituciones más establecidas es cada vez mayor. Su eficacia, basada en gran parte en la capacidad de liberar recursos para las tecnologías más avanzadas y los cuadros más cualificados, subyuga efectivamente a la mayoría de las demás funciones ministeriales, incluidas la justicia, la educación y la información, convirtiendo todo, desde la cultura hasta la meteorología, en una cuestión de "seguridad". Mediante la proliferación de agentes y redes administrativas en las regiones, un "marco de seguridad" ha sustituido al desarrollo regional.

Indignación ciudadana

Estos métodos, en lugar de prevenir el estallido de los problemas sociales y políticos, los enmascaran hasta que su gravedad desencadena operaciones espectaculares pero arbitrarias. La ocultación de información vital sobre los problemas estructurales reduce cualquier posibilidad de resolver los problemas de forma adecuada. Cientos de mujeres de Casablanca fueron violadas por un jefe de policía antes de que saliera a la luz este abuso de autoridad. Demasiado común en Marruecos, este tipo de "no-secreto" compartido por tantos es el resultado de la intimidación, y acentúa la alienación del pueblo con respecto al régimen. El desarrollo de una cultura política sana requiere exponer todos los abusos, no taparlos.

La reciente e inoportuna "campaña de saneamiento" demuestra que abordar problemas de corrupción ampliamente conocidos en una fase tardía puede tener efectos terribles. En ausencia de un sistema coherente de control y explicación jurídica, las iniciativas bien intencionadas pueden interpretarse como formas de chantaje judicial. Las explicaciones poco claras del gobierno, que justificó esta "campaña" por el desarrollo de las relaciones económicas de Marruecos con Europa, sólo consiguieron indignar a muchos ciudadanos, como si la corrupción y el abuso de poder sólo debieran escandalizar a los extranjeros.

El problema de la corrupción en Marruecos no puede ser abordado por un solo departamento, sino que requiere de un profundo cambio de cultura política. La ley debe aplicarse a todos por igual, sin privilegios basados en las relaciones personales o la riqueza. Los derechos son comunes en muchas sociedades, y Marruecos tendrá que trabajar duro para acabar con los hábitos de las élites consentidas. Nadie debería tener que pagar un soborno para obtener un permiso o autorización cualquiera, y nadie debería poder hacerlo para evitar una multa o una cola. Estas prácticas cotidianas humillantes provocan la ira del pueblo, que carece de medios para escapar de las mismas molestias, y ofenden su sentido de la dignidad.

Estas frustraciones, combinadas con los sacrificios impuestos por las realidades macroeconómicas de la creciente pobreza y desigualdad, crean una situación social y política explosiva. Atrapado en un dilema entre la necesaria reforma económica y la intolerancia cada vez más perceptible de la población ante los efectos negativos de las sucesivas fases de "ajuste estructural", percibidas como una respuesta a la presión extranjera, Marruecos no puede permanecer solo y ocultar su dependencia de la economía global dominada por las grandes potencias. Su apertura a la inversión sigue siendo vital y requiere liberar las estructuras económicas de las presiones políticas que sirven para obstaculizar la aparición de nuevas élites y de los enredos burocráticos que a menudo son meras excusas para la corrupción. Debemos asegurarnos de que la reforma económica no sólo beneficia a los inversores, sino también a los ciudadanos.

Los terribles males de la pobreza, la desigualdad y la corrupción, deplorados en Occidente, donde se consideran el caldo de cultivo de lo que se denomina "fundamentalismo islámico", requieren una política coherente y a largo plazo. Aunque los movimientos fundamentalistas aún no se han desarrollado de forma preocupante en Marruecos, el discurso oficial no puede sostener de forma creíble que "no hay ningún problema islamista". Este fenómeno ha emergido como una expresión de resistencia a los efectos negativos de la globalización económica y cultural, y podría representar una alternativa en ausencia de otros movimientos movilizadores o, en su defecto, de la justicia social. Las zonas urbanas pobres están sucumbiendo gradualmente a la influencia de los islamistas, que cuentan con redes locales de asistencia social, el atractivo moral de la participación comunitaria y una reputación de incorruptibilidad. En algunos barrios, ninguna boda o celebración religiosa puede celebrarse sin el acuerdo de un grupo islamista. Muchas asociaciones culturales, profesionales, estudiantiles y sindicales también han quedado bajo su control.

Ningún partido islamista participa aún en las elecciones, pero estos grupos influyen en los votos: la creciente abstención y los votos en blanco son desafíos silenciosos, que amenazan la credibilidad de las instituciones. Con una apertura política, probablemente lograrían un éxito electoral inmediato, que sólo tendría graves consecuencias si el fundamentalismo se convirtiera en el único defensor de la justicia y la emancipación. Así puestos a prueba, los gobiernos tendrán que aplicar reformas económicas que tengan en cuenta la seguridad material de los desfavorecidos tanto como la satisfacción de los privilegiados y de los burócratas, ya sean marroquíes o europeos. Marruecos se ve obligado a adoptar nuevas formas de austeridad. El paternalismo estatal ya no es suficiente, y no hay garantía de que el desarrollo de una democracia política conduzca a una mayor prosperidad. La oposición tendrá que justificar sus demandas del aumento de salarios y mejora de los servicios públicos, basándose en unos presupuestos bien calculados.

El pragmatismo es esencial, pero es necesario movilizarse sin someterse exclusivamente al dogma del mercado. Todo Estado se apoya en los regímenes fiscales, en los mecanismos de mercado o de regulación, y en su capacidad de intervención, según una mezcla equilibrada de necesidades sociales, tradiciones culturales y expectativas políticas locales. Marruecos no puede seguir un camino diferente, y sus socios y amigos europeos deben entenderlo.

Estas difíciles decisiones requieren políticas concertadas, recursos considerables y la contribución de todos. Los funcionarios corruptos, que obstaculizan a los empresarios y molestan a la gente honesta, pueden ser tratados mediante redadas periódicas, pero sólo la profesionalización de la administración pública y la policía permitirá su erradicación a largo plazo. Se puede intentar mantener la estabilidad mediante la represión, pero sólo la adaptación responsable de las políticas sociales y económicas a las necesidades básicas de los ciudadanos allanará el camino hacia el futuro.

Con el reto lanzado por el soberano de hacer de 1996 el Año del Cambio y la contribución de la Koutla sobre las reformas constitucionales, se inició una dinámica sobre las formas de democratización y el futuro del país. Los partidos de la oposición, en primer lugar la Unión Socialista de Fuerzas Populares (USFP) y el Istiqlal, plantearon los problemas de la estructura legislativa y la responsabilidad del gobierno ante los ciudadanos. Sus propuestas, su búsqueda de la democracia, la igualdad y la transparencia merecen atención, dadas sus raíces históricas y su base popular.

Una forma diferente de gobernar

Sin embargo, la participación de estos grupos en el gobierno no es una panacea. Hasta ahora han sido demasiado selectivos en su defensa de la democracia. La ideología nacionalista y salafista (2) del Istiqlal sigue siendo conformista en muchos aspectos, lo que le lleva a defender una concepción fija de la sociedad; y el populismo de la USFP pretende aglutinar a las multitudes en lugar de dirigir su impulso. Reticentes a unirse al llamamiento de un millón de mujeres marroquíes a favor de la reforma del código del estatuto personal, estos partidos han compartido el entusiasmo popular por los Estados árabes "progresistas" pero no democráticos. También son más propensos a movilizarse en base a la frustración económica que a presentar programas claros. Su transformación de movimiento de protesta a fuerza de gestión no será fácil.

Tanto más cuanto que un problema generacional afecta a estos partidos, así como al conjunto de la vida política marroquí. Con la esperanza de lograr una democratización contractual, han desempeñado durante mucho tiempo el papel de "oposición leal", parte integrante de un sistema electoral pluralista limitado, que ya no cumple sus funciones como mecanismo de integración social. Se han mantenido fuera del poder mediante la represión y la manipulación, pero han participado, no obstante, en el juego estéril de las recompensas y los favores. Los jóvenes marginados y las clases urbanas desfavorecidas, la mayoría de los marroquíes que realmente decidirán el futuro del país, no están convencidos de que las orientaciones y prácticas de la oposición la capaciten para sacar al país de la crisis.

Reflexionar sobre el futuro de Marruecos significa sobre todo cuestionar el lugar y la función de la monarquía, pieza central del sistema político. En este periodo de transición, se intensificará la presión para redefinir su papel. En un momento en que se discute la reforma constitucional y la llegada al poder de nuevas fuerzas políticas, estas cuestiones son inevitables. Es notable que la monarquía goce tanto de un amplio reconocimiento por sus raíces culturales en la historia, como de un prejuicio favorable por parte de todos, ciudadanos y partidos, por su papel fundamental en los cambios que se avecinan. Aparece como un punto de referencia, un factor de unión, una institución mediadora, una constante en la sociedad marroquí.

Para que la monarquía se convierta en esta autoridad de referencia, para que se aleje de los asuntos cotidianos, un nuevo marco jurídico e institucional deberá racionalizar su función. Las propuestas de reforma tendrán que ser examinadas a la luz de sus méritos, los cambios en la cultura marroquí y el contexto global. Sobre todo, deben estar vinculados metódicamente. Es evidente que la monarquía del siglo XXI gobernará de forma diferente.

Al tomar la iniciativa en su necesaria adaptación, sólo puede salir fortalecida de estos trastornos, mientras que al negar la obligación de transformarse, corre el riesgo de debilitarse, tal vez fatalmente. En la época de transición democrática que vivimos, el clima de respeto y buena voluntad del que goza puede cambiar, y muy rápidamente; los ejemplos abundan. No es la capacidad de la monarquía para gestionar los problemas cotidianos, sino el espíritu ejemplar del que es capaz, impulsado por el impulso de una comunidad de ciudadanos basada en un Islam fuerte e ilustrado, lo que garantizará su renovación y la de Marruecos.



(1) El actual príncipe heredero

(2) Ideología fundamentalista que apareció durante la lucha por la independencia de Marruecos.

Musulmanes y ciudadanos del mundo

Guerra total contra un peligro difuso

Octubre 2001

El mundo ha cambiado desde los atentados del 11 de septiembre. Aunque todavía no se ha identificado con certeza a los autores, lo más probable es que sean miembros de una red islamista transnacional. Tanto si esta red está dirigida por la figura casi mítica de Osama bin Laden como por otra persona, los atentados nos obligan a considerar las consecuencias globales para los países árabo-musulmanes y para el mundo.

Estos atentados atroces son alimentados en el mundo árabe y musulmán por la rabia y la humillación por un orden mundial que los margina. La existencia de una red capaz de ejercer una violencia tan extrema en nombre del Islam nos obliga a nosotros los musulmanes a clarificar nuestra posición sobre el "fundamentalismo islámico". Occidente tiene su parte de responsabilidad, pero no podemos eludir la nuestra. Me refiero al surgimiento de un Islam política y socialmente totalitario, organizado en grupos armados que promueven su interpretación unilateral de los textos sagrados. La mayoría de los musulmanes quieren vivir su religión en paz junto a sus vecinos de diferentes creencias, beneficiándose de las nuevas oportunidades que ofrece el mundo contemporáneo. No quieren obligar a los ciudadanos musulmanes y no musulmanes de un país a vivir de una sola manera. Tampoco quieren librar una guerra contra el mundo para difundir su religión. Estas tensiones entre formas abiertas y totalitarias de vivir la fe no son exclusivas de los musulmanes. Hay un movimiento cristiano fundamentalista en Estados Unidos, con un lenguaje digno de Bin Laden. En nombre de su reivindicación religiosa de un Gran Israel, los colonos judíos extremistas también están dispuestos a llevar al mundo a la guerra.

La influencia de los movimientos islamistas en las masas desfavorecidas de las sociedades musulmanas ha aislado aún más a las élites musulmanas cosmopolitas. Estas élites viven cómodamente bajo regímenes que siguen tolerando la desigualdad y la pobreza masiva. Regímenes que inicialmente utilizaron los movimientos islamistas como contrapeso, para reprimir otras formas de oposición.

El éxito de este tipo de islamistas demuestra que los musulmanes amantes de la libertad no han sido capaces de defender su causa con suficiente vigor, y muestra también, la urgencia del trabajo que hay llevar a cabo. Cualquier musulmán de hoy, que se mueve en un mundo multiétnico, multicultural y multiconfesional, debe defender con pasión un Islam tolerante. Esto significa que debemos defender igualmente la justicia social, las instituciones políticas democráticas y las relaciones internacionales que respetan la dignidad y la soberanía de todas las naciones.

Tales compromisos requieren una gran dosis de coraje político, sin el cual no conseguiremos evitar que el Islam caiga en manos de asesinos que lo secuestren. No hay nada contradictorio en ser musulmán, defensor de los pobres, defensor de los palestinos y ciudadano del mundo al mismo tiempo. Debemos luchar por estas ideas en nuestros respectivos ámbitos sociales. Los acontecimientos del 11 de septiembre nos han recordado la urgencia de esta tarea. Es a nosotros, los musulmanes, a quienes los autores de estos atentados han lanzado un desafío. Debemos estar a la altura de ese reto.

Los peligros que se derivan de estos hechos son extremadamente graves. No se trata de cualquier acción terrorista, como las perpetradas por el IRA, la ETA, los palestinos en los años 70, o incluso los recientes "terroristas suicidas" en Oriente Medio. Estas acciones pretendían llamar la atención sobre un agravio o vengar un acto concreto. Siempre son una llamada a la reparación de lo que se siente como una injusticia. Se alega la responsabilidad para darles un sentido político.

El pequeño grupo responsable de estos atentados sabe que sólo puede llevar a cabo un enfrentamiento de este tipo si consigue provocar en una gran parte de los musulmanes la absoluta ira y determinación que motiva a los pocos miles de miembros de su movimiento. De ahí la lógica negativa a reivindicar estos atentados. El objetivo es provocar un conflicto más generalizado. Los atacantes quieren dificultar el saber exactamente a quién condenar y a quién golpear, para dificultar el no tomar represalias contra una amplia gama de objetivos musulmanes, con la esperanza de que las represalias indiscriminadas despierten la ira de todos los musulmanes.

No hay lugar para el error

Si consiguen este resultado, habrán ganado una batalla decisiva y estarán preparados para librar la inevitable siguiente batalla con una fuerza aún mayor. El levantamiento general del mundo musulmán, su única esperanza de victoria, será aún más inminente.

Ahora debemos tomarles la palabra a los autores de estos atentados, que llevan mucho tiempo hablando de guerra santa y a los que hemos considerado durante mucho tiempo como extraños. Han llamado la atención del mundo y nos obligan a ser conscientes de su determinación. Cualquiera que conozca el mundo musulmán no tendrá problemas para imaginar la posibilidad de un levantamiento de este tipo, si no a la escala apocalíptica imaginada por los secuestradores, al menos a escala regional o nacional.

¿Cómo unos pocos miles de individuos crean su versión de un "choque de civilizaciones" que nadie quiere? Sólo hay que ver las posibles consecuencias de las represalias estadounidenses para ver que los secuestradores pueden haber encontrado una respuesta a esta pregunta.

Estados Unidos responderá a estos ataques con fuerza, no sólo por venganza, sino porque los ataques sólo cesarán una vez cortada la raíz. Pero, por las razones mencionadas, es difícil apuntar a la raíz. Es una red pequeña, bien difundida y oculta, cuyos miembros operan dentro de una masa de personas que comparten sus frustraciones. El conflicto podría irse de las manos. En caso de un ataque estadounidense a Afganistán, se lanzará un desafío a Pakistán. A nadie le interesa tener un régimen islamista al estilo de talibán en un país con armas nucleares. ¿Cómo reaccionará la India, otra potencia nuclear? ¿Y China? ¿y los rusos en Chechenia y en todo el Cáucaso?

Los próximos acontecimientos afectarán a las comunidades musulmanas de los Balcanes, así como a las de Europa Occidental, más recientemente establecidas. Si Estados Unidos no consigue rápidamente resultados acordes con el drama, puede verse tentado a una peligrosa escalada. Si atacan a Irak, el conflicto se extenderá y ningún país se salvará.

Por ello, la estrategia estadounidense más eficaz es dirigir la respuesta de forma muy precisa. Al mismo tiempo, los estadounidenses tendrán que resistir la tentación de presionar a los gobiernos árabes para que ataquen injustamente a las corrientes islamistas pacíficas, lo que crearía el círculo vicioso en casa que debe evitarse. Sólo a través de un enfoque global podemos esperar aislar a los autores, disuadir a los nuevos reclutas y evitar un levantamiento.

Esta estrategia requiere una reevaluación fundamental de la política estadounidense hacia las sociedades árabes y musulmanas. En primer lugar, Estados Unidos debe exigir el fin de la ocupación israelí de los territorios palestinos y aceptar el derecho de los palestinos a un Estado independiente con Jerusalén como capital, ciudad sagrada para todos los musulmanes.

Este reexamen de la política estadounidense es la condición indispensable para cualquier "victoria" en este "nuevo tipo de guerra". Invocar la paciencia, prometiendo tratar el problema de Palestina después de haber tratado el terrorismo, ya no es creíble. Esta carta ya se ha utilizado demasiado: la última se remonta a la Guerra del Golfo, hace diez años, y todavía estamos esperando el resultado. Cientos de millones de musulmanes y muchos europeos decidirán inmediatamente cuál es su posición en relación con las decisiones estadounidenses sobre esta cuestión, en función de lo que se haga ahora al respecto.

Estados Unidos también debe considerar su responsabilidad en la creación de un "terrorismo" que se ha vuelto contra él. Ha promovido este "terrorismo", creando redes para sus propios fines y apoyando a regímenes represivos que aterrorizan a su propio pueblo. ¿Examinarán críticamente su uso de los fanáticos, como muchos regímenes árabes, para servir a sus propios intereses?

La violencia está globalizada. Los conflictos, las injusticias y las víctimas de "allá" llaman a nuestra puerta. La política internacional implica la política local, y los líderes tendrán que responder ante el mundo. La pobreza, la desigualdad, la represión y la arrogancia son problemas que hay que resolver. Los estragos de la globalización neoliberal se dejan sentir tanto en Wall Street como en los pueblos de Asia Central. Son problemas de seguridad global. Esta vez no hay margen de error.

El mundo árabe al pie del muro

Frente a la ocupación estadounidense de Irak

Octubre 2003

La "pax americana" parece haberse esfumado. En Palestina, la decisión política de expulsar al presidente Yasser Arafat terminó por enterrar la "hoja de ruta". En Irak, el caos se está extendiendo con el resurgimiento de los ataques contra el ocupante, pero también sus colaboradores y las Naciones Unidas. Y, al no restaurar la soberanía de los iraquíes, el voto del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas sobre una resolución no será suficiente para sacar a Estados Unidos del atolladero. Trece meses antes de las elecciones presidenciales, George W. Bush se enfrenta, por tanto, a los primeros fracasos de la estrategia neoconservadora para "democratizar" Oriente Medio. ¿Podrá el mundo árabe volver a tomar la iniciativa?

"Ten cuidado con lo que pides", dice el refrán, "podrías conseguirlo". "Estados Unidos parece haber conseguido lo que quería en Irak: una rápida victoria militar –eliminando a Saddam Hussein y cualquier otra amenaza que representara– y una cabeza del puente en su proyecto de remodelación democrática de Oriente Medio.

Independientemente de lo que se piense de esta estrategia, es indudable que Washington tiene una: la estrategia audaz de una gran potencia movilizada para conseguir sus fines. Si no nos gusta, nos corresponde movilizar nuestras propias fuerzas para servir a nuestra propia agenda. Pero también debemos reconocer la innegable disparidad de fuerzas. La mayoría del mundo se opuso a esta guerra, pero no pudo detenerla. Más patético aún es el hecho de que el mundo árabe y musulmán no ha sido capaz de resistirse a este proyecto, y ni siquiera tiene ya la fuerza para encontrar en sí mismo la unidad y la voluntad de defender sus intereses. Los eslóganes triunfantes de la unidad panárabe han sido sustituidos por un reconocimiento desilusionado de la enervante debilidad política, social y militar. Hasta que no superemos esta vulnerabilidad, las prioridades las establecerán otros. Al decidir conquistar Irak, Estados Unidos han establecido una agenda que, al igual que nosotros, debe afrontar ahora. Esperemos que los árabes aprovechen la oportunidad para darle una forma que sea buena para sus pueblos.

Desde la perspectiva de un nacionalismo árabe liberal, pragmático y democrático, muchos cambios son necesarios en Oriente Medio. El pertinaz rechazo a las reformas democráticas, la persistencia de regímenes políticos de hombre fuerte o de partido único, la incapacidad de resolver problemas económicos y sociales evidentes, la creciente influencia de las corrientes fundamentalistas y yihadistas, la proliferación de situaciones políticas polarizadas entre el fundamentalismo y la tiranía secular: todos estos elementos contribuyen a un panorama muy problemático. Y no ha surgido ningún movimiento capaz de provocar el cambio, ya sea generado por los regímenes, las élites o la calle.

En un mundo atenazado por la inestabilidad de los Estados y la agresividad de actores ajenos a ellos, hay buenas razones para desear que las sociedades árabes cambien. Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 han puesto de manifiesto esta preocupación en Occidente. Oriente Medio parece haber suplantado a Europa como centro de la política mundial, donde el camino se bifurca y pronto habrá que tomar decisiones sobre el futuro del mundo.

Una visión desarrollada antes del 11 de septiembre

Más que en el campo de batalla del "choque de civilizaciones", pensemos en una fragua donde se funden nuevos parámetros globales de equilibrio y cooperación. Entre ellos se encuentran las nociones de democracia, legitimidad popular y derecho internacional, autodefensa, soberanía nacional, pero también la idea de "anticipación", con el derecho a poseer, utilizar o amenazar con utilizar medios violentos, a escala limitada o masiva, para lograr los propios fines.

Todos estos son conceptos sobre los que sigue habiendo desacuerdo, lo cual no es sorprendente. El intento estadounidense de imponer una dirección a esta evolución histórica, por muy audaz que sea, no deja de estar lleno de contradicciones. Es un proyecto cuyos efectos reales pueden diferir radicalmente de los objetivos previstos.

Las razones que Washington invocó con más énfasis para su intervención en Irak –las armas de destrucción masiva, los vínculos de Sadam Husein con Al Qaeda y la amenaza que suponía el régimen baasista– son, de hecho, las menos convincentes. Su credibilidad, ya muy limitada en la comunidad internacional, se ha erosionado tanto, incluso en Estados Unidos, que apenas merece la pena hablar de ellos. De hecho, los defensores más acérrimos de la guerra en el gobierno estadounidense han admitido que estas justificaciones son más una cuestión de "conveniencia" que de realidad.

Hay otra explicación para la acción estadounidense. La evidencia sugiere que la conquista de Irak marca el primer gran paso en la redefinición de la geopolítica mundial y el papel que Estados Unidos pretende desempeñar en ella. Esta visión se desarrolló antes del 11 de septiembre, pero los crímenes cometidos ese día contribuyeron a generar apoyo entre el pueblo estadounidense y a evolucionar hacia una guerra global contra el terrorismo.

La Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSS) se publicó en septiembre de 2002. El periodista William Pfaff lo calificó como "una denuncia implícita estadounidense del orden estatal moderno que rige las relaciones internacionales desde 1648 y el Tratado de Westfalia (...) con el objetivo de sustituir el principio de legitimidad internacional existente" (1). Este documento, continuó Pfaff, "afirma que si el gobierno de Estados Unidos decide unilateralmente que un estado representa una amenaza futura para Estados Unidos, ... Estados Unidos intervendrá de forma preventiva para eliminar la amenaza, si es necesario a través de un "cambio de régimen" (2). Defiende el dominio estadounidense en todas las regiones del mundo e insiste en que Estados Unidos "actuará de forma preventiva" para "anticiparse... a las acciones hostiles de [sus] adversarios y disuadir a los adversarios potenciales de aumentar su fuerza militar con la esperanza de superar o igualar" su poder.

Según esta doctrina, Estados Unidos debe asegurarse una "fuerza militar sin parangón" para imponer su voluntad en todas partes. Por lo tanto, es necesario anticiparse a la aparición de Estados capaces, a través de sus armas nucleares, de bloquear sus imperativos -Irak representa, a este respecto, un país clave en una región clave. Pero también se trata de evitar que las potencias nucleares competidoras –como Rusia o China– desafíen algún día su hegemonía mundial.

La guerra de Irak supone la culminación de una década de intenso trabajo intelectual y político por parte de un pequeño grupo de neoconservadores (3), que junto con los fundamentalistas cristianos y los militaristas formaron una nueva coalición imperial que se cristalizó bajo el presidente George W. Bush.

En Oriente Medio, esta estrategia consiste en cambiar radicalmente el curso de la historia promoviendo la adopción de los valores políticos y económicos estadounidenses con la esperanza de que le sigan valores complementarios –morales, culturales e incluso religiosos–. En este escenario, se supone que la conquista de Irak detendrá la propagación del fundamentalismo islámico, debilitará el apoyo a la resistencia palestina y hará que palestinos y árabes acepten un plan de "paz". También pretende situar a Estados Unidos en el centro de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) para reforzar tanto la disciplina de los precios del crudo como la posición central mundial del dólar.

Se trata de una visión audaz, casi misionera. Académicos como Bernard Lewis y Fouad Ajami ayudaron a convencer a Washington de que la decadencia de un mundo árabe incapaz de reformarse generaría formas cada vez más virulentas de terrorismo antiamericano. La promesa posterior al 11-S es que la eliminación de regímenes como el de Saddam Hussein y la transformación de la cultura política de Oriente Medio impedirán que grupos extremistas como Al Qaeda tengan acceso a armas de destrucción masiva. Esta estrategia es, por lo tanto, una necesidad defensiva.

En realidad, la verdadera amenaza proviene de las armas nucleares, que requieren menos recursos industriales y científicos y son más fáciles de controlar. El gobierno estadounidense utiliza el término "armas de destrucción masiva" para confundir las armas nucleares con las biológicas y químicas, aunque estas últimas han demostrado ser difíciles de utilizar y poco eficaces. Pero son mucho más fáciles de fabricar y ocultar. por consiguiente, cualquier país árabe o musulmán con una industria química o biofarmacéutica rudimentaria puede ser designado como potencialmente peligroso: un día podría proporcionar sus armas a un grupo terrorista que podría utilizarlas contra Estados Unidos o sus aliados. Esto equivale a decir a los países de Oriente Medio que alcanzar un determinado nivel de desarrollo industrial se considerará una amenaza en sí misma si no se anclan de forma segura al lado estadounidense.

Además, al tiempo que exige el no desarrollo de armas nucleares, esta estrategia abandona los medios internacionalmente aceptados para controlar la proliferación nuclear a través de tratados en favor de una doctrina más agresiva, unilateralista y "preventiva" (véase "Washington revive la proliferación nuclear"): la "contra proliferación" consagra de hecho la posesión de armas nucleares por parte de Estados Unidos y sus aliados cercanos, así como la amenaza de utilizarlas.

Más preocupante aún es el hecho de que la fuerza militar sea el principal medio previsto por la nueva estrategia para alcanzar sus fines. Si los Estados no se alinean, Estados Unidos los alineará, mediante un "cambio de régimen" impuesto unilateralmente, desafiando el derecho internacional. Su compromiso "humanitario" y "progresista" no es más que un revestimiento formal de conquista. ¿Problemas políticos y sociales locales? Epifenómenos que se resolverán rápidamente tras una demostración de fuerza abrumadora, el único lenguaje que "ellos" entienden. El discurso neoconservador de la "liberalización" y la "democratización" pretende dar la razón a culturas enteras.

La angustia ante tal implacabilidad

Un proyecto tan agresivo representa una enorme apuesta por la eficacia de la tecnología militar. Además, la comunidad internacional la ha rechazado en gran medida. En cuanto a la opinión pública estadounidense, que es muy tímida cuando se trata de víctimas, sólo la aceptó cuando se convenció de que había una amenaza real y una posibilidad real de éxito. Los partidarios de este unilateralismo agresivo sabían que no venderían su empresa "en ausencia de un acontecimiento catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor (4)": sólo el trauma del 11 de septiembre se impuso.

Silenciados, los círculos tradicionales del establishment de la política exterior estadounidense también están sintiendo cierta ansiedad ante tal implacabilidad. Todo el mundo entiende el peligro de desestabilizar todo el mundo árabe. Incluso un ex secretario de Estado del presidente George Bush padre, Lawrence Eagleburger, dijo: "Si George [W.] Bush decidiera desencadenar sus tropas contra Siria e Irán ... yo mismo sería de la opinión de que debería ser destituido (5) ... "Irán, Siria e incluso Arabia Saudí, cada vez más criticada, están en la línea de fuego.

La evolución de estos tres países agravará las tensiones en Estados Unidos entre tradicionalistas y neoconservadores. En Irán, el primero querrá cultivar los lazos con los iraníes moderados para fomentar la reforma a largo plazo del sistema político, negociar una solución a la cuestión nuclear, mantener un suministro estable de petróleo y, además, cooperar mejor con los chiíes de Irak. Convencidos de la dificultad de una operación militar contra Teherán, prefieren apoyar los cambios en curso. Por el contrario, los neoconservadores carecen del mínimo de paciencia necesario para buscar un acuerdo con estos clérigos "no tan fundamentalistas", con la "ingenua" esperanza de que renuncien, "como prometieron", a las armas nucleares. Esto sugiere una confrontación inminente (léase "amenaza iraní, amenaza sobre Irán").

En cuanto a Siria, Washington quiere que deje de apoyar a los militantes palestinos y al Hezbolá libanés. Los tradicionalistas estarán sin duda dispuestos a concederle, a cambio de estas concesiones, garantías sobre el Líbano, los Altos del Golán y la estabilidad del régimen baasista. Los halcones, en cambio, parecen empeñados en la confrontación, acusando a Damasco de albergar las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, si no a él. Las fuerzas estadounidenses en Irak han llegado a entrar en Siria, que está considerada como "uno de los aliados de inteligencia más eficaces de la CIA en la lucha contra Al Qaeda" (6).

Arabia Saudí ilustra la oposición radical entre tradicionalistas y neoconservadores. Los primeros, preocupados sobre todo por el petróleo, siempre han mantenido una relación protectora con la monarquía saudí, que, desde el pacto establecido en 1945 con el presidente Franklin D. Roosevelt, ha garantizado el acceso estadounidense a recursos petrolíferos seguros y baratos. Estos últimos pretenden ser "duros" con Riad, al que, además de su apoyo a la causa palestina y al radicalismo islámico, se le acusa de haber financiado o conocido los atentados del 11 de septiembre. El hecho de que Osama Ben Laden y la mayoría de los secuestradores sean saudíes es un claro indicio de los peligros del wahabismo radical. Los neoconservadores, que descuidaron el wahabismo durante la Guerra Fría, exigen ahora que el régimen saudí se separe de esta vertiente del islam, sobre la que descansa su legitimidad.

Este ataque total y sus previsibles efectos preocupan a los defensores moderados de la política exterior. Quienes están en Estados Unidos y en todo el mundo temen que los fundamentalistas radicales puedan beneficiarse de una crisis en toda la región. Pero los partidarios de la línea dura no rehúyen la idea del cataclismo: los resultados negativos a corto plazo sólo pondrán de manifiesto la naturaleza antidemocrática de los regímenes y las sociedades que engendran el terrorismo, y "en una serie de movimientos y contramovimientos a lo largo del tiempo" (7) empujarán a Estados Unidos a ampliar la confrontación hasta que se establezca una cultura democrática en todo Oriente Medio.

¿Cambiará Irak el curso de la historia? Y si es así, ¿de qué manera? La ocupación y la reconstrucción de Irak es ahora un punto de partida. La historia demuestra lo difícil que es reconstruir la confianza, construir nuevas instituciones y solicitar la participación de los distintos grupos en una sociedad multiétnica bajo el control de una potencia extranjera. En los Balcanes, la presencia de un claro mandato internacional y de una administración civil cuya autoridad recayó en la comunidad internacional a través de las Naciones Unidas, hizo posible que todos los sectores de la población se sumaran a la reconstrucción política e impidió que las autoridades civiles y militares fueran objeto de resistencia.

La actual misión de Estados Unidos tiene una base más frágil. La ocupación estadounidense de Irak es el resultado de una invasión que la mayoría del mundo condenó, que ningún grupo sobre el terreno pidió y que destrozó la infraestructura civil del país: por tanto, debe empezar de cero para demostrar sus méritos a los iraquíes y al mundo. Esto no es en absoluto obvio, porque no se había preparado nada sobre el período de posguerra. Pero incluso el restablecimiento de la seguridad, que implica a estructuras que van desde la policía local hasta el sistema judicial nacional, está fuera de la competencia del ejército. Es como si Washington creyera que puede recuperar intacto el aparato estatal baasista.

El estado de devastación del país y la ambición de los objetivos estadounidenses requieren un enorme compromiso financiero y humano. Si Washington persiste en su rumbo unilateral, este esfuerzo dependerá únicamente de sus recursos. Pero la mitad de sus tropas de combate están en Irak, y el coste de la ocupación se estima en 60.000 millones de dólares al año. Los ingresos del petróleo no cubrirán estos costes durante años. La complacencia estadounidense respecto a las dimensiones diplomáticas y políticas de su acción puede obligarle a recurrir a sus propias reservas de forma desorbitada. Nadie querrá subvencionar este esfuerzo si Estados Unidos mantiene la única autoridad política. Nada avanzará sin una legitimidad más amplia.

Los aliados, especialmente los de la "vieja Europa", se han sentido insultados y hasta ahora han hecho oídos sordos a las peticiones de nuevas tropas. Buscando desesperadamente un títere del Tercer Mundo, a ser posible musulmán, con el que compartir la carga, Estados Unidos vuelve a recurrir a Turquía. El subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, ilustró su concepción de la democracia criticando al ejército turco por no enviar tropas en primer lugar, a pesar de la oposición parlamentaria.

Los continuos ataques a las fuerzas de ocupación hacen que la participación de otros países sea más imperativa y más difícil. Pero es la reacción de los principales actores sociales de Irak la que determinará el destino de la intervención. El colapso de la infraestructura social está generando una ira que está siendo alimentada por los esfuerzos de Estados Unidos para mantener el poder. Las manifestaciones y los llamamientos al fin de la ocupación se sucedieron. En los puestos de control y durante las redadas, la muerte de familias enteras se convirtió en algo habitual. La resistencia armada, inicialmente esporádica, se intensificó. Los soldados estadounidenses se dieron cuenta de que ahora eran percibidos como "ocupantes" en lugar de "liberadores".

Al cancelar las elecciones locales, las autoridades estadounidenses reunieron apresuradamente un Consejo de Gobierno. Algunos iraquíes, en su mayoría chiíes, esperan; otros asesinan a los colaboradores. ¿Qué tamaño tendrá la resistencia armada? Nadie lo sabe, pero sería insensato pensar que se limitará a los leales a Saddam Hussein, a Al-Qaeda o a los militantes árabes extranjeros. Lo que sí sabemos es qué factores determinarán si se restablecen o no las infraestructuras, si se satisfacen o no las necesidades sociales básicas, si el poder está o no en manos de los iraquíes, si se trata con justicia a los distintos grupos étnicos, tribales, regionales y religiosos.

Los kurdos, que tienen su propio gobierno desde 1991, se presentan ante Washington como aliados, e incluso han acallado demandas que podrían alejarlos de Estados Unidos. Los suníes, que han perdido su posición dominante, albergan resentimiento. Los musulmanes y los cristianos seculares desconfían del potencial de islamización. En cuanto a los chiíes (60% de la población), reprimidos bajo el régimen baasista, son los que más pueden ganar con un nuevo orden y podrían estar a favor de la intervención. El proyecto estadounidense no puede tener éxito sin su cooperación.

¿Nueva teocracia religiosa?

Asimismo, la resistencia tiene pocas posibilidades de éxito sin los chiíes. Si incluye a los chiíes, los estadounidenses no podrán reprimirla sin destruir el país y, al mismo tiempo, toda la legitimidad moral y política. Pero la dominación chiíta amenazaría la unidad del país, empujando a los kurdos hacia la autonomía y alienando a los suníes, a los cristianos y a los iraquíes seculares. El éxito o el fracaso de la empresa estadounidense dependerá, por tanto, del equilibrio preciso que los chiíes logren entre el apoyo, la contención y la hostilidad.

Se espera que el Consejo de Gobierno iraquí nombrado por Estados Unidos, de mayoría chiíta, sirva de vehículo para la reconstrucción nacional unitaria. Pero la comunidad chiíta está impaciente. Los ayatolás de Nayaf, la ciudad más sagrada del Islam chiíta, sólo han mostrado una tolerancia limitada hacia la presencia estadounidense.

El miembro más venerado del consejo de clérigos islámicos de Nayaf, la Hawza al-Ilmiya, el ayatolá Alí Sistani, siempre ha sido partidario de un régimen chiíta: emitió una fatwa en la que pedía que fueran los iraquíes y no las autoridades estadounidenses quienes eligieran a los miembros de un comité encargado de redactar una constitución que se sometería a votación. Dirigida hasta su asesinato, el 29 de agosto de 2003, por el ayatolá Baker Al-Hakim, la Asamblea Suprema de la Revolución Islámica de Irak (Asrii) tiene su propia ala militar (la Brigada Al-Badr) y tenía su sede en Irán en la época de Sadam Husein; forma parte del Consejo de Gobierno. El carisma del imán Muqtada Al-Sadr, hijo de un venerado clérigo asesinado por los baasistas, resuena entre los jóvenes y los desfavorecidos. Reúne grandes manifestaciones, saludadas con mensajes de apoyo de Irán, para denunciar la cobardía del Consejo de Gobierno, de Estados Unidos, del Sr. Saddam Hussein y del colonialismo, y pide un régimen religioso al estilo iraní. Sin embargo, evita abogar por la resistencia armada, a la que se opone la Hawza.

¿Cómo se resolverá el debate entre el apoyo de la comunidad chiíta a una democracia laica y su apoyo a una teocracia religiosa, así como entre los chiítas, otros grupos iraquíes y las autoridades estadounidenses? Al tratar de asegurarse el apoyo chiíta, Estados Unidos corre el riesgo de avivar las llamas del fundamentalismo.

Así, en el pobre barrio bagdadí de Ciudad Saddam, que se ha convertido en Ciudad Sadr, las milicias vinculadas a Muqtada Al-Sadr, financiadas con "ladrillos de dinares" de las fuerzas estadounidenses, participan a su manera en la restauración del orden. Exigen que se quemen los cines, que se golpee a los vendedores de bebidas alcohólicas y a los hombres que se niegan a dejarse crecer la barba, que se imponga el velo a todas las mujeres, incluidas las cristianas, y que se castigue con la muerte a las "pecadoras" y a las mujeres que no llevan velo (8).

Estas imágenes reavivan el temor a que se repita lo de Irán o Afganistán. Si un régimen de ayatolás se impusiera en Bagdad, la unidad del Estado iraquí se vería comprometida, el fundamentalismo chií transnacional tendría carta blanca y Washington sufriría un desastre político. Más que ninguna otra, la cuestión chiíta revela la contradicción entre el objetivo declarado de Estados Unidos de permitir que Irak se democratice y la necesidad absoluta de controlar la operación hasta el final. Pero ¿Qué puede negar Washington a los chiíes, cuya mera abstención es suficiente para causar problemas?

Si quieren que los reformistas árabes les tomen en serio cuando dicen estar comprometidos con la democracia, deben dejar de fomentar las detenciones masivas y la tortura. Si quieren que los nacionalistas árabes moderados les tomen en serio cuando dicen estar preocupados por el futuro de la cultura árabe o por la amenaza que suponen las armas de destrucción masiva, deben dejar de apoyar incondicionalmente las políticas agresivas de Israel, y trabajar para promover un plan de paz que tenga en cuenta el enfado palestino por la ocupación y los asentamientos tanto como las preocupaciones israelíes por la seguridad.

Dada la genealogía del proyecto neoconservador, ese cambio parece poco probable. Sin embargo, si la estrategia regional de Estados Unidos se utiliza para imponer nuevas injusticias a los palestinos, muchos árabes la verán, con razón, como una herramienta para satisfacer la intransigencia israelí. Si Estados Unidos quiere que los árabes le crean realmente cuando dice que apoya la autodeterminación, no puede pedir a la democracia iraquí que se disfrace de nueva tiranía. Si no pueden mostrar este mínimo de respeto por la región que dicen querer reformar, las contradicciones internas de su política se harán evidentes, más allá del pequeño círculo de complacientes think tanks y medios de comunicación de Washington, para los pueblos de Oriente Medio.

Tras el fracaso de los Estados Unidos

El objetivo estratégico de Washington sólo puede alcanzarse si Irak se transforma con la suficiente rapidez en un Estado soberano, estable, unificado, democrático y no teocrático. Esta es la condición para garantizar la seguridad de Oriente Medio y del resto del mundo, pero también para que los neoconservadores logren su objetivo bélico: crear una base que sirva tanto a los intereses geopolíticos estadounidenses como a la democratización del mundo árabe. Para lograr este objetivo, Estados Unidos tendrá que aceptar la pérdida de hombres e incurrir en enormes gastos, aunque su población viva en una época de recortes presupuestarios. Los otros resultados probables –la ruptura del Estado iraquí, la pobreza generalizada, el malestar y la resistencia, la prolongación de la ocupación extranjera, el auge del fundamentalismo o el gobierno autoritario– supondrían un grave fracaso político para Estados Unidos.

Para el mundo árabe, sería peligroso sentarse a esperar el fracaso de Estados Unidos, que, mientras prolonga su ocupación de Irak, podría provocar un "cambio de régimen" en otros lugares. Los potenciales destinatarios de esta última, los Estados árabes y todos los países en desarrollo, deben tomar la iniciativa política y moral. Las estructuras internacionales como las Naciones Unidas, la Liga Árabe y el Movimiento de los No Alineados, diseñadas para la Guerra Fría, ya no funcionan. El precedente estadounidense de la guerra preventiva amenaza con convertirse en una norma universal de conflicto.

Para evitarlo, necesitamos nuevas estructuras de solidaridad, que vayan más allá de los parámetros tradicionales de las relaciones interestatales. Las naciones independientes deben comprometerse a respetar las normas del derecho internacional en sus conflictos, a condenar toda acción militar preventiva, a no prestar apoyo (bases, derechos de sobrevuelo, etc.) y a promover las reformas democráticas, incluso si esto significa un "cambio de régimen". Más que un tratado, esta iniciativa debe ser un foro para la reforma democrática y, en el mundo musulmán, la reforma islámica.

Sin demora, la ONU debe tomar el relevo en Irak. Estados Unidos ha comprendido la necesidad de un mandato internacional. Esto es un paso adelante, pero se necesitan muchos más.

Al "ganar" la guerra de Irak, Washington nos ha puesto a prueba a todos. Si Bagdad no se convierte, como ha prometido, en un polo de atracción estable que catalice la democratización de Oriente Medio, Estados Unidos se encontrará debilitado y más expuesto al peligro; las perspectivas de reforma en el mundo árabe serán más problemáticas. Del mismo modo, si Irak y otros Estados árabes no encuentran su propio camino hacia la democracia y la legitimidad popular, las consecuencias serán desastrosas. Las posibilidades de éxito, tal y como Estados Unidos lo ha definido para sí mismo y para el resto del mundo, parecen remotas. Sea cual sea la intención de Estados Unidos al conquistar Irak, este es el resultado, para ellos y para nosotros.



(1) International Herald Tribune, 3 octubre 2002. Lire aussi Henry Kissinger, «Irak Poses Most Consequential Foreign-Policy Decision for Bush», Chicago Tribune, 11 agosto 2002.

(2) Idem.

(3) Lire Philip S. Golub, «Métamorphoses d’une politique impériale», Le Monde diplomatique, marzo 2003.

(4) Rapport du PNAC, 2000.

(5) «Lawrence Eagleburger: Bush Should Be Impeached if he Invades Syria or Iran», 14 abril 2003.

(6) Seymour M. Hersh, «The Syrian Bet: Did the Bush Administration Burn a Useful Source on Al Qaeda?», The New Yorker, 28 julio 2003.

(7) Jeffrey Bell, cité par Joshua Micah Marshall dans «Practice to Deceive», The Washington Monthly Online, abril 2003.

(8) Susan Sachs, «Shiite Leaders Compete to Govern an Iraqi Slum», The New York Times, 25 mayo 2003.

(9) Lire Edward W. Said, «L’humanisme, dernier rempart contre la barbarie», Le Monde diplomatique, septiembre 2003.

Crisis y reforma en el mundo árabe

Octubre 2005

Cuando el pueblo iraquí vota el 15 de octubre un proyecto de Constitución muy controvertido, el debate prosigue en el mundo árabe sobre qué camino tomar para sacar a la región de la crisis, de la miseria y del autoritarismo. Aun existiendo un amplio consenso para oponerse a las reformas impuestas por el extranjero, cada vez son más las voces que llaman a salir del statu quo y a avanzar sobre el camino de la democracia.

La invasión y la ocupación de Irak han puesto en movimiento poderosas e imprevisibles tendencias geopolíticas en Oriente Próximo y aún más allá. Una de ellas es la dinámica de democratización y reforma iniciada en el mundo árabe, cuyo mérito se atribuye la Administración estadounidense. Esa reivindicación tardía se funda en las elecciones iraquíes y en los recientes acontecimientos en el Líbano. Pero la realidad parece ser más compleja: contradictoria en sus efectos, la política estadounidense constituye una de las tres vías potenciales de reforma, junto a las que se pueden calificar de islamista y de progresista autóctona.

Los fundamentos teóricos del proyecto estadounidense son conocidos. La guerra en Irak deriva de un prolongado trabajo intelectual y político de un pequeño grupo de neoconservadores, comenzando por Norman Podhoretz, Richard Pearle, David Frum, Bernard Lewis, Fuad Ajami, además del favorito del presidente George W. Bush, el ex disidente soviético y político israelí de derechas Natan Sharansky. Todos comparten la misma visión de un mundo árabe sumido en una decadencia persistente, generada por las fisuras culturales, psicológicas y religiosas de las sociedades árabes (o islámicas). Esa genética explicaría el desencadenamiento de una violencia terrorista cada vez más virulenta, e impediría la democratización, imaginada como único remedio a todos esos males.

Según los neocons, frente a ese terrorismo que en cualquier momento pude recurrir a las armas de destrucción masiva, químicas, bacteriológicas e incluso nucleares, los Estados Unidos no puede esperar que los Estados se reformen por sí mismos; debe actuar para modificar el curso de la historia en el mundo árabe-musulmán, liquidar sus taras y obligarlo a democratizarse. Sólo EE.UU puede hacerlo, y de ser necesario, por la fuerza.

Con su coherencia, ese wilsonismo de derechas resulta seductor. La abstracta invocación a la "democracia" sirve de justificación última a las acciones de los EE.UU. Unidos, como en otras épocas el "socialismo" servía a la Unión Soviética. La importancia de la guerra en Irak no se debe únicamente a los beneficios que la misma podría aportar a ese país, sino al hecho de que representaría una etapa en la creación de un nuevo marco geopolítico: un sistema global de seguridad y de reforma, administrado desde Washington, supuestamente en beneficio de todos, incluso del sufrido mundo árabe.

En síntesis, esa guerra representa –en la visión de los neocons– el paso de abstracciones tales como el mal y la democracia a un proyecto concreto de conquista, ocupación y transformación. Pero la guerra pone en evidencia también sus consecuencias. Los ideólogos de Washington habían prometido una rápida transición a un Estado iraquí independiente, estable, unificado y laico, modelo de democratización para Oriente Próximo. En lugar de eso, la intervención ha desembocado en una tragedia que ha costado la vida a miles de soldados y a decenas de miles de civiles, ha destruido ciudades enteras y ha reinstalado las celdas de torturas, sin lograr no obstante garantizar la seguridad de los ciudadanos ni el suministro de agua, electricidad o gas: una sociedad en ruinas, al borde de la guerra civil, transformada, según los servicios de información, en una enorme fábrica de terrorismo.

Los observadores más perspicaces ven allí un fracaso sin precedentes, y hasta un crimen que ningún plan de reforma regional puede justificar ni reparar. "Hemos logrado organizar elecciones", replican los neoconservadores. Y un teórico alaba la "irresistible participación popular" en esos comicios de enero de 2005, que habrían "devuelto el poder al 80% de la población iraquí: los kurdos y los chiitas". A su entender, ese habría sido el germen de los acontecimientos del Líbano, de Egipto y del Golfo. Y cita al dirigente druso Walid Jumblatt, para quien la "revolución libanesa se inició a raíz de la invasión estadounidense en Irak": las elecciones habrían simbolizado "el comienzo de un nuevo mundo árabe". Esos comicios, concluye Charles Krauthammer, marcan un "giro histórico", prueban que "Estados Unidos es un país verdaderamente aferrado a la democracia" y "justifican" no sólo la invasión de Irak, sino toda la "doctrina Bush, sinónimo de política exterior neoconservadora" (2).

Tanto entusiasmo inspira escepticismo. En un principio, Estados Unidos no deseaba esas elecciones, que fueron impuestas por el ayatolá Alí Sistani. Además, todos los partidos victoriosos prometían la retirada estadounidense. La irresistible participación llegó a apenas al 58% de los electores inscritos, y a sólo... 2% en las regiones suníes. Y el jefe de redacción del Beirut Daily Star se burla de la idea de que los libaneses se hubiesen inspirado en Irak: "El único que afirma semejante cosa es Walid Jumblat". Por otra parte, los acontecimientos que siguieron enfriaron a los más eufóricos. Como dice un alto funcionario estadounidense "lo que queríamos hacer nunca fue realista. (...) Ahora nos estamos liberando de ese irrealismo que reinaba al principio" (3). La última vez que los estadounidenses se manifestaron "sorprendidos y conmovidos" por "la importante participación" en unas elecciones, "a pesar de la campaña terrorista de desestabilización" (4) el porcentaje de votantes llegó al 83%: era en Vietnam, en 1967...

El poder creciente de los partidos chiitas confirma el carácter fáustico del pacto que Estados Unidos selló con el clero chiita conservador: los vínculos de esos religiosos con Irán evidentemente se oponen a las pretensiones democráticas del proyecto estadounidense. En la difícil elaboración de la Constitución, Washington presionó para evitar cualquier ruptura de las negociaciones, pero también para impedir cualquier solución comprometedora sobre los controvertidos temas del federalismo y del papel del islam. Y ambos puntos están relacionados: el fundamentalismo de inspiración iraní se arraigó localmente con tanta fuerza –como en Basora, donde los británicos compraron una relativa calma dejando que se construyera un régimen social estrictamente fundamentalista– que algunos chiítas proponen establecer una región autónoma gobernada de acuerdo con su interpretación de la sharia, cosa que a los estadounidenses les costará mucho impedir. ¡Qué paradoja! "Nosotros planificamos establecer la democracia –comenta un funcionario estadounidense– pero progresivamente nos damos cuenta de que terminaremos en una especie de república islámica" (5).

La historia de Oriente Próximo ha estado marcada desde mucho tiempo atrás por la tensión entre la dominación occidental y la exigencia árabe de independencia, focalizada en el petróleo, la Guerra Fría y la creación de Israel. En el último periodo, el islamismo ha reemplazado al nacionalismo y al socialismo árabes en el liderazgo de la resistencia a las presiones de Occidente. Sin embargo, a pesar de los aparentes antagonismos, Washington y sus aliados europeos siempre han convivido –de una manera o de otra– con los movimientos islamistas.

Arabia Saudí, el país musulmán más conservador del mundo árabe, fue a la vez durante mucho tiempo el más amigo de Estados Unidos. El apoyo de Washington al Shah de Irán (desde el punto de vista de los iraníes), y la posterior crisis de los rehenes en 1979-1980 (desde el punto de vista de los estadounidenses), volvieron más conflictivas las relaciones entre ambos países. En el caso de Argelia, Occidente aceptó que se recurriera a la anulación de elecciones democráticas para impedir la llegada al poder de los fundamentalistas. En cambio, toleró en Turquía el ascenso al Gobierno de un partido de tradición islamista, ciertamente más moderado, que no participó en la invasión de Irak. Resulta innegable que en Ankara la perspectiva de adherirse a la Unión Europea pesa mucho en las decisiones de todos los actores de la vida institucional. Como subraya el investigador Mahmood Mamdani (6), lo que guía la política estadounidense no es tanto un rechazo a priori del fundamentalismo, o la permanente defensa de la democracia, sino la búsqueda del mejor medio para garantizar su dominio.

Últimamente, la actual Administración juega una nueva carta: se declara dispuesta a modificar el statu quo en nombre de la democracia. Así, la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, anunció recientemente una profunda revisión de una diplomacia que, durante 60 años, "tendía a la estabilidad a expensas de la democracia (...) sin lograr ninguna de las dos cosas" (7). ¿Qué valor tiene ese compromiso con el ideal "universal" de la "democracia en sí misma y por sí misma"? (8). ¿Avalará Washington una victoria de los Hermanos Musulmanes en Egipto; de los partidarios de Osama Ben Laden en Arabia Saudí; del Hezbollah en el Líbano; de Hamas en Palestina; o de los fundamentalistas chiitas en Irak?

La dificultad es tan manifiesta, que incluso ciertos defensores del presidente Bush "se lamentan" de la "desviación democrática" en la "guerra contra el islam militante" (9). De hecho, teniendo en cuenta las contradicciones que genera su propia acción, sus intereses bien entendidos y los hechos concretos, ¿cómo explicar que responsables estadounidenses se encierren en esa estrategia contraproducente de "democracia por sí misma"? ¿O creen poder derrotar más fácilmente a los islamistas radicales cuando éstos lleguen al poder? ¿Se trata de la exposición racional de una política con objetivos inconfesables, o que ellos mismos ignoran? Conscientes de la influencia del Likud sobre los neoconservadores, algunos observadores sugieren que éstos en realidad desean desestabilizar y debilitar a los Estados árabes, aunque sea al precio del fundamentalismo.

La Administración de Bush constituye casi un enigma, hastaa tal punto sus intenciones declaradas son incompatibles con los intereses estadounidenses. Cuando los jefes religiosos fundamentalistas chiítas tomaron el poder en Irán, Estados Unidos dio marcha atrás en su retórica de derechos humanos. ¿Pero si Washington mismo lleva al poder a los dirigentes fundamentalistas chiitas en Irak, suavizará por ello su postura anti-islamista? ¿Y si el día de mañana un movimiento como Hamas accediera al poder en otro país, volverá Washington a los pactos de estabilidad antifundamentalistas con las elites autoritarias, como antes del 11 de septiembre?

La confusión existente en las posiciones occidentales respecto del islamismo y de la democracia, no nos dispensa a nosotros, árabes y musulmanes, de aclarar nuestra propia posición. Entre nosotros existen numerosas formas de fundamentalismo, pero la relación simple y pura que cada uno de ellos reivindica con la religión musulmana es en realidad compleja. La mayoría son herederos de una historia de quietismo político, favorable a la reforma en nombre de los principios islámicos. Algunos militan políticamente, y relacionan la corrupción y la autocracia de los Estados árabes con el laicismo y la apostasía, preconizando la reforma a través de la reislamización del Estado; ya sea tomando su control, ya sea provocando una corriente imparable en tal sentido. Los sectores más descontentos han generado un nuevo tipo de islamismo; esos yihadistas, consideran que las sociedades árabes modernas están corrompidas por su asimilación de los valores occidentales heréticos, y han decidido declararle la guerra para poder reconstruir y purificar la umma. Así explotan inteligentemente las tensiones existentes dentro de la población musulmana de Europa, convertida en el primer vector de difusión de esa ideología.

Es imposible entender el éxito de los fundamentalistas si no se ve hasta qué punto se entremezclan la religión, las cuestiones de clase, los problemas culturales, y la política. En muchos países musulmanes las masas populares están atrapadas por la pobreza, perturbadas por la conmoción de las costumbres tradicionales, enfurecidas por las promesas incumplidas de la globalización, a menudo desesperadas, pero incapaces de abandonar su país, en tanto que las élites occidentales recorren el mundo. Todo eso, a falta de una alternativa secular y popular, ofrece un terreno fértil a los cantos de sirena del fundamentalismo. Y hace a la vez que cualquier posibilidad real de democratización sea a menudo sinónimo de islamización.

Quizá fuimos demasiado presuntuosos ante el surgimiento de esas ideologías embanderadas con el Corán. Sin embargo tenemos los medios para afrontarlas eficazmente, respetando nuestras tradiciones y nuestra cultura. En mi país, el rey Mohamed VI, dando muestras de coraje, ha organizado la modernización del código de familia, a pesar de la fuerte oposición de los grupos islamistas, que intimidaban a muchos partidos políticos laicos. En síntesis, está a nuestro alcance dar respuesta al desafío fundamentalista en nuestros países.

Quiero dejar clara mi posición: soy favorable a una política moderada, progresista y abierta a todos los ciudadanos, tolerante con las diversas visiones del papel de la religión en la vida política. La independencia de las esferas política y religiosa no es una garantía contra la corrupción o las políticas reaccionarias, pero yo me opongo a cualquier tipo de régimen teocrático, incompatible con una sana cultura democrática. Sin dejar de respetar el islam, el Estado debe mantenerse independiente de las autoridades religiosas, pero también debe evitar castigar a los más religiosos reduciendo su acceso a la educación o a la vida pública.

Esas cuestiones deben ser resueltas en un marco constitucional democrático aceptado por todos los partidos. Eso requiere importantes garantías institucionales, pero –en un contexto de verdadera equidad política y de separación de poderes– los movimientos islamistas pueden ser parte integrante de la vida política de su país. Basta con no temer al islamismo como fuerza potencial de desestabilización. Y para ello, es necesario entender que se puede transformar integrándolo a la vida democrática.

Que va faire Washington face à l’Iran?

El debate sobre islamismo y democracia resulta doloroso en nuestras sociedades, pero se vuelve explosivo si le sumamos el doble rasero que se aplica en Palestina o en Irak, la obsesiva "guerra contra el terrorismo", y los prejuicios omnipresentes en cuanto se toca el tema del islam. Entre los factores que han llevado a los fundamentalistas a posiciones cada vez más extremas, está la suficiencia de los árabes, pero también la arrogancia de Occidente.

Por lo tanto, el mundo árabe tiene mucha necesidad de debatir sobre el camino que puede llevarlo hacia la reforma y la democratización, y también hacia una reconfiguración progresiva de la fe y de la política. Comprendemos el interés que nuestros amigos de todo el mundo manifiestan por ese debate y su deseo de impulsar las alternativas más pacíficas y más democráticas. Pero no podemos aceptar que una nación, sea cual sea, se arrogue el derecho de resolver nuestros problemas por medio de la fuerza militar. La democracia sólo crecerá en nuestras sociedades si echa raíces en su suelo y se desarrolla desde el interior.

En Irán, la amenaza estadounidense ha contribuido a la victoria, sorpresiva pero democrática, de un candidato conservador. En otras latitudes, partidos como Hamas o Hezbollah han logrado poner el islam a la vanguardia de las luchas nacionales, y también ganar elecciones democráticas. Irak se ha vuelto un terreno fértil para todos los extremismos. En síntesis, si el fundamentalismo no abre –por sí mismo o combinado con la democracia o el nacionalismo– un camino deseable hacia la reforma, en cuanto es percibido como el único socio de la democracia o del nacionalismo se convierte en un inevitable rodeo en la muy larga ruta hacia una sociedad progresista.

Por otra parte, el diálogo debe ser en ambos sentidos. Nosotros también tenemos derecho a intervenir en ciertos debates importantes de nuestros amigos, para apoyar las opciones que nos parezcan más fructuosas. Después de todo, nosotros también estamos interesados en las decisiones que se adopten. Y si los críticos estadounidenses del mundo árabe, incluso los neoconservadores, indiscutiblemente han identificado tendencias peligrosas dentro de nuestras sociedades, nosotros podemos devolver la crítica.

Lo que está emergiendo ante nuestros ojos es una nueva y poderosa configuración política que mezcla el fundamentalismo cristiano de derechas con el sionismo estadounidense militante y con un militarismo ilimitado. Bajo el mito de la bandera, la familia y la Iglesia, la política interior estadounidense se proyecta hacia afuera en forma de política exterior agresiva, unilateral y arrogante. Ese bloque dirige la intervención en Irak y en otros países, justificando así la violencia y desmintiendo sus propios discursos altruistas. Lo que explica la dificultad de modificar tal indisociable política interna y externa.

Esta última, se explica también por la creciente desecularización de la política y del Estado en Estados Unidos. Prueba de ello fue el feroz conflicto sobre la suerte de Terry Schiavo, o los desatados respecto a la invocación en los tribunales de los Diez mandamientos, o para decidir hasta dónde el Gobierno debe ser –según dijo un magistrado del Tribunal Supremo– el "ministerio de Dios" (10). El propio Presidente consideró necesario intervenir en un debate sobre la teoría de la evolución, y contra los principios básicos de la ciencia. Un miembro republicano del Congreso admitió que "el partido republicano de Lincoln se ha convertido en un partido teocrático" (11).

Esa simbiosis explica sin duda la facilidad con que se tolera la tortura o se otorga al principal dirigente poderes ilimitados, que le permiten detener por tiempo indefinido y sin juicio a personas que ni siquiera están formalmente acusadas de nada. Pero también explica la incapacidad de una nación tan poderosa para relativizar su propio lugar en el mundo, para reconocer sus fracasos y sus faltas, para comprender que no todos los países del mundo tratan de imitarla. Y su propensión a tomar la ignorancia por inocencia, la arrogancia por superpotencia, y la combinación de ambas por ingenuidad.

Es hora de que esas cuestiones sean objeto de un debate nacional en Estados Unidos. Como amigos respetuosos, nosotros apoyaremos las soluciones compatibles, a nuestro entender, con las tradiciones democráticas que desde siempre motivan nuestra admiración por ese país. Es por eso por lo que en materia de reformas no optamos por el camino neoconservador ni por el de los fundamentalistas. ¿Se presentará otra vía diferente en un futuro cercano? En todo caso, resulta difícil imaginarla, viendo las profundas e imprevisibles repercusiones de la guerra en Irak.

¿Qué hará Estados Unidos frente a Irán? Los observadores razonables consideran que el lodazal en que se ha convertido Irak hace inconcebible la hipótesis de una nueva acción militar, aún más teniendo en cuenta que el liderazgo chiita en Irak disipa cualquier veleidad de agresión. Por otra parte, las excusas presentadas a Teherán por los nuevos dirigentes de Bagdad respecto de la guerra entre ambos países (1980-1988), ponen los cimientos de una nueva alianza militar: ¿acaso no juraron que nunca permitirán un ataque contra el vecino a partir del propio territorio?

Sin embargo, esas consideraciones no han logrado detener la retórica agresiva contra Teherán, con la excusa –una vez más– de las armas de destrucción masiva. El vicepresidente Richard Cheney amenazó incluso con atacar Irán con armas nucleares ante la eventualidad de una nueva agresión terrorista en Estados Unidos, aun cuando Teherán no tuviera nada que ver. Para los neoconservadores, Hamas y Hezbollah pueden esperar, pero Irán es un Estado poderoso, reforzado aún más por la destrucción de sus principales enemigos (los talibanes, el régimen iraquí). Actualmente, Irán ejerce una gran influencia sobre Irak e inspira una esfera regional de influencia chiita transnacional. Para colmo, es una potencia militar temible, capaz de producir armas nucleares, aunque nada prueba que tenga tal intención.

Esos son los motivos que podrían llevar a Washington a considerar que la destrucción de Irán es la única manera de impedir que ese país se convierta en un obstáculo irreversible a la dominación estadounidense-israelí de la región. Por otra parte, para el "neoconservadurismo en el poder" se trata de una lógica extensión de su estrategia de "destrucción creadora" (12). Ese eventual ataque, aún llevado a cabo por fuerzas israelíes con el acuerdo de Estados Unidos, pondría en marcha en Oriente Próximo un desastroso engranaje de violencia y de inestabilidad.

Por lo demás, Oriente Próximo sigue evolucionando. El hecho de que Siria se haya retirado del Líbano es un signo de debilidad por su parte, pero también puede servirle para consolidar sus fuerzas, sin que pueda saberse si eso llevará a una reforma democrática, a la represión de una posible rebelión (suní o kurda) o a una resistencia contra las amenazas estadounidenses. Liberado de la ocupación siria, ¿volverá el Líbano a caer en la guerra civil, o logrará reconciliar democráticamente, sin injerencia extranjera, sus 17 confesiones, desde maronitas hasta chiítas? En Egipto, ¿asistimos al comienzo o al fin de la apertura democrática? En Arabia Saudí, elecciones municipales muy controladas beneficiaron a los wahabitas rigoristas. En otros países será difícil domesticar sociedades civiles árabes enardecidas. En ese contexto incierto, naciones moderadas como Marruecos, Bahrein y Jordania han dado pasos titubeantes hacia la reforma.

Pero una verdadera reforma –autóctona, progresista y capaz de satisfacer las necesidades y las aspiraciones de nuestros pueblos– debe ir más allá de esa tímida democratización hecha de elecciones restringidas y de constitucionalismo limitado. Exige terminar con lo que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) califica en su Informe sobre el desarrollo humano árabe (2004) de "agujero negro del Estado árabe" (13). Según ese documento, la concentración del poder por parte del Ejecutivo –sea monárquico, militar, dictatorial o surgido de elecciones presidenciales con candidato único– crea "una especie de ‘agujero negro’ en el centro de la vida política" y "reduce su ambiente social a un conjunto estático donde nada cambia". Para salir de esa situación se necesitan reformas políticas y jurídicas enérgicas e inmediatas que respeten las libertades fundamentales de opinión, de expresión y de asociación, y que garanticen la independencia de la justicia aboliendo el "estado de urgencia (...) que se ha vuelto permanente, incluso cuando no existen peligros que lo justifiquen".

El informe del PNUD –documento digno de destacarse– pasa de los análisis históricos y teóricos sobre el concepto de libertad en el mundo árabe e islámico, a la crítica de "toda forma de ofensa a la dignidad humana, como el hambre, la enfermedad, la ignorancia, la pobreza y el miedo". Respetuoso con las culturas locales, el texto denuncia el "ambiente de represión reinante" y aboga en favor de una reconfiguración de las "estructuras económicas, políticas y sociales" que permita a los actores sociales y políticos progresistas utilizar "a su favor la crisis de los regímenes autoritarios y totalitarios".

El informe atribuye una responsabilidad particular a "la vanguardia intelectual y política de la región", que hasta ahora "había omitido cumplir su rol social de conciencia y guía de la nación". Algunos considerarán severo ese juicio que pasa por alto el coraje de los periodistas y de los disidentes que resisten a una represión despiadada. Sin embargo, los representantes de la sociedad civil deben "encontrar una posición intermedia para ellos y para el mundo árabe, sin ceder a la influencia de las grandes potencias ni caer en el pesimismo y en la violencia, hacia los que podrían dejarse arrastrar muchos jóvenes enfurecidos, despojados de márgenes de maniobra pacíficos y eficaces".

El tamaño de la tarea a realizar es abrumador. Buscar una salida al apocalipsis preparado por los dos adversarios-cómplices de la "destrucción creadora" (14) –cada uno de los cuales ve en el otro la encarnación del mal que debe ser destruido por medio de una guerra total– puede parecer imposible, y hasta inútil. Esa es sin embargo nuestra misión. A veces, en una situación marcada por tantos factores negativos, el deber de los progresistas consiste simplemente en mantener viva la posibilidad de lo positivo. La política volverá. En cada ciudad, en cada país, en cada región, debemos aumentar el número de actores que se oponen al apocalipsis y prefieren cumplir el papel de constructores de una existencia libre y mejor.



(1) Por el nombre del presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson, que después de la I Guerra Mundial, por medio de sus “Catorce puntos” abogó vigorosamente por el derecho a la autodeterminación de los pueblos... y el reemplazo de Gran Bretaña por Estados Unidos en Oriente Próximo.

(2) Charles Krauthammer, The Neoconservative Convergence Commentary, Nueva York, julio-agosto de 2005.

(3) Robin Wright, Ellen Knickmeyer, U.S. Lowers Sights On What Can Be Achieved in Iraq, Washington Post, 14 de agosto de 2005.

(4) US Encouraged by Vietnam Vote, New York Times, 4 de septiembre de 1967.

(5) Robin Wright, Ellen Knickmeyer, op. cit.

(6) Good Muslim, Bad Muslim. America, the Cold War and the Roots of Terror, Three Leaves Publishing, Nueva York, 2005.

(7) Secretary Rice Urges Democratic Change in the Middle East, http://usinfo. state.gov/mena/Archive/2005/Jun/20-589679.html, 20 de junio de 2005.

(8) Charles Krauthammer, op. cit.

(9) Andrew C. McCarthy, citado en Justin Raimondo, «Recanting the War: The neocons can’t keep their troops in line», www.antiwar.com/justin, 24 de agosto de 2005.

(10) Antonin Scalia, God’s Justice and Ours, First Things 123, http://www. firstthings.com/ftissues/ft0205/articles/scalia.html, mayo de 2002.

(11) Christopher Shays, representante republicano en el Congreso, New York Times, 23 de marzo de 2005.

(12) Michael Ledeen, Creative Destruction: How to Wage a Revolutionary War, National Review Online: http://www.nationalreview.com/contributors/ledeen092001. shtml 20 de septiembre de 2001.

(13) PNUD, Informe sobre el desarrollo humano en el mundo árabe, 2005, al que pertenecen las citas subsiguientes.

(14) Ver Walid Charara, Inestabilidad constructiva, Le Monde diplomatique, edición española, julio de 2005.

Todos los ingredientes de un desastre estratégico norteamericano

Del Mediterráneo al subcontinente indio

Febrero 2007

Imperturbable, el presidente George W. Bush está intensificando la intervención militar en Irak y considerando la posibilidad de actuar contra Irán. Nada le ha hecho cambiar de rumbo, ni los reveses de su ejército, ni la desautorización de los votantes estadounidenses, ni la oposición de un gran número de capitales extranjeras. En nombre de la amenaza chiíta, la Casa Blanca intenta reunir a su alrededor dirigentes árabes complacientes pero dudosos que dudan de la fiabilidad de la dirección estadounidense.

Después de la revolución iraní de 1979, algunos dirigentes políticos estadounidenses fueron seducidos por la idea de que las fuerzas islámicas podían ser utilizadas contra la Unión Soviética. Según esta teoría, elaborada por Zbigniew Brzezinski, consejero de seguridad nacional del presidente James Carter, existía un "arco de crisis" que se extendía desde Marruecos a Pakistán, zona donde se podía movilizar el "arco del islam" para contener la influencia soviética (1). Después de todo, en las décadas de los sesenta y setenta esas fuerzas islámicas conservadoras ya habían servido para marginar y llevar al fracaso a los partidos de izquierda y nacionalistas laicos en la región, y antes en Irán en 1953. El fundamentalismo iraní ¿no podría ser el catalizador de una insurrección musulmana en el "punto débil" de la Unión Soviética?

Ulteriormente, Estados Unidos osciló entre varias políticas en Oriente Próximo y Asia Central. Tenía un objetivo doble: la victoria en la guerra fría y el apoyo a Israel, pero los recursos utilizados y los Estados a los que apoyaba variaban hasta el punto de entrar a veces en conflicto. Estados Unidos apoyó oficialmente a Irak en la guerra contra Irán (1980-1988), al mismo tiempo que consentía la entrega de armas israelíes a Irán. En ese momento, los conservadores cercanos a Tel Aviv eran los que maniobraban activamente por un vuelco a favor de Teherán, porque Israel consideraba al nacionalismo laico árabe como su principal enemigo, y apoyaba a los Hermanos Musulmanes en los territorios palestinos ocupados para hacer contrapeso a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). El apogeo de esta estrategia fue la alianza de Washington con Arabia Saudí y Pakistán, que hizo posible en los años ochenta la creación de un ejército internacional de la yihad para combatir a la Unión Soviética en Afganistán (2).

En 1990, cuando la Unión Soviética se desmoronaba, Estados Unidos construyó una coalición internacional para sacar al ejército iraquí de Kuwait. Los Estados árabes, de Siria a Marruecos, respondieron positivamente a un llamamiento basado en el derecho internacional y las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Habían recibido la seguridad de que no se trataba sólo de salvar a una monarquía petrolera amiga, sino de establecer un nuevo orden basado en la justicia internacional. Una vez restablecida la soberanía de Kuwait, debían llevarse a la práctica todas las resoluciones de la ONU, incluso las que exigían la retirada israelí de los territorios palestinos ocupados.

A pesar de las presiones, la administración estadounidense decidió no derrocar el régimen del presidente Sadam Husein. "Para derrocar a Sadam... teníamos que comprometer fuerzas militares. Una vez desembarazados de Sadam Husein y de su gobierno, hubiéramos debido instaurar un gobierno nuevo. Pero ¿qué tipo de gobierno? ¿Un gobierno suní o un gobierno chiita, un gobierno kurdo o un régimen baasista? ¿O tal vez haríamos participar a algunos fundamentalistas islámicos? ¿Cuánto tiempo debiéramos habernos quedado en Bagdad para apuntalar ese gobierno? ¿Qué sucedería después de la retirada de las fuerzas estadounidenses? ¿Cuántas pérdidas podría aceptar Estados Unidos para tratar de asegurar la estabilidad? Mi opinión es que... hubiéramos cometido un error de quedarnos atascados en el atolladero iraquí. Y la pregunta que se me ocurre es ¿cuántas pérdidas estadounidenses suplementarias vale Sadam? La respuesta es: muy pocas" (3). Esta opinión mesurada era la del secretario de Estado de Defensa de la época, Richard Cheney. El actual vicepresidente de Estados Unidos...

A quienes entonces recomendaban vivamente un "cambio de régimen" en Bagdad se los podía tranquilizar con las sanciones infligidas a Irak durante más de una década. Se organizaron en grupos de presión, como el Project for the New American Century (Proyecto para la Nueva Centuria Americana), y construyeron metódicamente apoyo político para un futuro ataque contra Irak, cuando las circunstancias fueran propicias. Mientras tanto, los israelíes se sentían reconfortados al ver que el breve intento del secretario de Estado James Baker, a partir de la conferencia árabe-israelí de Madrid en octubre de 1991, de aplicar la política estadounidense oficial en Palestina era progresivamente abandonado. Después de 1996, el "proceso de paz" ya no era más que una cobertura para duplicar el número de colonos en Cisjordania.

Más al este del arco de la crisis, el desenlace de la guerra de Afganistán se decidía entre los jefes de la guerra de la Alianza del Norte y los talibanes. Con el fin de la guerra fría, Estados Unidos volvió a apoyarse totalmente en Pakistán, que a su vez se iba convirtiendo en un régimen militar islamizado, al que el Afganistán islamista le ofrecía una profundidad estratégica contra la India. La victoria de los talibanes, ampliamente favorecida por los servicios de información del ejército paquistaní, le permitió a Islamabad fortalecer sus vínculos con el nuevo régimen.

Así, durante todas esas décadas, Estados Unidos no tomó nunca en cuenta las aspiraciones de los pueblos árabes y musulmanes. Se implementaron políticas, se movilizaron ejércitos, se hicieron y deshicieron alianzas, se libraron guerras en las tierras y sobre los cuerpos de árabes y musulmanes, pero por razones siempre vinculadas con otros intereses. Tal como lo ilustran las incoherencias y los virajes de las políticas respecto a Irak, Irán, los fundamentalismos chiita y suní, la ideología de la yihad, la dictadura, la democracia, la monarquía absoluta, Yasser Arafat y la OLP, las colonias israelíes y el "proceso de paz", etc. Estados Unidos se movilizó por sus propios objetivos –ya fuera para garantizar su aprovisionamiento de petróleo, ganar la guerra fría, afirmar su hegemonía o apoyar a Israel– y, desde el momento en que alcanzaba uno de esos objetivos, se "olvidaba" de todas las preocupaciones de los árabes y musulmanes a los que había invocado para obtener su apoyo.

Nada resulta más insultante para el mundo árabe y musulmán que esa célebre respuesta de Brzezinski, tres años antes del 11 de septiembre de 2001, cuando ante una pregunta sobre su eventual arrepentimiento por haber permitido la implementación, gracias a la ayuda estadounidense, de un movimiento yihadista para provocar la invasión soviética en Afganistán, respondió: "¿Arrepentirme de qué?... ¿Qué es lo más importante al mirar la historia del mundo? ¿Los talibanes o la caída del imperio soviético? ¿Algunos islamistas excitados o la liberación de Europa Central y el fin de la guerra fría?" (4).

Fue en ese terreno donde tuvieron lugar los acontecimientos "que cambiaron el mundo" en estos últimos cinco años, desde los ataques del 11 de septiembre a la invasión y ocupación de Irak. En 2003, la única "victoria" estadounidense posible habría sido una transición rápida hacia un Estado estable, unificado, democrático, no teocrático y, sobre todo, no ocupado. Era una apuesta muy arriesgada y Estados Unidos la perdió. Según un general estadounidense retirado, se trata del "más grande desastre estratégico de la historia de Estados Unidos" (5). Esta derrota es irreversible.

El ganador es, sin ninguna duda, Irán. La estrategia estadounidense de desmantelamiento del ejército y de las estructuras baasistas del Estado iraquí permitió eliminar al enemigo tradicional de Teherán, mientras la confianza estadounidense en los clérigos chiitas ayudó a los aliados de Irán dentro de Irak. Así, Washington fortaleció al mismo Estado contra el cual pretendía luchar.

Las repercusiones son considerables tanto para Estados Unidos como para todo el mundo árabe-musulmán. El nacionalismo árabe, laico y de izquierdas, que había definido el marco ideológico de la resistencia a la dominación occidental, cedió terreno ante las corrientes islamistas que encierran esa resistencia en ideologías profundamente conservadoras. Los conflictos políticos en torno a la independencia nacional y las vías de desarrollo se mezclan con los enfrentamientos religiosos, culturales y comunitarios. En el pasado, este cambio de paradigma a veces fue alentado por Occidente. Hoy, la debacle estadounidense en Irak le da a Teherán nuevas ocasiones para retomar la antorcha del nacionalismo árabe bajo la bandera del Islam.

La República Islámica aparece como campeona de un nuevo frente de lucha que asocia el nacionalismo árabe con la ola ascendente de la resistencia islámica. Tiene cartas de triunfo importantes, porque puede facilitar o complicar la situación de las tropas estadounidenses, puede ayudar a que los israelíes fracasen en el Líbano gracias a sus aliados del Hezbolá, puede incluso tender una mano de socorro a los palestinos a través de su apoyo a Hamas. Su influencia se extiende hasta las regiones petroleras del Golfo de Arabia Saudí, de mayoría chiita. Y más aún, está en condiciones de llenar el inmenso vacío de poder regional creado con la destrucción del Estado iraquí, de pesar en el conflicto árabe-israelí y transformar la naturaleza misma de las relaciones seculares entre chiitas y suníes.

Las amenazas, especialmente militares, de Estados Unidos e Israel no hacen más que reforzar la importancia estratégica de Irán y valorizan su posición de vanguardia de la resistencia del mundo árabe-musulmán. Más aún porque Washington y Tel-Aviv se debaten en una contradicción: están persuadidos de la necesidad de una intervención armada, aunque limitada a bombardeos aéreos y a operaciones de las fuerzas especiales. Pero un ataque semejante no puede destruir el régimen, sino todo lo contrario. ¿Es por eso por lo que el presidente y el vicepresidente estadounidenses están considerando el uso de armas nucleares? (6) Claro que las consecuencias de semejante aventura en el plano regional e internacional serían incalculables. Pero Estados Unidos necesita restablecer su credibilidad y suscitar de nuevo el miedo sobre el que se sustenta todo imperio.

Otra estrategia discutida en Washington consiste en explotar la división confesional con ayuda de Arabia Saudí. Dos tendencia contradictorias están en marcha. La primera es un acercamiento entre suníes y chiitas, particularmente desde la guerra del Líbano del verano de 2006, que reveló afinidades evidentes entre Teherán y el Hezbolá, transformando al jeque Hassan Nasrallah en héroe del mundo árabe y, en menor grado, entre Teherán y Hamás. Un hecho sin precedentes es que ahora respetados religiosos suníes afirman que las diferencias con los chiitas están referidas a aspectos menores de la religión, foru’ más bien que osul. La segunda tendencia son las tensiones que la ocupación ha hecho surgir entre las dos familias del Islam, particularmente en Irak. En la medida en que desde hace siglos la población chiita, concentrada en regiones estratégicas, con frecuencia ha sido tratada despectivamente por los poderes suníes: por eso hay un terreno fértil para su resentimiento y cólera. A la inversa, las exacciones que cometen las milicias chiitas y la ejecución vergonzosa de Sadam Husein empujan a los suníes al odio.

Algunos dirigentes estadounidenses piensan que Riyad podría convertirse en el proveedor de fondos de un movimiento suní de resistencia a los chiitas desviados. En efecto, el régimen saudí es muy hostil a la perspectiva de que en la región se desarrolle la influencia de la teología chiita y de la República Islámica. Ya ha prometido proteger a los suníes iraquíes si es necesario. Arabia Saudí y las monarquías del Golfo, Egipto, Jordania, los kurdos, los suníes iraquíes y libaneses, y Al Fatah ¿podrán contra la influencia del Irán chiita, de la Siria alauí y de sus aliados, el Hezbolá libanés y el Hamás palestino? Para ser creíbles, los "moderados" árabes deberían poder ofrecer una solución equitativa y rápida al problema palestino. Pero si Estados Unidos e Israel se lanzan a esta aventura, es para sustraerse a todo compromiso serio.

Tal estrategia de tensión confesional podría conducir a una guerra civil entre musulmanes. Los que participaran serían percibidos como agentes que desgarran la región por cuenta de Israel y Estados Unidos. ¿Y a cuál de esas fuerzas musulmanas, suníes y antichiitas, ayudar? Las opiniones occidentales, e incluso la estadounidense, corren el riesgo de descubrir con pánico que su gobierno está otra vez en vías de constituir "ejércitos wahhabitas de la yihad", Al Qaeda, bajo otro nombre. Tal escenario no conduciría a la "victoria", sino a una serie de nuevas crisis.

Los neoconservadores califican esta estrategia de inestabilidad constructiva (o de destrucción creadora), pero una observadora inteligente la bautiza de manera más adecuada como destrucción de los Estados, "estaticidio" (7). Estados Unidos ha terminado por aceptar esa orientación en el Líbano y Palestina. Si se examinan los resultados y no las intenciones, cabe comprender por qué los árabes y los musulmanes concluyen que la política de Washington en Oriente Próximo no consiste en salvar a "Estados en quiebra" sino en producirlos.

El ataque contra el Líbano, que provocó mucha destrucción, terminó en derrota. Israel se aisló un poco más en la región y el mundo; el Hezbolá, militarmente, no perdió nunca su capacidad para comunicarse con sus combatientes, para difundir por radio y televisión sus mensajes a la población, para infligir pérdidas a los invasores o para lanzar misiles sobre Israel (8). Los israelíes no alcanzaron ninguno de sus objetivos declarados, ni el desarme del Hezbolá ni el retorno de sus soldados capturados.

La pregunta que se le plantea a Israel en el Líbano, como a Estados Unidos en Irak, es la de saber si pueden aceptar esos reveses o se verán tentados de "doblar la apuesta". ¿Esas derrotas son signos que anuncian guerras de nueva generación? ¿O son sólo derrotas temporales? Una cosa es cierta: el modelo de victoria con "cero muertes", preconizado durante la guerra del Golfo (1990-1991) o en los Balcanes, a través de bombardeos masivos y el uso de armas con tecnología puntera, ha quedado atrás. Ahora el desafío es el control a largo plazo y el sometimiento de poblaciones, que la fuerza aérea no puede garantizar, y que exigen un coste político y humano importante.

Washington ya ha pagado un alto precio por su papel en esta pequeña guerra. La imagen del primer ministro libanés Fuad Siniora, con lágrimas en los ojos, implorando a Estados Unidos que impidiera la destrucción de su país, puede considerarse como un punto de inflexión. El Movimiento 14 de marzo tomó el poder gracias a la "revolución del cedro" apoyada por la Casa Blanca, y alabada como el tipo de reforma democrática que el presidente Bush deseaba alentar en el mundo árabe. Pero, ante el deseo de Israel de infligir una lección al Líbano, Siniora fue abandonado. No sólo Washington impidió todo alto el fuego durante un mes, sino que también reabasteció a Israel con armas destructoras.

De eso resultó lo que Siniora describió como una destrucción "inimaginable" de la infraestructura civil libanesa (9), y también un debilitamiento del propio gobierno. El Hezbolá exige hoy desempeñar un papel más importante, y en una "revolución del cedro" invertida, organiza sus propias manifestaciones callejeras, masivas, pacíficas y disciplinadas, imitando las tácticas alentadas por Estados Unidos y Occidente. "Sin miedo de tomar parte" en esta lucha interna, Estados Unidos duplica ahora su ayuda al ejército libanés y a las fuerzas de seguridad interior, que intensifican su reclutamiento entre suníes y drusos (10). Estas políticas, poco comentadas en Estados Unidos, son denunciadas en la prensa árabe, israelí y mundial. Después de esta guerra, será muy difícil persuadir al mundo árabe-musulmán de que Estados Unidos no está dispuesto a traicionar a cualquier aliado o principio de justicia con el exclusivo propósito de apoyar a Israel.

Destrucción de la infraestructura civil, debilitamiento de su coherencia social y política, creación de una lógica que conduce hacia un conflicto confesional y una guerra civil. Cuando esta dinámica se aceleró en Irak, parecía que se trataba de una terrible consecuencia no planificada por Washington. Cuando esos mismos elementos se volvieron a encontraron en el Líbano, se podía invocar una desgraciada coincidencia. Pero desde el momento en que una dinámica similar se esboza en Palestina, muchos observadores ya no dudan en hablar de "modelo" de la estrategia estadounidense.

Los territorios palestinos viven una crisis humanitaria de gran amplitud. Desde la victoria de Hamás en las elecciones de enero de 2006, Estados Unidos y la Unión Europea se unieron a Israel para tratar de hambrear a los palestinos y empujarlos a rechazar a su gobierno, democráticamente elegido. Los resultados previsibles de estos ataques son el derrumbe del orden social y el deslizamiento hacia un conflicto civil.

Un clarividente observador estadounidense describe así ese atormentado paisaje: "Los palestinos de Gaza viven encerrados en un gueto sórdido y superpoblado, rodeado por el ejército israelí y una enorme barrera eléctrica; les es imposible salir o entrar a la Franja de Gaza y sufren ataques diariamente (...) Los intentos israelíes de provocar una escasez generalizada son visibles en las propias calles de Gaza City, donde los palestinos pasan ante los escombros del Ministerio del Interior palestino, del Ministerio de Relaciones Exteriores y del Ministerio de Economía Nacional, de la oficina del Primer Ministro palestino y de algunas instituciones educativas bombardeadas por la aviación israelí. (...) Y Cisjordania se hunde rápidamente en una crisis parecida a la de Gaza (...) ¿Qué es lo que esperan ganar Estados Unidos e Israel haciendo de Gaza y Cisjordania una versión en miniatura de Irak? (...) ¿Creen que así lograrán debilitar el terrorismo, frenar los ataques suicidas e instaurar la paz?" (11).

Una nueva etapa se ha iniciado con la entrega de armas por parte de Estados Unidos, con ayuda de Israel, "a los militantes de la Fuerza 17 de Gaza, vinculados con el hombre fuerte del Fatah, Mohammed Dahlan"; "según representantes oficiales de los servicios de seguridad israelíes y palestinos, estas entregas de armas estadounidenses han desencadenado una carrera armamentista con Hamás" (12).

Cualesquiera que sean las intenciones, la lógica de desintegración social y de guerra civil se despliega a través de la política estadounidense en tres países identificados por Israel como lugares de resistencia a sus ambiciones regionales. Existe un nudo duro de sionistas de derechas que desean someter a los palestinos o desplazarlos de todos los territorios codiciados por Israel. Para lograrlo, quieren debilitar a todos los vecinos recalcitrantes. Es tremendo, pero poco sorprendente, ver a tales fanáticos ocupar posiciones de poder en el gobierno israelí. Resulta chocante pensar que Washington pueda seguir, e incluso ser el artesano de semejante estrategia destructora y autodestructora, en nombre de una falsa idea de lo que es ser un amigo de Israel.

Si Estados Unidos fuera amigo de Israel, debería no sólo resistirse a tomar ese rumbo, sino además acordar con este comentario de una observadora israelí: "La política de Israel no amenaza únicamente a los palestinos sino también a los propios israelíes... Un pequeño Estado judío de 7 millones de habitantes (de los cuales 5,5 millones son judíos), rodeado de 200 millones de árabes, se constituye en el enemigo de todo el mundo musulmán. No hay ninguna garantía de que semejante Estado pueda sobrevivir. Salvar a los palestinos significa también salvar a Israel" (13).

No es sólo en Oriente Próximo donde la derrota de Estados Unidos parece posible. Más al este, en Afganistán, están sometidos a una dura prueba. Después del 11 de septiembre, nadie dudaba de que Washington tenía derecho a perseguir por la fuerza a Osama Ben Laden y Al Qaeda. La decisión de desencadenar una vasta operación militar, que incluyera a la Organización del Atlántico Norte (OTAN), para reconstruir la infraestructura política del país era, sin embargo, arriesgada. Para tener éxito, se precisaba una victoria militar decisiva, seguida de un sólido compromiso financiero y político de largo alcance para una reforma de la sociedad, con apoyo en socios locales confiables y respetados, igualmente comprometidos en el camino de la reforma.

Sobre el terreno, Estados Unidos descansó en los jefes de la guerra de la Alianza del Norte para obtener resultados rápidos, y en un presidente importado para componer una apariencia de gobierno central en Kabul. Fue incapaz de eliminar a los jefes de Al Qaeda y de los talibanes, abandonando rápidamente el terreno afgano para ir a Irak. Ben Laden y Ayman Zawahari siguen difundiendo casetes, y los talibanes, que mantuvieron vínculos estrechos con las tribus pashtun a ambos lados de la frontera entre Pakistán y Afganistán, se reagrupan y constituyen una real amenaza para los tropas de la OTAN, encerradas en campos, y que no se manifiestan más que para ejecutar raids y bombardeos aéreos (14). El ministro de Relaciones Exteriores paquistaní llegó a declarar que la OTAN debería "aceptar la derrota" y que sus tropas deberían retirarse.

El torpe intento de Washington de llevar a cabo una batalla clara y noble contra Al Qaeda se extravió, no solo en la complejidad de las tribus y jefes de la guerra afganos, sino también a causa del peligroso y complicado juego de Pakistán que, en su batalla vital por Cachemira, debe apostar por sus propios grupos islámicos. Islamabad recurre así a la OTAN y el gobierno afgano acepta la inevitable presencia de "talibanes moderados" en Afganistán, a los cuales, por otro lado, les ha cedido el control de una de sus provincias, Waziristán del Norte. Se instala así una base a partir de la cual "talibanes no tan moderados" atacan a los soldados de la OTAN e incluso recurren, cosa antes nunca vista en este país, a la técnica de los "atentados suicidas". ¿Se habrá hecho realidad la conexión con Irak? De pronto, la "guerra contra el terrorismo" ha terminado por hacer a Estados Unidos dependiente de Pakistán que, a su vez, tiene una alianza estructural con el islamismo radical. ¿Y si la "paquistanización" de Al-Qaeda se transformara en "Al-Qaedización" de Pakistán? Los medios de comunicación estadounidenses ignoran este inquietante fenómeno...

Un arco de crisis se extiende así desde los países del Levante hasta el subcontinente indio. En los próximos meses se tomarán decisiones, sobre todo en Washington, que van a exacerbar estas crisis o las encaminarán hacia nuevas vías más favorables a soluciones razonables. Para operar ese giro, los dirigentes occidentales deberán comprender que Al Qaeda, el partido Baas, el Hezbolá, Hamás y Siria, así como Irán, no pueden ser clasificados con la misma y abstracta etiqueta ideológica de "eje del mal". Existen vínculos entre las crisis, pero también hay que tratar de disociar y desactivar sus diversos componentes.

Así ocurre con Siria, un país que no amenaza a Estados Unidos, que lo ha ayudado en varias ocasiones y que tiene también sus propios intereses nacionales legítimos en juego. Habría que firmar con ella un acuerdo sobre la evacuación de los Altos del Golán, cuya ocupación por parte de Israel no reporta ningún beneficio a Estados Unidos. Lo mismo con el Hezbolá en Líbano y Hamás en Palestina, que actúan sobre todo en función de sus intereses nacionales. Estados Unidos puede liberarse de una cierta cantidad de problemas y hacer avanzar sus propios intereses, incluyendo la derrota del verdadero "terrorismo" fanático. Para eso, debe reconocer que todos estos grupos no son filiales o clones de Al Qaeda, y que no llegarán a serlo, así como Vietnam no se convirtió en el instrumento de un "imperio del mal". Las negociaciones podrían hacer, de cada uno de éstos, Estados o movimientos adversarios administrables.

Voces influyentes en el corazón del sistema político estadounidense exigen un cambio de rumbo, cuya expresión más evidente es el informe Baker-Hamilton. A su vez, el ex presidente James Carter propone abrir un debate honesto sobre la política estadounidense en Palestina. Para reparar los daños ya provocados, habría que reconocer que se tomaron decisiones equivocadas e ir hacia cambios políticos muy serios. Esto exigiría renunciar a la idea de que la sola utilización unilateral de la fuerza militar puede resolver problemas políticos y sociales complejos. Esto exigiría también renunciar a un apoyo incondicional a Israel. Y, por encima de todo, exigiría abandonar la idea de que las diversas naciones y pueblos del mundo árabe-musulmán son elementos intercambiables inscritos en un mismo esquema ideológico, manipulables a voluntad según las necesidades de las grandes potencias, según las ambiciones trritoriales de los colonos israelíes o según los sueños de Al Qaeda de una imaginaria umma.



(1) Robert Dreyfuss, Devil’s Game: How the United States Helped Unleash Fundamentalist Islam, Metropolitan Books, Nueva York, 2005.

(2) Véase Pierre Abramovici, “Historia secreta de las negociaciones entre Estados Unidos y los talibán”, en Le Monde diplomatique, edición española, enero de 2002.

(3) Sorel Symposium, 29 de abril de 1991. (http://web.archive.org/ web/20041130090045/http://www.washingtoninstitute.org/pubs/soref/cheney.htm)

(4) Le Nouvel Observateur, París,15/21 de enero de 1998

(5) General (ret.) William E. Odom, “What’s Wrong with Cutting and Running?”, The Lowell Sun, Lowell, Masachussets, Estados Unidos, 30 de septiembre de 2005.

(6) Jorge Hirsch, “Nuking Iran Is Not Off the Table”, 6 de julio de 2006, www.antiwar.com/orig/hirsch.php?articleid=9255. Philip Giraldi, “Deep Background”, The American Conservative, Arlington, (Virginia, Estados Unidos), 1 de agosto de 2005.

(7) Sarah Shields, “Staticide, Not Civil War in Iraq”, Common Dreams.org, 6 de diciembre de 2006.

(8) Alastair Crooke y Mark Perry, “How Hezbollah Defeated Israel, Parts 1 and 2”, Counterpunch.org, 12 y 13 de octubre de 2006.

(9) “Siniora criticises West for failing model democracy”, Gulfnews.com (en Los Angeles Times-Washington Post), 21 de julio de 2006.

(10) “U.S. Considers New Aid to Lebanese Armed Forces”, The Chosun Ilbo (Voice of America), 12 de diciembre de 2006 (http://english.chosun.com/w21data/html/ news/200612/200612160010.html). Véase también Megan K. Stack, “Lebanon builds up security forces”, Los Angeles Times, 1 de diciembre de 2006.

(11) Chris Hedges, “Worse than Apartheid”, (http://www.truthdig.com/report/ item/20061218_worse_than_apartheid/)

(12) Aaron Klein, “US Weapons Prompt Hamas Arms Race?” (www.wnd.com/ news/article.asp?ARTICLE_ID=53411)

(13) Tanya Reinhardt, “Introduction”, The Road Map to Nowhere – Israel/ Palestine since 2003. (www.zmag.org/content/showarticle.cfm?ItemID=11140).

(14) Véase Syed Saleem Shahzad, “Ofensiva primaveral de los talibanes”, en Le Monde diplomatique, edición española, septiembre 2006.

Los regímenes árabes y el autoritarismo

Adaptación a las limitaciones internas y externas

Mayo 2008

Desde la primera Guerra del Golfo (1990-1991) los países árabes de Oriente Próximo conocieron una sucesión de convulsiones que, en cualquier otra parte, habrían desestabilizado a muchos poderes. Sin embargo, a pesar de los grandes retos políticos, ideológicos y sociales que tuvieron que afrontar los regímenes de la región durante casi veinte años, la mayoría de ellos lograron mantener unas estructuras anticuadas que ni la Segunda Guerra Mundial ni la descolonización habían hecho desaparecer. Los potenciales protagonistas del tan esperado cambio no han podido organizar una oposición eficaz, y los regímenes que parecían a punto de perder toda credibilidad intentan recobrar la virginidad a los ojos del mundo y al mismo tiempo retener el poder.

Recordemos el diluvio de retórica optimista desencadenado por la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 y por la primera Guerra del Golfo (enero a marzo de 1991): Sadam Husein había sido expulsado de Kuwait y podía pensarse en un nuevo orden mundial futuro. En adelante las normas del derecho internacional y las resoluciones de Naciones Unidas se aplicarían en todas partes –incluso en Palestina–. Una ola de democratización iba a inundar con ímpetu todo el mundo árabe (1). Los criterios de la democracia y de los derechos humanos serían los mismos en todo el planeta, y los regímenes autoritarios se sentirían fuertemente incitados (pero no obligados) a democratizarse.

En el plano económico los "ajustes estructurales" (incluidas las privatizaciones y la reducción de las subvenciones estatales), los acuerdos comerciales de libre comercio, la llamada a la inversión y los incentivos a las iniciativas iban por fin a hacer surgir nuevas clases medias. Estos actores sociales y económicos, en simbiosis con otras fuerzas nacionales e internacionales encauzarían la región por la vía del dinamismo económico y la democratización. Como en Latinoamérica y en el sur de Europa (España, Grecia, Italia), las elites astutas servirían de catalizadores de las transformaciones políticas (2). Así, Oriente Próximo iba a poder incorporarse a lo que entonces se percibía como un movimiento de progreso planetario. Veinte años más tarde, en los distintos ámbitos (político, económico, ideológico y de relaciones internacionales) el balance de esas esperanzas es angustiante.

En el plano político, tres tipos de régimen se reparten nuestra región: los regímenes cerrados (Libia, Siria, etc.) en los que ni siquiera existe la apariencia de pluralismo; los regímenes híbridos (Argelia, Egipto, Jordania, Marruecos, Sudán, Yemen) donde el autoritarismo coexiste con formas de pluralismo; por último los regímenes abiertos cuyo único caso por el momento es el de Mauritania, que ha conocido una verdadera alternancia.

La clase media bajo control

En el plano económico, si bien las políticas neoliberales estimularon el crecimiento no transformaron nuestros países en elementos dinámicos de la economía mundial, y tampoco aliviaron ni la miseria ni las injusticias sociales que atraviesa toda la región. Por supuesto, los países petroleros rebosan de divisas, pero sólo debido al alza desmedida del precio del petróleo, y eso no refleja ninguna innovación estructural. Gracias a instrumentos como los Fondos Soberanos (ver artículo de Ibrahim Warde, ¿Predadores, salvadores o víctimas?), algunos de entre ellos están en condiciones de aplicar su energía financiera en la adquisición de trozos de los grandes países industriales en crisis, diversificando así sus fuentes de ingreso.

Pero eso es sólo consecuencia de las carencias del Norte y de ninguna manera la señal de una transformación exitosa de las estructuras económicas de nuestra región. En cuanto a los otros grandes países árabes, siguen teniendo graves problemas con sus masivas poblaciones de jóvenes hundidos en la miseria. El más poblado, Egipto, no ha podido escapar a su estatus de rentista –la ayuda exterior hace las veces de renta estratégica–.

En lo que respecta a las nuevas clases medias, siguen dependiendo del flujo de los ingresos petroleros y de manera más general de las relaciones sociales clientelistas que subsisten. Monárquico o republicano, el Estado autoritario perdura mostrando un gran poder de adaptación. Los hombres de negocios ricos deben al Estado sus redes de influencia y sus contratos; los empresarios más modestos –y hasta los vendedores ambulantes– deben seguir sometiéndose a las directivas ministeriales, a los reglamentos puntillosos y a la norma de los sobornos. Incluso las profesiones liberales e intelectuales siguen siendo tributarias de las instituciones oficiales y pagan un muy alto precio por cualquier transgresión a los límites prescritos.

Es indudable que la etiqueta "clases medias" es elástica y recubre un amplio abanico de grupos sociales, desde hombres de negocios a profesores, de enfermeras a comerciantes, de artistas a funcionarios. Unos provienen de familias de rancio abolengo bien implantadas local o nacionalmente; otros son los primeros de la familia en elevarse por sobre el nivel de subsistencia y salir del analfabetismo, y en la primera crisis buen número de ellos volverá a caer en la miseria. En la actualidad los altos suboficiales militares forman parte de la nueva burguesía, puesto que poseen importantes inversiones en la economía nacional. Junto con los altos funcionarios y burócratas que acumularon riquezas gracias a su cargo, constituyen un sector de las "clases medias" hostil a cualquier cambio.

Existe también una clase media "mundializada" con dos rostros: por un lado los profesionales y hombres de negocios exiliados, cuyo apoyo a las familias que permanecen en el país permite apenas la compra de una tiendecita u otro pequeño comercio; por el otro, los grupos sociales que chocan con la falta de perspectivas internas y para quienes la única esperanza de progreso económico reside en otra parte, aunque esta otra parte esté fuera de su alcance (3).

Además, estos dos tipos de inmigración son síntomas de una misma carencia: el Estado cumple cada vez menos con su papel de proveedor de empleos y protección social. De ahí que el individuo pierda el sentimiento que vincule su destino personal a cualquier proyecto nacional compartido por todos.

Al mismo tiempo, todas esas distintas "clases medias" constituyen apenas una parte infinitesimal de la población de un país en el que la inmensa mayoría vive cerca del umbral de subsistencia, y donde la enseñanza pública es casi inexistente. Los que reclaman activamente la liberalización democrática y política pertenecen a estas "clases medias" tan heteróclitas: estudiantes, profesionales liberales, modestos hombres de negocios, abogados y juristas, grupos sociales marginados (mujeres, etnias, regionalistas, minorías lingüísticas). Pero ¿cómo articular sus demandas con aquellas, más materiales, de los sectores más desfavorecidos de las ciudades y el campo?

En el plano ideológico todos los grupos se ponen de acuerdo para exigir la "democracia", pero en la región se dividen de manera muy especial sobre tal o cual importante cuestión. Entre las clases medias y populares, desde inicios de los años 1990 las formas que toma la liberalización económica y política no han permitido el avance de las ideas progresistas y laicas. Bajo sus distintas formas, el islamismo ha llegado a ser considerado como el mejor portavoz de los descontentos y de las exigencias de cambio, incluso entre grupos tradicionalmente de izquierda y laicos, como los estudiantes.

Si bien las voces laicas y las voces islamistas forman parte de un mismo gran coro que exige la democratización, unos entonan la melodía de un orden social basado en el derecho y los principios políticos modernos universalmente aceptados, otros salmodian los preceptos de un orden político fundado en un conjunto de preceptos coránicos. Unos pretenden establecer la soberanía de la voluntad popular delimitada por el derecho; otros, establecer la soberanía absoluta de un sistema de creencias. Aunque –y eso puede percibirse– en la cuestión de la democracia y la soberanía del pueblo ya se esboza un inicio de inflexión en los Hermanos Musulmanes egipcios y en el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) en Marruecos; pero las ideologías tienen larga vida...

En resumen, las "reformas" que desde hace quince o veinte años se imponen a nuestra región –presionados como estábamos por Occidente– no nos han conducido por el camino que llevaría inexorablemente de la liberalización económica a la democracia, pasando por la modernización y la secularización. Al contrario, han aportado la prueba irrefutable de que entre estas distintas fases no existe ningún vínculo mecánico.

¿Cómo explicar la atracción al parecer paradójica que el islamismo contemporáneo ejerce sobre muchos universitarios? En parte se debe a su capacidad para fusionar dos temas: orgullo cultural e identidad religiosa. Durante mucho tiempo los regímenes se limitaron a dejar la autoridad cultural en manos de religiosos conservadores quienes, se pensaba, serían los más capaces de "controlar la sociedad".

Después de todos los golpes que ha sufrido el nacionalismo árabe –en particular tras la derrota de 1967, la colaboración de importantes regímenes árabes con Israel, y por último la invasión y el desmantelamiento de Irak–, los religiosos han aprovechado el oprobio caído sobre los poderes para erigirse en campeones de la cultura árabe. De lo que resulta un híbrido ideológico poderoso pero inquietante. Por supuesto, la lengua árabe posee una larga historia de producciones ricas y variadas; pero hoy los árabes instruidos, multilingües, enfrentados a la escasez de buenas traducciones, realizan gran parte de sus trabajos en inglés o en francés. Al practicar estas lenguas, son laicos. En cuanto a la juventud, ella toma lo que puede del flujo de las culturas mundiales, creando tanto en la calle como en la web una nueva y confusa mezcla vernácula. Cuando entran en YouTube, son laicos. En paralelo, los zelotes religiosos ejercen enorme presión para combatir la "profanación" de la lengua árabe.

Ahora bien, paradójicamente estas presiones provocan el debilitamiento de la posición de la lengua árabe en el mundo. Agravan el corte entre la cultura árabe y aquellas, tan vivas, de Occidente y Oriente, reforzando la impresión de una relativa debilidad del saber árabe. Ahora bien, nosotros necesitamos, por el contrario, que nuestros científicos, nuestros intelectuales, nuestros artistas y también la gente común utilicen más formas "profanas", sacando partido del extraordinario poder de la lengua árabe.

Dirigentes que temen a su pueblo

En el plano religioso este híbrido también empobrece. Por una parte el atractivo del islam proviene de su estatus de última gran religión de Abraham que ofrece una visión orientada hacia la salvación, que engloba elementos de las ideologías laicas tanto de derechas como de izquierdas. Es anti-individualista, anti-consumista y bien arraigada en la vida de la comunidad. Pero según las interpretaciones, en el ámbito social puede ser muy conservador, rígidamente jerarquizado, respetuoso con el orden y la tradición. Sin embargo, se supone que se dirige a todos, y en consecuencia cualquier intento de esencializar la relación entre el islam y una cultura en particular (en especial la árabe) corre el riesgo de transformarlo en culturalismo, de erosionar su pretensión de universalidad. Detectamos los síntomas de esta orientación en las diatribas de Al Qaeda contra "los persas" o de los ulemas contra "los turcos".

Muchos regímenes basan su legitimidad en grandes relatos nacionalistas casi míticos, donde figuran como liberadores y partidarios de la nación frente a la dominación extranjera, a veces también como defensores de la fe. A menudo estas historias son verídicas: en efecto, muchos partidos y familias en el poder han desempeñado un papel heroico en la conquista y conservación de la independencia nacional. Ampliamente difundidas por los medios de comunicación oficiales, estas mitologías "unificadoras" crearon una falsa identificación entre el régimen y la sociedad, a menudo con el entusiasta apoyo de intelectuales que pretendían desactivar la disidencia y fomentar la docilidad.

Pero en todos esos grandes relatos siempre hay ausentes: en Egipto son los coptos; en Marruecos y Argelia, los bereberes; en otros países, los kurdos o los chiitas. Bajo el velo las tensiones sociales fueron refractarias a esa homogeneización, y los dirigentes temían a su propio pueblo, aterrorizados ante la idea de cualquier verdadera apertura política. Algunas formas de autoritarismo tienen un tinte populista; otras llegan hasta a alabar al pueblo. Pero bajo estas fachadas paternalistas los gobiernos y las elites lo desprecian, so pretexto de que el pueblo les debería la independencia y también el acervo nacional.

En las dos últimas décadas la magia de estas ideologías unificadoras perdió su poder. Hoy día el Estado autoritario tiene que hacer frente a todo un vivero de nuevos grupos que no pueden ser silenciados o comprados, cada uno con su propio tema de descontento. Al mismo tiempo esos grupos desconfían entre sí. En cuanto a los cambios necesarios más urgentes, los obreros militantes no tendrán las mismas ideas que campesinos pobres y conservadores. Los empresarios industriales locales corren el riesgo de no apreciar los proyectos de hombres de negocios y de cuadros vinculados a los organismos financieros internacionales. Por último, a todas estas divisiones se añade el temor del islamismo radical –temor a veces compartido por los propios islamistas.

Los regímenes autoritarios aprendieron a usar estas divisiones en su provecho. El Estado ya no se presenta como rígido defensor de su derecho a ejercer solo el poder sobre un populacho incompetente; se ha convertido más bien en protector de los opositores "moderados" contra sus hermanos enemigos, los "extremistas".

Un ejemplo egipcio ilustra estas contradicciones. En el marco de su programa económico neoliberal el gobierno volvió sobre la reforma agraria de Nasser, expropiando tierras a sus actuales propietarios –generalmente antiguos aparceros– para devolverselas a los latifundistas. Se suponía que esta "reforma" se produciría poco a poco con el fin de que los campesinos se adaptaran a la transición, pero los propietarios sobornaron a los policías para que los expulsaran de inmediato (4). Los campesinos se movilizaron contra esas expulsiones, y cabría pensar que los islamistas suscribirían al movimiento. Pero se mantuvieron al margen, dado que aprueban la política del presidente Hosni Mubarak y juzgan la reforma nasseriana "comunista". Así pues, la esperanza de organizar una seria oposición política quedó cortada de raíz.

El argumento de "extremistas contra moderados" facilita a los regímenes una mayor flexibilidad táctica. Ya no es necesario modificar abiertamente el resultado de las elecciones. Es posible admitir la participación de más partidos de oposición. El partido dominante puede permitirse obtener el 70% o incluso el 60% de los votos en lugar del 90% habitual. Cada vez se hacen oír más voces en los medios de comunicación –sobre todo en la prensa escrita–, donde las restricciones son menos severas que antes, pero los límites a no traspasar son igualmente precisos. Ya no se siente la necesidad de encarcelar a tanta gente ni por tanto tiempo –excluidos los "extremistas", por supuesto. El Estado no escatima recursos, crea sus propios medios de comunicación, sus propias organizaciones no gubernamentales (ONG), su propio simulacro de sociedad civil.

Se trata de una puesta en escena, una racionalización limitada del orden político. La democratización no ha transformado al Estado autoritario, que se disfrazó con sus accesorios. Burlonamente, podría denominarlo como "autoritarismo 2.0".

Sobre estas evoluciones pesan los factores geopolíticos. La estrecha implicación de nuestra región en la política mundial se remonta al pacto de 1945 entre el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y el rey saudí Abdelaziz Ibn-Saud a propósito del suministro de petróleo. A continuación, después de la guerra de 1967, se produjo la adhesión de Egipto y Jordania a una solución basada en la creación de un Estado palestino al lado del Estado de Israel; en 1991 la alianza de Estados Unidos con distintos países árabes, incluido Siria, para restablecer la soberanía de Kuwait y, por último, en el curso de los años 1990, todos los estímulos prodigados a los países árabes para liberalizar su vida política y aplicar a sus economías las recetas neoliberales.

Pero a partir de 2001 la Administración de George W. Bush optó por una nueva lectura del pacto con nuestra región: la prioridad de Estados Unidos ya no sería la estabilidad sino la instauración de la democracia, si fuera necesario por la fuerza. Este abandono de un viejo principio amedrentó a muchos regímenes, pero la opinión árabe lo percibió de inmediato: ese fervor democrático no era más que el camuflaje de un programa de intervenciones que sólo beneficiaría a Estados Unidos y a Israel. Los regímenes locales aprendieron con rapidez a descifrar las declaraciones contradictorias que venían de Occidente, y recobraron su confianza. Una fachada democrática iba a bastarles, a condición de aportar su piedra a la "guerra contra el terrorismo" y de no oponerse con demasiado vigor a la hegemonía de Estados Unidos ni a los intereses de Israel. Los gobiernos practicaron el doble lenguaje, afirmando a su pueblo que estaban en contra de la invasión extranjera, al mismo tiempo que ayudaban a Washington a arrestar a islamistas, torturar a sospechosos encarcelados ilegalmente y limitar la resistencia a su voluntad de "reorganizar" la región.

La internacionalización del combate –de un lado el Estado securitario supervisado por Estados Unidos, del otro la actividad yihadista reivindicado por Al Qaeda–, contribuyeron a desvalorizar la actividad política local y desmovilizar a los actores del lugar. Así como la universalización mina el poder económico del Estado e impulsa a los ciudadanos a exiliarse para asegurarse su futuro material, el complejo internacional que creó "la guerra contra el terrorismo" impulsa a los militantes a lanzarse al campo de batallas mundiales e imaginarias. Para escapar a la desesperación que reina en el propio país, huyen a Francia para trabajar... o a Irak para combatir. Muchas acciones espectaculares de la yihad fueron conducidas por gente venida de otra parte, a menudo de regiones por lo general alejadas del conflicto, como por ejemplo Marruecos.

La frustración social da lugar a dos tipos de despolitización: retirada y radicalización. El ejemplo argelino es significativo: al principio fue el Frente Islámico de Salvación (FIS) con su voluntad de reformar el Estado; luego el Grupo Islámico Armado (GIA) que pretendía derrocarlo, y por último, aún más radical, el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC) transformado en Al Qaeda en el Magreb que lo "apostasió". Así, los que no pueden evadirse actúan in situ y a pesar de todo se encomiendan a una organización mundial esperando ser creídos, aunque los vínculos con ella son por lo menos poco consistentes. Lo que permite a Al Qaeda estar presente en todas partes, dado que cualquiera puede personificarlo. Y recíprocamente, todo musulmán descontento puede ser sospechoso de ser un terrorista en potencia. Así es como la "guerra contra el terrorismo" se instala en cada barrio.

Aquí hay que distinguir entre propaganda y realidad. Es indudable que en el mundo existe gente peligrosa, preparada para matar y hacerse matar; algunos son movidos por ideologías islamistas. Pero "la guerra contra el terrorismo" parió una verdadera industria del terror que suscita temores de pesadilla completamente desproporcionados. Según Europol, en 2006 hubo en Europa quinientos actos de terrorismo, de los cuales uno sólo era imputable a islamistas... y que falló (5). Con ocasión de una reciente experiencia realizada en Estados Unidos, Transportation Security System logró burlar la vigilancia del personal de seguridad aeroportuaria con falsas bombas seis de cada diez veces –tres de cada cuatro veces en Los Ángeles (6)–. Y sin embargo, desde 2001 no ha habido ningún atentado terrorista en ese país. Si en realidad hubiera centenares de células yihadistas dormidas dispuestas a golpear, eso se sabría.

Fuera de las zonas de combate, el terrorismo islamista "al por menor" es rarísimo. Y en esas zonas de combate, fue la invasión extranjera la que ha suscitado tácticas de resistencia y tipos de organización inéditos –incluidas antenas de comunicación o imitaciones de Al Qaeda. Todo el dinero, todas las armas, toda la represión del mundo no podrían detener a un kamikaze resuelto. En efecto, existen verdaderas amenazas lejos de las zonas de combate, pero los servicios de información y de policía pueden combatirlos con éxito, y lo ha probado. En resumen, el objetivo debería ser criminalizar el terrorismo y no politizar la yihad.

No obstante, la industria del terrorismo integra nuestra relación con Occidente. El dinero de las fundaciones y de los think tanks occidentales fluye, así como los apoyos políticos y una visibilidad mediática para todos aquellos que en la región ayudan a inflar el globo de la "guerra contra el terrorismo". No por ello se refuerza la seguridad, pero el miedo aumenta –así como el número de mecanismos de control que perpetúan los regímenes autoritarios. A propósito, el temor al terrorismo ha sustituido las coartadas nacionalistas que hace un tiempo servían para aplazar sine die la democratización.

Resistencias valientes pero divididas

Sin duda la democracia está en crisis en todo el mundo porque no ha mantenido sus promesas (7). Entre nosotros se desvalorizó antes de existir: la propia palabra está desacreditada. En la opinión pública árabe "democracia" se ha convertido en el deshonroso símbolo de la hipocresía de los regímenes represivos, del programa neoconservador de ataques preventivos y de la injerencia extranjera en general. Este descrédito afecta incluso a las ONG. Algunas de ellas se han mercantilizado y por lo tanto se han desconectado de la realidad local. El futuro y la visión de sus dirigentes se vuelca hacia el Occidente que los subvenciona; el militantismo ha cedido frente a la elección de una carrera. Y cuando hacen un buen trabajo, como el Centro Carter que envió delegados a las elecciones de enero de 2006 en Palestina, su diagnóstico es pura y simplemente ignorado por "la comunidad internacional", que impuso sanciones porque la mayoría del electorado había votado a Hamás, lo que desembocó en la tragedia actual: en la Franja de Gaza un millón y medio de palestinos viven sitiados y hambrientos.

En nuestra región hay pocas esperanzas de democratización. Los protagonistas tradicionales del cambio –militantes sindicales o políticos, estudiantes– parecen más debilitados que nunca. Los nuevos actores –minorías regionales o lingüísticas, periodistas, intelectuales independientes– luchan aún por unirse y aflojar las tenazas de una política autoritaria establecida desde hace mucho tiempo.

No podemos predecir cuáles serán los instrumentos de cambio que surgirán a partir de las resistencias laterales que se multiplican. En Egipto y Pakistán magistrados y abogados resisten valerosamente la destrucción de la independencia judicial. En Marruecos y Argelia, periodistas luchan por la libertad de prensa. En todo el mundo musulmán jóvenes teólogos inventan nuevos vínculos entre islam, democracia y modernización.

El Estado autoritario sabe absorber y desviar el cambio, pero no es una máquina perfecta e impenetrable. Los espacios que creó para sus propias maniobras constituyen también verdaderos campos de acción política. Habrá huecos; tenemos que esperar lo inesperado. La mayoría de las transiciones democráticas que observamos en el mundo a partir de los años 2000 se han producido en países autoritarios "híbridos" (8).

Para contribuir a los cambios, debemos "indigenizar" el mensaje progresista, revigorizar el sentimiento de un objetivo compartido que englobe a la nación y al islam, pero no limitándose a ellos; presentar una visión dirigida a las necesidades inmediatas de la gente, implicándola al mismo tiempo en proyectos más vastos de paz y democracia. Acogeremos la ayuda de Estados Unidos y Europa con gratitud, pero si Occidente quiere promover en serio la democracia entre nosotros, tienen que empezar por responder seriamente a las preocupaciones locales. Hablar de "democracia" no sirve para nada si ese discurso no deslinda los grandes propósitos geopolíticos y no privilegia la colaboración con los movimientos progresistas in situ.

La gente necesita avizorar perspectivas abiertas. Es su máxima aspiración. Los progresistas deben comprometerse en este terreno. Sea cual fuere la lengua que se emplee para describirlo, es la manera en que se construirá un orden político democrático tanto por su forma como por su sustancia.



(1) La noción de “ola de democratización” aparece por primera vez en Samuel P. Hutington’s The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century, University of Oklahoma Press, 1991.

(2) Guillermo O’Donnell y Philippe C. Schmitter, Transitions from Authoritarian Rule: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1986.

(3) Shana Cohen. Searching for a Different Future: The Rise of a Global Middle Class in Morocco, Duke University Press, Durham, 2004.

(4) Beshir Sakr y Phanjof Tarcir, “La lutte toujours recommencée des paysans égyptiens”, Le Monde diplomatique, octubre de 2007.

(5) “500 Terror Attacks in EU in 2006 – But Only 1 by Islamists”, Der Spiegel, 11 de abril de 2007. (http://www.spiegel.de/international/eirpè/ 0,1518.476599,00. html)

(6) “Most fake bombs missed by screeners”, Thomas Frank, USA Today, 17 de octubre de 2007. (http://www.usatoday.com/news/nation/2007-10-17-airport- security N.htm)

(7) Acerca de la regresión democrática, leer de Larry Diamond, “The Democratic Rollback: The Resurgence of the predatory State”, Foreign Affairs, Nueva York, marzo-abril de 2008

(8) Steven Levitsky y Lucan Way, “The Rise of Competitive Authoritarianism”. Journal of Democracy (The Johns Hopkins University Press), Volumen 13, Número 2, abril de 2002, pp. 51-65).

Volver al futuro en el mundo árabe

Entre el nacionalismo y el islamismo

Septiembre 2009

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, dos olas sucesivas han desbordado al mundo árabe: la del nacionalismo y la del islamismo político. Más allá de sus divergencias, estas dos corrientes beben de las mismas fuentes: el deseo de independencia, el rechazo a las injerencias extranjeras y la aspiración a un desarrollo más equitativo y más justo. Estos objetivos no se han cumplido. ¿La emergencia de una tercera fuerza permitirá salir del callejón sin salida?

En el mundo árabe, la conmoción económica planetaria se conjuga con una crisis de legitimidad, latente desde hace décadas. Que se la observe a través del prisma del neocolonialismo, de una democratización insuficiente, o de un conflicto cultural y religioso, esta crisis se ha resistido a toda tentativa de solución, ya estuviera encaminada por actores bien intencionados, ya por gobernantes brutales. Esta ausencia de legitimidad se ha traducido en un conjunto de desigualdades, de verdaderos abismos, podría decirse, entre gobernantes y gobernados, entre laicos y fundamentalistas religiosos, entre poblaciones pobres y elites. Y en una atmósfera de marasmo económico, ello puede desembocar fácilmente en una serie de explosiones imprevisibles y peligrosas.

Para tratar de evitarlas, es necesario recordar algunas lecciones de la historia. Bajo la bandera de "nacionalismo árabe", término que definió –y estimuló– una cantidad de movimientos y de actores que transformaron la región, tuvieron lugar muchos episodios de heroísmo, de unión y de éxito. Poner fin al colonialismo no era una tarea sencilla, y fue el nacionalismo árabe el que ganó esa batalla y contribuyó a estrechar lazos entre los Estados emergentes de lo que se llamaría "el Tercer Mundo".

Ese movimiento no era nada perfecto; como otras corrientes reformadoras, se desvió de su trayectoria y sufrió importantes transformaciones. Pero también procuró a los pueblos en lucha por la autodeterminación una perspectiva unitaria, un futuro prometedor más allá de los intereses individuales, confesionales y nacionales, un proyecto que los movilizó en una acción colectiva. Esa visión unitaria, universalista incluso, ese proyecto portador de esperanza, hoy hace más falta que nunca, justo cuando sus componentes impregnan todavía nuestro imaginario, como demuestra la permanencia de las manifestaciones de apoyo a la causa palestina (pudimos constatar durante el conflicto de diciembre 2008-enero 2009 en la Franja de Gaza). A pesar de los esfuerzos sostenidos de los gobernantes occidentales –y su presión sobre los países "amigos" de la región– para fomentar la división en el seno de los pueblos, las diversas comunidades desde el Magreb hasta el Golfo –religiosas y laicas, suníes y chiítas, árabes y "persas"– reconstruyen constantemente su unidad y manifiestan un apoyo inquebrantable a los palestinos.

Esta aspiración unitaria se manifiesta también, paradójicamente, en el apoyo a diversas formas de fundamentalismo, desde las corrientes quietistas y pietistas del islam hasta el salafismo radical. Tales corrientes asustan tanto a Occidente como a los árabes seculares, pero encarnan la búsqueda de sentido y el deseo de ver renacer una comunidad unificada. Si la piadosa umma (comunidad de los creyentes) reemplazó a la gran nación árabe en el imaginario político, si ya no se puede ignorar que el islamismo ha vuelto a tomar de manos del nacionalismo árabe la bandera de la resistencia, no hay que sorprenderse; no sólo porque este último ha soportado serios reveses sino también porque la fe musulmana se ha seguido imponiendo en el transcurso de la historia. Y las dos tendencias permanecen inextricablemente unidas, de un modo complementario o, por el contrario, conflictivo.

En su apogeo, el nacionalismo árabe aspiraba a ser un supranacionalismo. La lucha para liberarse del colonialismo (wataniya) debía madurar y culminar en una solidaridad transnacional entre pueblos árabes (qawmiya), que permitiría afrontar problemas como el de Palestina o el de la subordinación económica respecto de Occidente. El nacionalismo árabe siguió una trayectoria errática. Culminó en 1956, cuando Egipto, con el apoyo de Estados Unidos y de la URSS, rechazó el intento anglo-franco-israelí de reconquistar el canal de Suez, antes de conocer un verdadero repliegue después de la Guerra de los Seis Días de junio de 1967. Tuvo un repunte en 1973, con la guerra árabe-israelí de octubre y el embargo sobre el petróleo.

En definitiva, los distintos movimientos de liberación se replegaron a un proyecto puramente nacional, en un solo país. Se fosilizaron en Estados dirigidos por un partido único o un "líder de por vida". Sin embargo, a pesar de las luchas feroces entre gobiernos árabes para asegurarse una hegemonía regional, persistía, en el nivel popular, la aspiración a una comunidad árabe transnacional, marcada por un patrimonio islámico común.

Y el islamismo político en expansión tuvo que aceptar y asimilar las posiciones y las lecciones de su primo hermano nacionalista laico. Si el Hezbolá chiita tiene éxito en el Líbano, ello se debe, entre otras razones, a que trasciende las pertenencias confesionales y se presenta como el ferviente defensor de la independencia nacional. Históricamente, el nacionalismo árabe y los movimientos islamistas comparten cierto número de principios: la búsqueda de una conciencia colectiva unificada, el deseo de renacimiento de la lengua y de la cultura árabes y, después de la Segunda Guerra Mundial, el antiimperialismo.

En los años 1920, los insurgentes del Rif dirigidos por el emir Abdlelkrim Al Jattabi, en Marruecos, llevaron adelante una campaña islámico-nacionalista, utilizando la sharia como un arma ideológica contra el colonialismo. En 1952, en Egipto, los "oficiales libres" dirigidos por Gamal Abdel Nasser tomaban el poder con el apoyo de los Hermanos Musulmanes. En Argelia, el Frente de Liberación Nacional (FLN) no dudó en recurrir a términos como yihad y muyahid cuando se dirigió a las poblaciones rurales. Se podría decir también que en el momento de la guerra de 1973, se forjó una alianza entre el nacionalismo árabe representado por Egipto y las monarquías islámicas conservadoras, dirigidas por Arabia Saudí, para imponer un embargo petrolero.

Por su parte, el partido Baas usó con frecuencia el concepto de umma para mencionar a la nación árabe. Su fundador, Michel Aflak, un militante nacionalista laico, comprendió que "el vínculo entre el islam y el arabismo no se parece al de ninguna otra religión con otro nacionalismo". Esta predicción continuaba: "llegará el día en que los nacionalistas serán los únicos defensores del islam y deberán otorgarle una significación especial si quieren que la nación árabe tenga una buena razón para sobrevivir" (1).

El día profetizado por Aflak ha llegado, pero "al revés": son los islamistas los que se han convertido en los únicos defensores del nacionalismo. Se ha vuelto trivial señalar que el islamismo ha integrado los temas del nacionalismo para presentarse como la corriente de oposición a la dominación occidental y de afirmación de la independencia cultural y nacional.

Irónicamente, durante décadas, Occidente y los gobiernos árabes reaccionarios amplificaron y explotaron las divergencias entre nacionalismo e islamismo, cortejando y promoviendo las corrientes islamistas conservadoras. La historia de las relaciones entre el islamismo y la "dominación occidental" está lejos, pues, de ser "pura" y lineal. Ya se trate de los Hermanos Musulmanes en Egipto, utilizados por los servicios secretos británicos contra Gamal Abdel Nasser, de su sucesor en Palestina –Hamás–, sostenido en el pasado por Israel para hacer contrapeso a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), ya de los "árabes afganos" que combatieron por Estados Unidos contra "el comunismo ateo", en muchas ocasiones, los islamistas aceptaron no sólo ser subvencionados por poderes extranjeros, sino aliarse con ellos para imponer su hegemonía en la región.

La victoria en Afganistán y el retiro de las tropas soviéticas de ese país constituyen el apogeo de un sucedáneo de nacionalismo panárabe vuelto panislámico. Los islamistas pueden invocar la fuerza de la inspiración religiosa frente a la debilidad del nacionalismo tradicional, pero es difícil para ellos presentar ese logro como un modelo. ¿Acaso no sacaron también el mejor partido de una alianza con Occidente? Como prueba, el testimonio de un ex agente de la CIA durante la Guerra Fría sobre el "sucio secreto" de Washington: en esa época, "los Hermanos (Musulmanes) eran un aliado silencioso, un arma secreta contra los comunistas –¿quienes sí no?–". Nosotros pensábamos: "Si Alá acepta luchar a nuestro lado, está bien" (2). La recíproca era verdadera para los islamistas: "Si Estados Unidos acepta luchar a nuestro lado, está bien". En realidad, el "sucio secreto" de los islamistas así como de los nacionalistas laicos, era que en política, nadie es "puro" ni está protegido del engaño oportunista de la complicidad con los poderes extranjeros.

Debemos olvidar esta danza macabra de acusaciones mutuas pues termina siempre por volverse en contra nuestra y en contra de Occidente. Esta danza corrompió y minó la legitimidad de grandes movimientos nacionalistas en Argelia y en Egipto; transformó el islam en una doctrina de la división, abriendo una brecha entre laicos e islamistas y entre nuestra región y el resto del mundo. Alimentó, también, un discurso y una práctica del fanatismo armado que, a la manera de la criatura de Frankenstein, se volvieron contra Occidente.

El último avatar de esta estrategia consiste en transformar las viejas querellas teológicas y sociales entre suníes y chiitas en una fractura geopolítica entre el mundo árabe e Irán. Esta maniobra promovida por Israel y por los neoconservadores estadounidenses para servir a sus intereses a corto plazo no carece de cinismo, cuando se sabe que estos dos países en otro tiempo apoyaron a Teherán contra el nacionalismo árabe. En los años 1960 y 1970, Irán era la única potencia regional en obtener sus favores. La revolución islámica de 1979 hizo de ese país una "bestia negra". Sin embargo, la invasión estadounidense a Irak, en 2003, destruyó el bastión más poderoso del nacionalismo árabe y reforzó al mismo tiempo la posición de Irán en la región.

La tensión entre suníes y chiitas y entre árabes y persas –exacerbada por estas maniobras– no es una invención occidental. Hunde sus raíces en una historia antigua que se remonta a las primeras conquistas del islam. En una parte del imaginario árabe se disimula un deseo de recrear un nacionalismo suní: un salafismo doctrinario árabe que alíe la pureza islámica y el nacionalismo árabe contra un chiismo herético y una Persia expansionista. Esta inclinación peligrosa encuentra su peor expresión en las violencias confesionales perpetradas en Irak y en Asia Central por diversas organizaciones que invocan a Al Qaeda.

Esa estrategia de Occidente y de los gobiernos árabes reaccionarios es incoherente. Se opone a Irán uno de los pocos países que aprovechó la intervención estadounidense en Irak, en 2003, y ayudó a estabilizar ese país, como podría ahora contribuir a traer la paz a Afganistán. ¡Esa estrategia pretende hacer pasar a Hamás –emanación de la cofradía suní de los Hermanos Musulmanes– por una creación cripto-chiita de Teherán! Impulsa una vez más a algunas fuerzas de Washington y a sus aliados israelíes y árabes a jugar con fuego y a utilizar grupos armados suníes yihadistas en el Líbano y en Irak.

El conflicto entre suníes y chiitas destruirá el panislamismo con tanta seguridad como la focalización en los intereses estrictamente nacionales destruyó el panarabismo. Tal vez pareciera que esta estrategia ha sido contrarrestada por varios regímenes al igual que por las poblaciones. Cualesquiera que sean sus inquietudes, los Estados árabes han insistido para que el problema nuclear iraní se solucione en su contexto regional y para que las armas atómicas israelíes sean puestas sobre la mesa de las negociaciones. Desde hace varios años, desde el Atlántico hasta el Golfo, y a través de todo el espectro confesional, los pueblos árabes han manifestado su apoyo a Hezbolá y a Hamás, no porque sean chiitas o suníes, sino porque resisten a las agresiones israelíes: hay chiitas que apoyan a Ismail Haniyeh, líder de Hamás, y suníes que esgrimen fotos de Hassan Nasrallah, el secretario general de Hezbolá.

En momentos como estos, valoramos el poder de la aspiración a una unidad panárabe y panislámica, capaz de garantizar dignidad, justicia y verdadera independencia. Aunque descartamos la idea de que los movimientos islamistas inciten a la realización de esta promesa nacionalista –a menudo alterada y orientada en una dirección peligrosa–, tenemos que aceptar que la impregnaron de un fuerte espíritu de resistencia y de energía colectiva, y que fueron eficaces al hacerse portadores de ese sentimiento popular. Las nuevas corrientes de resistencia, muy a menudo dirigidas por islamistas, contribuyen a su pesar, a resucitar el nacionalismo árabe.

Además del nacionalismo poscolonial tradicional, fosilizado en los viejos regímenes autoritarios, y las formas de resistencia cuasi nacionalistas que se expresan en los movimientos islamistas, existe otro tipo de nacionalismo transnacional árabe, que es secular pero que reclama para sí la identidad árabe e islámica, y que está orgulloso del intercambio con las culturas y las lenguas del mundo. Esta forma de conciencia, que marca el imaginario de una gran fracción de nuestra juventud, se refleja en los nuevos medios de comunicación internacionales (Al Jazeera, internet, Facebook, etcétera), en las redes que unen las diásporas a su país de origen y en las formas profanas de la cultura y de la lengua que todos estos medios permiten. Hasta el discurso ha cambiado; ya no se refiere simplemente a los derechos de los palestinos o de los árabes, sino a los principios del derecho internacional y por lo tanto de cierto universalismo, como se pudo constatar en el momento de las manifestaciones de solidaridad con Gaza.

Este "tercer nacionalismo" naciente no mantiene vínculo alguno ni con gobiernos ni con regímenes. No posee ningún programa político aunque invoque una conciencia panárabe y panislámica: condena el autoritarismo local y la corrupción, y aspira al establecimiento de la democracia y de un Estado de derecho al mismo tiempo que rechaza con firmeza toda intervención militar extranjera. Defiende orgullosamente la identidad árabe e islámica y preconiza un modernismo intelectual y la diversidad cultural. Solidario con la lucha por la independencia y la justicia en el mundo árabe-musulmán, en especial con la resistencia palestina, es consciente de los éxitos y fracasos de los movimientos políticos árabes y occidentales. ¿Retirada, pues, del nacionalismo antiguo y de los imanes?

Es muy temprano para decirlo, pues esta nueva tendencia carece todavía de eficacia política. Todavía está buscando coherencia política y formas de organización, y le cuesta hacer oír su voz en el estrépito del enfrentamiento entre la "cháchara" del Estado y las prédicas islámicas.

Tantos reveses han soportado los pueblos de la región –desde la derrota de 1967 hasta la ocupación de Irak en 2003 y el reciente conato de exacerbación de la oposición suníes-chiitas– que han interiorizado un sentimiento de impotencia.

Este estancamiento lleva, en nuestras sociedades, a un divorcio "a la italiana" entre tres partes: el Estado y sus clientes, las fuerzas laicas y progresistas y las corrientes islámicas: no se hablan entre sí, pero conviven bajo el mismo techo. La crisis económica actual introduce, sin embargo, un nuevo elemento, más desestabilizador, pero portador de despliegues inéditos. Frente a un grave deterioro de las realidades sociales, los islamistas no tienen ningún programa económico eficaz para proponer, si no es la aplicación de la sharia, que puede revelarse atractiva si contribuye a reducir el crimen y la corrupción, y a imponer el orden y la seguridad en un entorno difícil. Sin embargo, la noción islamista de justicia social parece ser una obra caritativa más que política: consiste en aligerar el fardo de los pobres por medio de la limosna más que reducir la pobreza imponiendo cambios estructurales. Los propios movimientos islámicos son una causa caritativa para los ricos conservadores que prefieren denunciar la impiedad de los países árabes laicos antes que afrontar el desafío de las injusticias inherentes a las estructuras mismas de la propiedad privada. Tienen tendencia a percibir las oposiciones sociales como una fitna (3), fuente de discordia y de caos entre los musulmanes.

Así, cuando decenas de miles de campesinos egipcios se movilizaron contra el desmantelamiento de la reforma agraria lanzada por Nasser y la devolución de sus tierras a los grandes propietarios, los Hermanos Musulmanes se alinearon detrás de la política de privatización del Estado (4). Asimismo, son militantes progresistas independientes los que desataron las huelgas y las manifestaciones obreras en el delta del Nilo en la primavera de 2008 (5). Las luchas por los aumentos de salario y el respeto de las disposiciones internacionales relativas a los derechos humanos recibieron una innegable aprobación popular y obligaron a los Hermanos Musulmanes a concederles un apoyo ambivalente: no solamente no estaban en el origen de esos movimientos, sino que las reivindicaciones estaban muy lejos de su programa. Acciones idénticas –revueltas del hambre, manifestaciones por los salarios en Gafsa (Túnez) y en Sidi Ifni (Marruecos)– fueron llevadas a cabo por fuerzas de izquierda, con los islamistas a un lado.

Estos últimos se muestran menos inclinados a lanzarse a este tipo de movimientos cuanto que no saben cómo dirigirlos y que el discurso y los temas de estas movilizaciones se les escapan. Sin embargo, estas movilizaciones son cada vez más necesarias y ofrecen a las fuerzas progresistas posibilidades inéditas de hacer avanzar sus ideas sobre la justicia y los derechos sociales (6). Pero es necesario desconfiar de un optimismo engañoso pues esas movilizaciones siguen siendo raras, localizadas y aisladas. Aun cuando los problemas planteados exigen soluciones a nivel nacional o regional, los manifestantes ignoran a menudo lo que pasa a unos cien kilómetros de su casa...

Los regímenes emplean todos los medios para impedir que estos movimientos se unifiquen y se alíen con los islamistas. Además de una severa represión, retoman algunos temas religiosos como la apología de la identidad cultural y nacional, y pretenden defender valores específicamente árabes o musulmanes condenando los discursos sobre los derechos humanos y sociales, presentados como intrusiones de Occidente. Esta actitud contribuye a eternizar la división entre islamistas y progresistas y a precipitar a estos últimos en "una trampa identitaria". El ejemplo de la mujer es el más revelador. Aunque el principio del trabajo femenino está ampliamente aceptado, no deja de haber resistencias respecto de todo lo que atañe al cuerpo de la mujer y a su papel en la familia. Al defender los derechos de la mujer, los progresistas se ven atenazados entre un discurso islamista moralista y un discurso nacionalista sobre el honor. Deben defenderse siempre contra las acusaciones de capitulación cultural mientras que la conservación de estructuras autoritarias –sean estatales o religiosas– es presentada como una resistencia cultural a la occidentalización. Esta política identitaria esencialista constituye un tema recurrente en nuestra región y, al mismo tiempo, una verdadera tragedia.

En Pakistán, los talibanes adoptaron con entusiasmo la noción de conflicto de clases, fitna o no. En el valle de Swat, defendieron la reforma agraria: algunos ricos propietarios de la elite semifeudal paquistaní, usados al principio como contribuyentes conservadores, fueron desposeídos de sus tierras de manera sumaria, y forzados a abandonar el país. Esta estrategia permitió a los talibanes, según lo explica un representante oficial paquistaní, "prometer más que proscribir la música o la escolarización... Prometen también la justicia islámica, un gobierno eficaz y una redistribución económica" (7). El mensaje dirigido a los progresistas laicos y a los regímenes "moderados" es claro: si usted no se consagra seria e inmediatamente a los problemas recurrentes de la corrupción, la pobreza y la desigualdad, se encontrará muy por detrás de los islamistas, quienes sí lo hacen.

Así pues, nadie puede ignorar las divergencias entre progresistas e islamistas. Los dos pueden desear sinceramente el establecimiento de la "democracia", pero más allá de cierto punto, tendrán probablemente puntos de vista radicalmente diferentes de la manera en que hay que crear y preservar un Estado de derecho democrático. Los progresistas quieren instaurar la soberanía de la voluntad popular, delimitada por el derecho y basada en criterios jurídicos y políticos reconocidos por la comunidad de las naciones. Los islamistas quieren instaurar la soberanía absoluta a partir de una interpretación específica de los textos sagrados, aunque se puede percibir un debate interno entre ellos, y aunque los Hermanos Musulmanes jordanos o el Partido de la Justicia y el Desarrollo marroquí se adhieren progresivamente a la idea de soberanía popular.

Existen sin embargo y en particular en el contexto de la crisis económica global, posibilidades de alianzas reales provechosas para las dos corrientes a la vez, y positivas para los pueblos de la región. En el plano local, se organizaron huelgas y manifestaciones para denunciar la desocupación, las penurias de alimentación y de recursos, y el alza de precios. La población exigirá transparencia, pedirá cuentas a sus dirigentes y reclamará una lucha decidida contra la corrupción. En el plano regional e internacional, algunos movimientos continuarán surgiendo en apoyo de Palestina, contra la intervención de fuerzas extranjeras, y en favor de un orden económico equitativo y de la aplicación del derecho internacional, etcétera.

Los principios que permitirán una acción unida y eficaz se asimilarán a principios que han animado nuestros movimientos nacionalistas históricos: la pasión por la independencia nacional y regional, el compromiso en favor de la cooperación regional, una plena participación en los asuntos internacionales, la visión de un régimen que defienda la libertad política y un Estado de derecho para todos, una plataforma que apunte a mejorar la vida económica y social de nuestros pueblos, y un esfuerzo por responder a las aspiraciones de todos los grupos étnicos y confesionales. Para eso, los progresistas deben ganar la batalla del liderazgo y de la influencia, y demostrar que la construcción de la democracia y del respeto de los derechos humanos son instrumentos necesarios y eficaces para poner en práctica todos estos principios.

Hemos observado, durante la invasión israelí de Gaza, hasta qué punto estos instrumentos han contribuido a reforzar la causa palestina. Hamás es creíble porque combate la corrupción y resiste de manera constante a la agresión israelí, pero también porque fue legitimado por el sufragio universal. En cambio, Israel está a la defensiva en el terreno de los derechos de las personas, de las normas jurídicas, políticas y éticas reconocidas por las naciones. Estas acciones ilegales amenazan con poner en cuestión la impunidad acordada por la "comunidad internacional" a Israel desde hace décadas. Con la información, los análisis y el conocimiento histórico disponible en la era de Al Jazeera, de internet y de la militancia global –para no mencionar a los historiadores de Israel, que trabajan con una libertad en la que deberíamos inspirarnos–, son cada vez más las personas que comprenden que lo que vieron en Gaza en 2008-2009 era una pequeña muestra de lo que no pudieron ver en Palestina en 1947-1948.

Paradójicamente, los desafíos más grandes planteados a los nacionalistas –como las intervenciones extranjeras en Irak o en el Líbano– han creado espacios de movilización, de unión, de pluralismo y de democracia, que debemos explotar. Una utopía tal comporta precedentes. Ha sido necesaria una sucesión aparentemente interminable de conflictos sangrientos, religiosos y nacionales, para que Europa emprenda un proceso de unificación, sin renunciar por ello a la independencia nacional y a las diferencias culturales entre sus pueblos.



(1) “In memory of the Arab Prophet”, conferencia dictada en Damasco el 1 de abril de 1943.

(2) Brendan O’neill, “Today’s ‘islamic fascists’ we yesterday’s friends”, www. globalresearch.ca

(3) Significa en árabe ‘revuelta’, ‘sedición’.

(4) Beshir Sakr y Phanjof Tarcir, “La lutte toujours recommencée des paysans égyptiens”, Le Monde diplomatique, París, octubre de 2007.

(5) Joel Beinin, “El Egipto de los estómagos vacíos”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2007.

(6) Arabic Network for Human Rights Information, “Egypt: Woman Detained for Promoting General Strike On Facebook”, El Cairo, 24 de abril de 2008, http:// allafrica.com/stories/200804241139.html; Laura Kasinof, “Egyptians use Facebook to deter censorship”, Middle East Times, 29 de abril 2004: www.metimes.com

(7) Jane Pelez y Pir Zubair Shah, “Taliban Exploit Class Rifts in Pakistan”, The New York Times, 17 de abril 2009: www.nytimes.com/2009/2004/17/world/ asia/17pstan.html?sq=afghanista

Intelectuales árabes entre Estados e integrismos

Septiembre 2010

En la mayor parte de los países árabes, allá donde imaginamos constantes enfrentamientos, encontramos más bien un juego permanente de alianzas, un pacto tácito entre tres fuerzas desiguales: autorizados a ampliar su ascendiente en la sociedad, los fundamentalistas renuncian a privilegiar la conquista del poder político; los intelectuales laicos, protegidos por el Estado de la férula de los integristas, callan las derivas autoritarias del poder y reservan su militancia a causas consensuales; y el Estado autoritario, tratado con indulgencia por los intelectuales y tolerado por los religiosos, perdura...

A lo largo de los dos últimos siglos, los ulemas siempre desconfiaron de las formas modernas de expresión cultural, temerosos de que estas últimas permitieran a la gente servirse de modos exteriores a la religión para encararse a su vida y al mundo. Pero por más que protestaran, la mayoría de las prácticas artísticas y culturales seguían siendo aceptadas. Es cierto que algunas manifestaciones (como por ejemplo la pintura moderna) llevaban la marca de Occidente y no interesaban más que a los efendis (burgueses occidentalizados).

Esta prudente tolerancia daba cuenta de un marco de pensamiento teológico (kalam) en el cual la religión no se limita a la ley religiosa (sharia), sino que alberga además cierto pluralismo. Prácticas literarias y artísticas más o menos profanas (poesía, caligrafía, artes plásticas, música) se consideraban compatibles con la religión, incluso cuando chocaban contra las convenciones. Obras de una formidable diversidad y una creatividad a menudo audaz forman parte integral de nuestra historia.

La grandeza del islam residía precisamente en su aptitud para absorber una miríada de influencias culturales. El mundo musulmán protegía, estudiaba y desarrollaba las grandes tradiciones de la literatura y la filosofía clásicas. En lugar de quemar los libros, se construían bibliotecas para preservarlos. Durante mucho tiempo fue un santuario para los documentos fundadores de lo que más tarde se llamaría Occidente. El mundo musulmán había comprendido que esa herencia constituía el patrimonio intelectual de toda la humanidad.

Con la emergencia de los movimientos fundamentalistas, nació una nueva norma. A menudo se la denomina "salafista", en referencia a la visión estrecha de la ortodoxia religiosa sobre la cual se apoya. El hecho de que se trate de una ideología implícita –pues raramente está prescrita por la ley o la Administración– no le quita ni un ápice de poder; más bien todo lo contrario. Esta norma extrae su autoridad no de un poder político, sino del lugar central que hoy ocupa la versión rigorista del islam en la identidad árabe: encarna la resistencia a la occidentalización y al neocolonialismo.

Hace algunas décadas, esa forma de religiosidad se enfrentaba a un nacionalismo árabe triunfante. Hoy en día, hasta las voces "seculares" moderadas dudan en cuestionarla abiertamente: encerradas en la trampa identitaria, temen pasar por enemigas de la autenticidad árabe a ojos del régimen, de los conservadores e incluso de las poblaciones.

Un ejemplo llamativo es el de un grupo de jóvenes marroquíes que, en el verano de 2009, quiso romper el ayuno de Ramadán haciendo un picnic en una plaza pública. Además de la previsible indignación de los religiosos, la iniciativa desató la ira de la Unión Socialista de Fuerzas Populares (USFP), la principal formación socialdemócrata del país, que reclamó sanciones para los rompedores de ayuno. Esta "religiosidad" de izquierdas se expresó en un lenguaje propio del nacionalismo: el picnic fue considerado insultante para la cultura marroquí y peligroso para el consenso identitario. En virtud de lo cual las autoridades decidieron demandar a los jóvenes por "perturbar el orden público", un motivo raramente invocado; la ley secular sirvió en este caso de excusa a una llamada al orden religioso. La clase política unánime no podía admitir la menor torcedura de los preceptos coránicos.

Así, el espacio público se va enmarcando progresivamente en una norma cultural rígida, compuesta por obligaciones y prohibiciones surgidas de una lectura estricta de los textos religiosos. Convertida en un elemento central de la ideología dominante, la religión tiende a reducirse a su versión salafista y a instaurar una lógica según la cual la cultura, hasta entonces profana, pasa a ser infiel. La concepción abierta de un islam asociado a la cultura fue sustituida por una interpretación obtusa de la sharia que proscribe la cultura. Los puntos de contacto entre la esfera sagrada de la religión y el espacio profano de la cultura han sido obstruidos.

No obstante, esta dinámica de "salafización" no impide a la población disfrutar de una profusión de productos culturales difundidos a través de la televisión, el vídeo, internet o la literatura popular. Es demasiado tentador circunscribir esa efervescencia a Occidente y a la globalización, y por lo tanto desacreditarla por "extranjera". Pero sería ignorar el ingenio con el que los árabes se apropiaron de toda la gama de producción cultural contemporánea.

En cuanto a las elites, se asiste a un entusiasmo creciente por el arte moderno, promovido por un sistema de mecenazgo al que contribuyen fundaciones occidentales, organizaciones no gubernamentales (ONG) y las monarquías del Golfo. Por su parte, el pueblo no escapa al despliegue de las multinacionales del entretenimiento y de los medios de comunicación. A la propagación de los estándares estadounidenses se suma la difusión masiva de productos culturales locales –ya se trate de los canales de noticias Al Jazeera y Al Arabiya, de series de televisión o de literatura popular, en particular manuales de autoayuda o de relaciones de pareja–, así como una explosión de creatividad musical y artística, posible gracias a internet y seguida con entusiasmo por los jóvenes árabes. Semejante mezcla se ve inevitablemente acompañada por una versión comercial y "festivalera" de la cultura árabe moderna, un fenómeno que no es propio del mundo árabe –lejos de ello– y cuya envergadura debe mucho a los empresarios, promotores e intermediarios locales.

La mayoría de estas prácticas culturales están desprovistas de contenido religioso. Saturadas de influencias globalizadas –y no solamente occidentales, sino también indias, latinoamericanas, etcétera–, presentan un carácter plenamente secular. A pesar del auge del islam político, los intentos que apuntan a islamizar el arte y la cultura siguen siendo relativamente infructuosos. No obstante, sometidos a las exigencias contradictorias de una cultura globalizada y de la norma religiosa, artistas y productores aluden enseguida a su calidad de "musulmanes", aun cuando sus obras no tienen nada que ver con la religión y a veces hasta contribuyen a la secularización de las sociedades. Valiéndose de esta pertenencia, afirman una identidad, no una práctica religiosa.

Una forma de esquizofrenia impregna la región: en privado, o en espacios semipúblicos prudentemente segmentados, se consume una cultura profana; en público, se demuestra una preocupación por exhibir su identidad musulmana, evitando por ejemplo ir al cine, yendo a la mezquita o usando una barba o un velo. Ambas esferas de la vida cultural evolucionan en paralelo, pero la norma religiosa sigue siendo hegemónica en el espacio público.

Sería un error explicar este fenómeno mediante la división social entre las elites y las franjas populares. Es cierto que, durante el siglo pasado, la burguesía occidentalizada podía gozar de todo el espectro de la cultura profana, mientras que la gente del pueblo permanecía limitada a una cultura tradicional dominada por el islam. Este corte no desapareció, pero, desde hace unos veinte años, los progresos en educación y alfabetización, conjugados con el crecimiento exponencial de los medios de comunicación –con la televisión e internet en primer lugar– han cambiado las reglas del juego. El acceso a otras lenguas y culturas ya no es solamente un privilegio de ricos.

Surge una gama cada vez más variada de prácticas culturales. Los jóvenes leen novelas, ven películas, acceden a documentos, escuchan música, consultan blogs, a menudo en lenguas distintas del árabe. No sólo consumen productos; dominan –y a veces ponen en circulación ellos mismos– prácticas culturales intrínsecamente marcadas por las influencias del Este, del Norte, del Sur y también, por supuesto, del Oeste.

La diversificación de la cultura de masas no generará mecánicamente un proceso de secularización y de democratización. En efecto, el mismo individuo leerá hoy una novela de amor y mañana un tratado religioso; almorzará frente a Iqraa TV, canal vía satélite dedicado al islam, y terminará su cena frente a un videoclip de Rotana, "la MTV árabe" (1).

De hecho, los salafistas se adaptaron perfectamente a estas nuevas herramientas, como internet. Saben explotarlas según sus necesidades. A ojos de los religiosos, el consumo de bienes culturales profanos sigue siendo un "pecado secreto"; para las autoridades, debe limitarse a la diversión y no tener consecuencias sociales ni políticas. Y todos deben respetar la norma salafista, aun cuando se alejen un poco de ella en la esfera privada. Paradójicamente, la transgresión cotidiana y personal de los preceptos coránicos en el marco del "ocio" doméstico sólo acrecienta el dominio de lo religioso: la transgresión es individual, la norma salafista es pública. La combinación de ambos desemboca en una forma de poder ideológico soft que en todos los aspectos es más eficaz que una censura burocrática.

Esta esquizofrenia no perdona a la lengua, clave de la cultura. Históricamente, los ulemas siempre celebraron la letra escrita como la expresión más elevada del espíritu humano. Pero la literatura en árabe ocupa un lugar muy marginal; un intelectual árabe no escribe en la lengua oral de su pueblo. Nacionalistas y fundamentalistas convergen en un punto: sólo admiten el árabe clásico, el del Corán (fosha), como medio de expresión cultural. Para unos, el fosha consolida la nación árabe; para otros, representa el rasgo común del mundo musulmán (la umma). Esta concepción, por supuesto, no considera las diferencias profundas entre el árabe clásico, que rara vez es hablado fuera de las escuelas coránicas, y el de la calle, o incluso el árabe "estándar" vigente en los medios de comunicación, los discursos públicos y las novelas populares. Para los escritores, la tarea se revela tanto más difícil cuanto que la novela constituye un género sospechoso, en la medida en que explora las cuestiones existenciales de una manera doblemente transgresora: liberándose de la religión y llevando la lengua árabe más allá de los límites de la fosha. Esta ruptura impide la eclosión de una expresión popular.

La misma dificultad aparece en el ámbito jurídico. Cada Estado determina su propia versión de la legalidad y de la "islamicidad", a menudo incorporando en su legislación principios de Derecho modernos, pero al mismo tiempo reconociendo a la sharia como fuente última. Esta ambivalencia, hasta hoy, limita las posibilidades políticas. También en ese punto, sin embargo, la imposición de la regla religiosa no determina necesariamente la práctica real de los tribunales o de la Administración.

Al aceptar la salafización de las normas sociales en materia de costumbres y de comportamiento (presiones a favor del uso del velo, clausura de cines, etcétera), el Estado árabe moderno consolida su política de alianza tácita con los ulemas, guardianes oficiales del islam, que se muestran más preocupados por obtener los favores del régimen que por reformarlo. El Estado puede acomodarse corrientes islamistas "moderadas", cuyo programa consiste sobre todo en movilizar a ideólogos religiosos –y no a la policía– para que reine la piedad en el seno de las comunidades. Su campo de acción se limita entonces a prohibir las disposiciones más extremas de la sharia (como por ejemplo la lapidación de mujeres y hombres adúlteros). Lo cual le permite erigirse como una protección contra una islamización completa frente a los moderados del interior y los observadores occidentales, convalidando a la vez la primacía del salafismo como norma social.

Al mismo tiempo, los intelectuales apegados a las reformas democráticas buscan obtener protección de parte del Estado contra los ulemas o los fundamentalistas. En cambio, a veces consienten en apoyar a sus dirigentes. Para ellos, un Gobierno por más autoritario que sea constituye un mal menor frente al islamismo, pues salvaguarda algunos espacios de autonomía cultural y mantiene la vaga esperanza de una liberalización futura. Así fue como, a lo largo de los años 1990, intelectuales laicos apoyaron al Estado argelino en su lucha contra los islamistas. En Egipto, el escritor Sayyid Al-Qemmi gozó de la protección del Estado tras ser amenazado de muerte. Fue incluso condecorado en junio de 2009.

Aunque ninguno de los protagonistas del caso esté dispuesto a admitirlo, el Estado a veces alcanza acuerdos con formaciones islamistas consideradas menos amenazantes que, por ejemplo, los Hermanos Musulmanes. Incluso puede llegar a garantizarles una minoría estable en el Parlamento, en calidad de oposición tolerada. Un arreglo de este tipo le permite reprimir a la vez a los yihadistas y a los islamistas que quieren subvertir el sistema político del interior.

El precario equilibrio que reina entre los diferentes actores sociales le deja al poder las manos libres para continuar con su política de represión, que sigue siendo brutal pero que ahora tiene un blanco más afinado, favoreciendo al mismo tiempo la imposición de la norma salafista.

Entre los intelectuales, esta situación frustrante puede conllevar diferentes formas de capitulación política. Por un lado, se asiste a una "fuga de cerebros", real o virtual. Muchos artistas y escritores viven en el extranjero o se dedican a un público alejado de su país. Se presentan como "árabes" y "musulmanes" más que como egipcios o tunecinos; invocan una identidad cuyos elementos fundadores son cercanos a los del salafismo; escriben en fosha y consideran que "árabe" es sinónimo de "musulmán". Miembros de una diáspora geográfica o ideológica, pierden el contacto con su país y su pueblo, y prefieren la apelación genérica de "árabes". Pero los gobernantes no tienen nada que temer mientras sus intelectuales abracen causas consensuales como Palestina o Irak en lugar de comprometerse en el terreno de la vida política nacional.

Los intelectuales pierden el interés en los conflictos sociales de sus países con más facilidad, se diluyen en la unidad abstracta de la comunidad internacional con más frecuencia en la medida en que las economías locales constituyen una base de apoyo muy modesta para los artistas y escritores. La ausencia de una política nacional de apoyo a la creación alimenta el individualismo y la despolitización de los productores culturales, que van a buscar público y fuentes de ingresos al extranjero. Muchos mecenas prefieren un ámbito cultural "aséptico" para reformar la sociedad. Tal es el caso de la fundación Ford, la fundación Soros o los filántropos de las monarquías petroleras. Así, galerías de arte y lujosos escaparates del Golfo exponen una retahíla de productos que teóricamente representan la identidad árabe-musulmana pero que, debido a su patrocinio occidental, están desconectados de la sociedad.

En el ámbito de la literatura, varias distinciones compiten para promover los "mejores" productos de la cultura árabe: el premio Emirates Foundation International de novela; el premio literario de Blue Metropolis Al-Majid Ibn Daher (Líbano); el premio internacional a la ficción árabe, con la Broker Foundation (Londres).

Que artistas de nuestras regiones participen plenamente del juego cultural planetario no tiene nada de malo (incluso puede representar un progreso). Sin embargo, al ser valorado en la escena mundial, el artista "árabe" se arriesga a alejarse del pueblo de su país. Y así, perder cualquier papel emancipador.

Sin duda internet ha abierto nuevos espacios para la producción y el consumo de bienes culturales. Pero, aun cuando la red puede hacer más eficaz un movimiento contestatario ya existente, en sí misma no produce conciencia política. Puede servir de herramienta para amplificar una movilización, como se ha visto en Egipto, pero no puede reemplazar al paciente trabajo de campo que requiere la organización de una lucha (2).

Mientras tanto, los yihadistas se han convertido en internautas temiblemente inventivos, y no dudan en recurrir al humor o al canto (nashid). Sus convicciones religiosas se apropian de las innovaciones tecnológicas, quizá debido a la distinción que hacen entre la figura del [venerable] "pensador" (mufakir) y la del [deshonrado] intelectual (muthakkaf).

Por otra parte, internet contribuye al aislamiento y a la segmentación. Sus usuarios suelen formar pequeños grupos discretos que se comunican exclusivamente –y a menudo anónimamente– a través de sus pantallas, incomunicados y en rotación continua. El anonimato permite a los descontentos exhibir su radicalidad ahorrándose al mismo tiempo cualquier confrontación abierta con el enemigo y las consecuencias que derivan de ella. En internet, es posible burlarse del poder y huir del mundo real.

Abjurando del papel que asumían (y que a veces siguen asumiendo en países musulmanes como Irán o Turquía), los artistas y los intelectuales ya no son la punta de lanza de un movimiento social, político y cultural. Parecen, en cambio, una facción de cortesanos que han anidado en el regazo del Estado o de algún padrino con fortuna y poder. Encarnada en otros tiempos por el escritor egipcio Sonallah Ibrahim o el grupo musical marroquí Nass El Ghiwan, la figura del artista contestatario se ha borrado. En Egipto, por ejemplo, el pintor vanguardista Farouk Hosni hoy es ministro de Cultura. En Siria, la traductora de Jean Genet, Hanan Kessab Hassan, fue nombrada en 2008 comisaria general de "Damasco, capital árabe de la cultura", un programa de la UNESCO. Por más interesantes que sean sus ideas sobre la cultura o la sociedad, artistas como Wael Chawki (que expuso en la bienal de Alejandría) o Hala El Koussi (galardonado con el premio Abraaj Capital Art, otorgado en Dubai) se mantienen alejados de cualquier compromiso político.

La modernización de los movimientos culturales del mundo árabe podría sin embargo resultar fecunda. Los artistas implicados gozan de un capital simbólico, de un prestigio que pueden usar para intentar impulsar cambios en sus países respectivos. Como depender del régimen no es una solución posible, la exploración de nuevos espacios de autonomía y experimentación podría permitir que volviera a generarse la oposición a los poderes autocráticos que gobiernan la mayor parte del mundo árabe.

Una cosa es segura: para que el trabajo artístico e intelectual favorezca la democratización política y social, es importante rechazar la norma salafista en su propio ámbito y proponer una alternativa creíble. Lejos de adoptar un modelo prefabricado, es importante bucear en una tradición árabe y musulmana que durante siglos multiplicó los espacios de autonomía cultural. Esta nueva norma pública adaptada al mundo y a nuestras propias tradiciones es uno de los pilares de cualquier proyecto auténtico de democratización. No podría construirse sobre la negación del desafío salafista. Ni tampoco cediendo a sus condiciones.



(1) Lanzado por el príncipe saudí Al-Walid ben Talal. Veáse Yves Gonzalez- Quijano, “Le clip vidéo, fenêtre sur la modernité arabe”, en “Culture, mauvais genres”, Manière de voir, n° 111, París, junio-julio de 2010.

(2) Como quedó demostrado en Egipto con la “rebelión Facebook” contra el presidente Mubarak en la primavera de 2008.

Pueblos contra tiranías

Marzo 2011

El éxito de la revolución tunecina sorprendió al mundo. En apenas tres semanas de protestas, los ciudadanos consiguieron derrocar una dictadura arraigada desde hacía 23 años. Esa divina sorpresa pareció demostrar que las tiranías eran tigres de papel incapaces de resistir al soplo de los pueblos alzados. Entonces, como saliendo de un letargo de medio siglo, las sociedades árabes se sublevaron. En Egipto, corazón del mundo árabe, cayó también, el 11 de febrero, el detestado general Mubarak. En Libia, Bahrein, Yemen, Argelia, Marruecos, las protestas se multiplicaron, reprimidas a veces con desproporcionada violencia. ¿Qué semejanzas y qué diferencias tienen todas estas revueltas?

El pasado 14 de enero, los tunecinos derribaron un régimen despótico que había virado a la cleptocracia –un sistema basado en el robo y la corrupción– y también a una autocracia represiva. El poder estaba encarnado en una familia que saqueaba a la sociedad. La inmolación de Mohamed Bouazizi, un joven bachiller desesperado que vendía frutas y verduras en su puesto ambulante, el 17 de diciembre de 2010, disparó una revuelta que pudo con uno de los regímenes más represivos del mundo árabe. Sin embargo, en la región no faltan las dictaduras.

Este heroico levantamiento de un gran pueblo sirvió de ejemplo. Imprevisible, sin real liderazgo político, la rebelión se benefició de su carácter no estructurado. De haberlo tenido, es probable que el régimen la hubiera aplastado. Unidos por la única lógica del "hastío" contra la autocracia de Zine el-Abidine Ben Ali, los insurgentes estuvieron conectados vía internet, un tipo de comunicación que el régimen no había sabido anticipar (a pesar [de las enseñanzas] del Movimiento Verde en Irán, reprimido en 2009 por la teocracia en el poder). En menos de un mes, la rebelión logró derrocar una dictadura que, durante casi un cuarto de siglo, hizo de Túnez uno de los países más cerrados de África del Norte y de Oriente Próximo.

Las ventajas de tal levantamiento constituyen en adelante su principal debilidad: ausencia de líder, de programa político o de capacidad para hacerse cargo de la sociedad tras el derrocamiento del odiado Presidente.

El país, que cuenta con una de las poblaciones más instruidas y mejor secularizadas del mundo árabe, hasta ahora ha sabido evitar cualquier preeminencia de los islamistas radicales.

Lo que se perfila no parece proporcionarles la ocasión de tomar el poder mediante la violencia. En consecuencia, si una parte de los islamistas (como la Nahda) (1) acepta el juego democrático, convendría integrarlos en el sistema político, para marginar mejor a los islamistas radicales.

El sentimiento de incertidumbre, palpable tras la caída y la huida de Ben Ali, se origina en la ausencia de una elite política autónoma capaz de asegurar el relevo del poder y la transición hacia un régimen democrático; entonces, sólo subsisten la élite del régimen derrocado, partidos políticos embrionarios y sindicatos obreros descabezados. De prevalecer el temor al caos, la confianza en la capacidad autogestionaria de la sociedad y el realismo político, podrían emerger estructuras políticas. La juventud será el sostén de una sociedad en búsqueda de democracia, que supo salir de la dictadura sin sufrir irreparables pérdidas humanas.

Al aproximarse la primera elección fundadora, la calle en movimiento causa temor a los nuevos dirigentes. Preocupados por evitar violentos desbordamientos, tanto como por preservar una parte del poder del Presidente derrocado, el régimen de transición podría pretender preservar un determinado statu quo. Al organizar elecciones en un plazo cercano, se corre el riesgo de aumentar el peso de las elites deslegitimadas, que se reagruparían para usurpar la etiqueta de la renovación.

El esquema es clásico. Se lo observó a principios de la década de 1990 en Bulgaria y en Rumanía, donde el antiguo régimen operaba la conjunción con las élites anteriores para resucitar bajo una nueva apariencia. El caso de Ucrania es todavía más claro: la ruptura es más fundamental (ya que aparece un nuevo Estado), pero los viejos cuadros políticos regresaron en cuanto los disturbios se calmaron. El hilo de Ariadna que une todas esas situaciones es que el pueblo se moviliza contra las odiadas autoridades, y su caída calma de inmediato la presión popular. He aquí el problema central que dificulta cualquier transición allí donde existe una sociedad civil poco organizada.

Sin embargo, los levantamientos de Túnez y de Egipto, alimentan la esperanza de otras poblaciones árabes. Tanto en Argelia como en Libia, Jordania, Marruecos, Siria, Bahréin, Yemen e incluso en Palestina, la experiencia de la emancipación es contagiosa. Un poco en todas partes, las nuevas generaciones, cansadas de los sistemas autoritarios, se desesperan por liberarse. Pero, precisamente porque era imprevisible, la experiencia tunecina no puede reproducirse de forma idéntica en el resto del mundo árabe.

En Túnez, el ejército estaba relativamente separado de los servicios de inteligencia y de represión –incluida la policía–. A menudo mal pagados, a excepción de la guardia presidencial, estos servicios sabían actuar en revueltas circunscritas, cortando de raíz los actos de insumisión. Pero ignoraban cómo acabar con revueltas poco organizadas y extendidas a numerosos estratos.

Diferente de Argelia, donde la dictadura es colegiada –y no concentrada en manos de una única persona–, pero similar a Egipto, donde Mubarak focalizaba los odios y los rencores, la dictadura tunecina ofrecía un blanco fácil a la vindicta popular. La implicación de la casi totalidad de la familia Ben Ali en el secuestro del país acentuaba aún más el fenómeno. Las dictaduras difusas son más difíciles de desalojar que las que ofrecen un rostro preciso al resentimiento popular, como con el Sha de Irán o Suharto en Indonesia, por no citar más que ejemplos notorios. Por otra parte, las coaliciones oligárquicas disponen de una base más amplia que las dictaduras personalizadas: por lo tanto, son menos frágiles. Los sistemas autoritarios resultan tanto más resistentes cuanto que conceden una parte del poder al pueblo y, sobre todo, a distintos grupos de intereses. Comparados con Túnez, los poderes marroquí y argelino dieron nacimiento a redes de intereses mucho más extensas y más complejas, con las que se los vincula. En el caso de Argelia, los ingresos petroleros aglutinan un cuerpo político directamente interesado en mantener el régimen.

El sistema tunecino también tenía la particularidad de transformar las consultas electorales en plebiscitos fúnebres (99,27% de votos en 1989, 99,91% en 1994, 99,45% en 1999, 94,49% en 2004, 89,62% en 2009), que dejaban sin salida a la oposición. Hablando con propiedad, la escena política era inexistente. No era el caso de Egipto, donde el sistema electoral, indudablemente sujeto a un fraude masivo, sin embargo seguía siendo un lugar de polémica y confrontación. Por otra parte, la prensa no estaba tan amordazada como en Túnez.

Tampoco en Argelia, donde por lo demás el ingreso petrolero permite sortear una radicalización de la cólera popular, al menos mientras la jerarquía militar permanezca a la vez unida, poco visible en la escena política y capaz de integrar – sometiéndola– a una parte de los actores políticos que aceptan el juego de la cooptación. Por otra parte, la salida de una guerra civil de más de una década ha dejado a Argelia exangüe y poco dispuesta a levantarse contra un régimen que triunfó sobre el islamismo radical al precio de unos cien mil muertos.

Queda Marruecos, donde hasta ahora el rencor popular no apuntó a la monarquía. Pero una juventud frustrada por la ausencia de perspectivas, un juego político bloqueado, un aparato securitario coercitivo y aplastantes redes clientelistas pueden encontrar motivo para una rebelión. Rebelión que correría el riesgo de radicalizarse, habida cuenta de la complejidad del país. En efecto, allí las divisiones étnicas son al mismo tiempo más numerosas y más profundas, con un proceso de homogeneización menos avanzado.

Des mouvements inéluctables encore difficiles à imaginer

En todos esos países, un modelo de desarrollo poco dinámico y profundamente desigual, marcado por el clientelismo en el aparato estatal, un fuerte control de la población y la ausencia de apertura de la escena política hacen que los regímenes sean a menudo "fuertes" a expensas de la debilidad de su sociedad civil. Pero basta que se revele el menor defecto en su coraza para que una parte de la contestación se precipite por la brecha y amenace con el desmoronamiento.

En los casos de Túnez y de Egipto, fue precisamente el carácter carcomido de unos regímenes acorralados e ilegítimos lo que cristalizó las revueltas populares. ¿Un fruto maduro a punto de caer? Sin embargo, el poder de Ben Ali y de Mubarak pasaban por ser de los más sólidos y estables de la región. La falla era invisible y lo que iba a suceder, impensable.

Los otros regímenes no son tan frágiles, y no en los mismos niveles. No obstante, su longevidad los convierte en fáciles presas de movimientos que de momento son difíciles de imaginar, pero que, a posteriori, parecerán tan ineluctables como el que puso de rodillas al régimen tunecino. La facilidad con la que la dictadura de Ben Ali sucumbió al asalto de los jóvenes testimonia la incapacidad de los aparatos de represión de acabar con los movimientos surgidos de ninguna parte, fulgurantes.

Las disparidades de desarrollo entre las diferentes regiones del país favorecieron la revuelta tunecina. Aunque se realizaron importantes inversiones en las zonas costeras con el fin de alentar el turismo, las regiones del interior fueron abandonadas a su suerte.

Precisamente de allí surgió el movimiento que arrastró al régimen. Es cierto que en otros países árabes también existe esta disparidad, pero adopta otra forma. En efecto, una sociedad donde un grupo muy restringido e ilegítimo acapara el sistema político no podría desarrollarse con racionalidad, sin la autonomía de una tecnocracia que actúa a la manera del modelo chino. Y la mayoría de los países árabes sacrifica su tecnocracia en el altar de la corrupción y del autoritarismo.

"Trabendistas" [contrabandistas en el mercado negro] y jóvenes angustiados, a menudo diplomados, pueblan las calles donde se los ve apoyados contra la pared: ¿"hittistas" (2) prontos a abrazar el islamismo o, simplemente, víctimas de un sistema que les da muy pocas oportunidades de vivir dignamente? Su desaliento puede expresarse como en Argelia (pero, al no provocar cambios, termina por morir lentamente). O como un estado de resentimiento contenido (como en Jordania y Marruecos). A menudo sin percatarse, los regímenes fundan su estabilidad en la apatía de una sociedad que no logra ni siquiera rebelarse. El día en que explota la cólera, lo hace de la manera más ciega y violenta.

En tanto que el desaliento de los jóvenes no llega a involucrarse en un hecho que puede hacer estallar el polvorín, esos regímenes siguen indemnes. Pero la menor publicación en "informaciones generales" de la inmolación de un joven, puede bastar para que toda la sociedad se encolumne detrás de la revuelta, al principio local y regional, y que el régimen se derrumbe en la vergüenza, a una velocidad que desafía el entendimiento.

La influencia del movimiento tunecino sobre el resto del mundo árabe dependerá de su capacidad de democratizar el país. Si la democracia se organiza, probablemente se asistirá a su difusión, en especial en el Magreb. Las reivindicaciones populares se acentuaron, para terminar exigiendo pluralismo y participación. Si fracasa, los regímenes autoritarios se verán afianzados, con gran pesar de las poblaciones: sin duda la mayoría de los regímenes árabes prefieren la segunda opción, incluso si provoca el caos.

Se pueden imaginar dos argumentos: que los regímenes árabes escuchen las reivindicaciones de sus pueblos y comiencen a abrirse políticamente, o que intenten a cualquier precio preservar su poder sin ceder a las demandas de participación política de los ciudadanos.

En la primera eventualidad, el camino estará sembrado de zancadillas. En efecto, tras varias décadas de encierro y represión, los regímenes árabes deben abrirse gradualmente para evitar un choque frontal que podría conducir a su derrocamiento. Teniendo en cuenta la frustración de la población, su apertura democrática tendría que ser lo bastante franca como para que no sea percibida como un engaño, y lo bastante progresiva para no hacer tambalear el sistema político en las tormentas revolucionarias. Ahora bien, el cambio gradual sólo podría llevarse a cabo con habilidad y el concurso de una élite política que no sacrificase ni la estabilidad ni la urgencia de la democratización. Se observa con escepticismo la capacidad de los regímenes instalados para apelar a esa elite y darle el suficiente poder para que cumpla su misión de apertura.

Queda la solución del encierro político. Advertidos por lo sucedido en Túnez y Egipto, los regímenes autoritarios árabes intentan neutralizar las causas inmediatas de la rebelión, en especial luchando contra la escasez de alimentos de primera necesidad (pan, azúcar, carne, huevos, etc.). Luego dedicándose a aumentar la eficacia de sus servicios de seguridad e inteligencia.

Los ejemplos tunecinos y egipcio muestran que se produjo una falla en el sistema de comunicación, dado que internet sirvió de refugio a los opositores, que se contactaban vía Youtube, Twitter, Facebook, etc. El sistema represivo también sufrió de falta de cooperación entre sus distintos niveles (policía, informadores generales y ejército). Inspirándose entonces en el modelo iraní para aplastar los movimientos sociales, los regímenes árabes aprenden a filtrar y censurar internet de ser necesario. En casos extremos, como en Libia, expulsan o confinan a los periodistas extranjeros. Según el modelo de Bassidje (3) en Irán, intentan ahogar las revueltas urbanas cuadriculando los diferentes barrios y estableciendo en ellos cabezas de puente susceptibles de intervenir localmente. En suma, en ese caso se asistiría a una "modernización" y a una "extensión" de los servicios de represión.

Pero tales remedios no inmunizan contra los nuevos tipos de acción colectiva que puedan inventar los próximos movimientos sociales. Las soluciones represivas sólo servirán, en el mejor de los casos, en el corto plazo.

Si bien el Movimiento Verde iraní gozó de una gran simpatía en Occidente, no sucedió lo mismo con el levantamiento tunecino. Incluso provocó reacciones a primera vista totalmente inapropiadas. En especial en Francia, país que se mantuvo fiel a la dictadura de Ben Ali hasta el final. Las otras capitales occidentales, entre ellas Washington, apoyaron a los rebeldes con desgana. Digamos que Occidente no muestra entusiasmo por la democracia en el mundo árabe, a pesar de una retórica algo apasionada. Los éxitos de los movimientos tunecino y egipcio podrían brindar la ocasión de cambiar de comportamiento, en particular en París.

Por el contrario, en el mundo árabe –que percibe la colusión con las dictaduras como la continuación de la colonización y el imperialismo por otras vías–, el apoyo a la democratización se percibe como prenda de respeto para sociedades que reprimen regímenes ilegítimos. Si por temor al islamismo radical o por interés, Occidente se obstina en negar ayuda a este tipo de movimientos democráticos, al menos podría mantener una neutralidad benévola.



(1) Movimiento de renacimiento cultural y político que apareció a fines del siglo XIX. Mezcla voluntad de reformar el islam y transformar la sociedad. Leer Anna-Laure Dupont, “Nahda, la renaissance arabe”, Manière de voir, no 106, agosto-septiembre 2009.

(2) Hittista (de hitt, muro en árabe): desocupado que pasa todo el día apoyado en la pared.

(3) Los jóvenes voluntarios del ejército de pasdaranes (cuerpo de guardianes de la revolución islámica).

¿Monarquías árabes, el próximo punto de mira?

Enero 2013

Mientras que en Túnez, Egipto, Libia y Yemen comienza una caótica transición democrática, los combates se intensifican en Siria. Menos relevantes, las protestas se arraigan contra las monarquías, ya sea en Jordania, Marruecos o los países del Golfo.

La Primavera Árabe no es un acontecimiento, es un proceso. Para los países más comprometidos en el camino de la emancipación política, la pregunta crucial es: ¿Puede institucionalizarse la democracia? Aun cuando los progresos siguen siendo frágiles y las relaciones entre sociedades y Estados sean conflictivas, la pregunta reclama un sí cauteloso. En algunos de los países implicados, asistimos al establecimiento de instituciones democráticas. Respecto de si el proceso de reforma y mutación todavía puede extenderse a otros países de Oriente Próximo, esto dependerá de una larga serie de factores: tensiones religiosas, movilización política, capacidad de adaptación de los regímenes gobernantes y cuestiones geopolíticas.

Donde las perspectivas de futuro parecen más prometedoras es en el norte de África. La institucionalización de la democracia supone una convergencia de la vida política en torno a los tres ejes que sustentan el Estado de derecho, a saber: las elecciones, el Parlamento y la Constitución. Cuando estos ejes son sólidos y duraderos, los Gobiernos generalmente quedan protegidos de los grupos radicales, de las fuerzas reaccionarias y de un eventual retorno al autoritarismo del pasado. Las democracias que aprecian el respeto por el derecho y la equidad electoral reclaman la alternancia en el poder entre partidos rivales.

En Túnez, Libia y Egipto, este proceso de institucionalización está en marcha, aunque sea un camino inestable (1). Cada uno de estos tres países tuvo elecciones legislativas marcadas por una competencia y un pluralismo inconcebibles durante el régimen anterior. En Túnez, la Asamblea Constituyente surgida de las urnas está terminando de redactar una constitución. La crisis tiene dos dimensiones: la larga pasividad del nuevo Gobierno frente a la violencia salafista (que terminó después del ataque a la embajada estadounidense en Túnez) y la demora en la implementación de las reformas económicas, en particular en las zonas más desfavorecidas. A pesar de estas tensiones, en ocasiones muy activas, y de los conflictos que oponen a los diversos intereses políticos, nadie, salvo una pequeña minoría, está cuestionando las reglas del juego democrático. No sucede lo mismo en Libia, donde el orden político nacido del derrumbe del régimen de Muamar Gadafi se debilitó por el poder de los grupos armados (2).

En Egipto, el ganador de las elecciones presidenciales fue el candidato de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi. Al asumir el cargo, el nuevo jefe de Estado afirmó la autoridad del poder civil por sobre el ejército, al ordenar el retiro del mariscal Hussein Tantawi. Este primer paso hacia una redefinición de las relaciones entre civiles y militares rompe con la larga historia pretoriana del aparato de Estado.

En estos regímenes de transición, la mayoría de los actores políticos –excepto, por supuesto, algunos grupos radicales, como los salafistas, o nostálgicos de la autocracia del pasado– tomó nota de la nueva situación. La cual no necesariamente implica que las democracias en vías de institucionalización se vuelvan liberales. Los demócratas de la Primavera Árabe no han abrazado la revolución para que sus sociedades se adecuen a los puntos de vista occidentales (que, en el contexto árabe, incluyen la igualdad entre sexos, el levantamiento de la censura sobre las producciones "inmorales", como la pornografía, la libertad de expresión y de blasfemia). El liberalismo político, como doctrina política que sacraliza los derechos individuales, sólo puede surgir de una fase posterior de la consolidación democrática. Es poco probable que la etapa actual, marcada por el enfrentamiento entre laicos y fundamentalistas religiosos, pueda culminar en un marco normativo "a la occidental" o incluso en un compromiso sobre los valores.

Para estos Estados en transición, la prioridad no reside en la lucha ideológica sino en el mantenimiento en el tiempo de las instituciones. La normalización democrática no implica la adhesión de cada ciudadano y de cada partido a un mismo marco ideológico, sino que más bien supone que las leyes y los procedimientos democráticos se conviertan en reglas de juego definitivas. Incluso los islamistas están descubriendo que no se puede ganar una elección sólo con consignas. Al igual que cualquier otro gobierno democráticamente electo, deben responder a las expectativas de sus electores con decisiones políticas y no con promesas vacías de felicidad u ortodoxia.

Tanto en Estados Unidos como en Europa, la clase política y los medios de comunicación consideraron chocante que partidos islamistas como Ennahda en Túnez o los Hermanos Musulmanes en Egipto hayan salido vencedores de una revolución a la que habían contribuido poco. Sin embargo, varios factores conducen a atenuar el temor de una islamización masiva.

En primer lugar, los observadores occidentales suelen olvidar que los islamistas no disponen de ningún monopolio simbólico sobre la interpretación de los textos sagrados en el espacio público. En Egipto, instituciones históricas como Al-Azhar y movimientos religiosos como el de los sufíes conciben la articulación de la fe y la política sobre bases muy diferentes a las que reclaman los islamistas. Dentro mismo del amplio movimiento del islam político, desacuerdos a veces virulentos oponen diferentes corrientes de ideas –por ejemplo, los Hermanos Musulmanes y los salafistas del partido Al-Nur– en cuestiones sociales o religiosas importantes. De alguna manera, la libertad de interpretación que se da al creyente constituye el freno más seguro a las ambiciones de quienes quieren dominar el islam en su propio interés político.

En segundo lugar, aunque el islamismo agrupa de modo indistinto a obras de beneficencia social y a grupos yihadistas belicosos, su encarnación más influyente políticamente en la mayoría de los países en transición –los Hermanos Musulmanes– no tiene nada de vanguardia revolucionaria. Los Hermanos se han cuidado mucho, por ejemplo, de apoyar la convocatoria lanzada en 1979 por Irán a una revolución islámica en las dictaduras seculares de la región. Del mismo modo, permanecieron sordos al llamamiento a la yihad de Osama Ben Laden en la década de 1990.

En tercer lugar, si bien los islamistas han obtenido victorias indiscutibles, no han conseguido resultados abrumadores. Así pues, el islamismo no puede ser considerado como la expresión unívoca de las masas árabes. Los Hermanos Musulmanes y, en menor medida, los salafistas triunfaron en las primeras elecciones pos-Mubarak de diciembre de 2011, cuando arrasaron con las tres quintas partes de los escaños en el parlamento. Pero, desde entonces, su popularidad ha disminuido, como lo demuestra la estrecha victoria de Morsi en las elecciones presidenciales de junio de 2012 frente a Ahmed Shafiq, un representante del odiado antiguo régimen.

Del mismo modo, Ennahda controla el 40% de la Asamblea Constituyente tunecina, una mayoría consistente pero relativa que lo obliga a aliarse con formaciones laicas y progresistas. En Libia, el Partido Justicia y Construcción (PJC), variante local de los Hermanos Musulmanes, estuvo al borde del desastre al recoger apenas el 10% de los votos en las elecciones legislativas de junio de 2012.

Por último, por mayor que fuera inicialmente su renuencia a entrar en el juego electoral, los islamistas podrían salir transformados del mismo. En Egipto, sigue abierta la cuestión de saber cómo harán los Hermanos Musulmanes y sus primos enemigos los salafistas para integrarse al proceso democrático en el largo plazo. En todo caso, parece bastante seguro que no podrán tomar el poder por la fuerza: los Hermanos Musulmanes constituyen un movimiento social muy organizado, pero sin gran capacidad de coerción.

Las manifestaciones de ira recientemente provocadas por una película estadounidense islamófoba ilustran la creciente normalización de los actores del islamismo. En efecto, el episodio obligó a las grandes formaciones fundamentalistas a distanciarse de modo muy claro de los grupos más radicales. Además, muchos líderes protestaron contra la película invocando argumentos de derecho común, como la difamación, en lugar de apelar a las prescripciones de la ley coránica –los Hudud– contra la blasfemia.

Por supuesto, no se puede ignorar que la principal reivindicación de la mayoría de los fundamentalistas apunta a reforzar los pilares del islam en las sociedades árabe-musulmanas en conformidad con la sharia. Desde este punto de vista, los Hermanos ciertamente no constituyen una organización liberal. Por ello los círculos seculares temen que se establezca una teocracia. Sin embargo, no hay que olvidar que a la corriente islamista mayoritaria, encarnada en los Hermanos Musulmanes, le interesa especialmente adoptar las normas democráticas de una manera que preserve tanto la importancia de la identidad religiosa como las reglas institucionales de la competencia electoral, porque sólo a ese precio puede hacer que fructifiquen las ganancias obtenidas de su papel político en la transición actual.

En otras palabras, no es necesario plegarse a la ideología liberal occidental para construir democracia. España y Portugal no disponían de este tipo de marco de pensamiento cuando se democratizaron en la década de 1970, al igual que América Latina cuando en la década de 1980 quedó sumergida en lo que Samuel Huntington llamó "la tercera ola de democratización" (3). La lógica de la democracia consiste en aceptar los desacuerdos que oponen a unos y otros en un marco constitucional basado en el pluralismo y la necesidad de rendir cuentas: la alternativa se resume en inestabilidad, conflicto y déficit.

Una vez que la gestación democrática alcanza el punto irreversible donde la mayoría de las formaciones se adaptan al principio de las elecciones y la participación, tanto ciudadanos como dirigentes políticos pueden comprometerse en un debate sobre la transformación de la sociedad en un sentido más (o menos) liberal. Concretamente, esto significa que países como Libia, Túnez o Egipto no necesitan, para llevar a buen puerto sus procesos democráticos, estar tan profundamente "secularizados" como gusta afirmarse en Occidente. En los países occidentales tampoco el secularismo ha precedido siempre a la democracia, sino todo lo contrario.

Los jóvenes que participaron en las protestas –en su mayoría urbanos, miembros de las clases medias y decididamente laicos en el sentido de que no pertenecen a grupos islamistas– estaban a la vanguardia de la ola revolucionaria. Hoy, sin embargo, esta juventud se ve marginada en Túnez, Libia y Egipto, y con ella su visión del futuro más secular y democrática, porque no ha logrado construir un frente político coherente cuando los regímenes autoritarios contra los que luchaba se derrumbaron. Mientras que los islamistas sí que han sabido sacar ventaja del vacío que se produjo, movilizando sus tropas –con mayor o menor éxito en términos electorales–, los movimientos juveniles se negaron a entrar en la arena de la política institucional.

Esta ausencia ha mostrado tener graves consecuencias. Al privilegiar la calle como un espacio de expresión política y centrarse en la protesta directa y espontánea, en detrimento de los caminos más tibios y estructurados de la política electoral, los jóvenes revolucionarios se privaron de todo poder y de toda representación en las nuevas instituciones democráticas, como los parlamentos y los consejos populares.

La política de la calle produce un doble efecto. Por un lado, permite al ciudadano ejercer su derecho a supervisar al Estado: la revolución egipcia del 25 de enero sólo fue posible porque estudiantes, trabajadores y miembros de las clases medias se congregaron en los centros de las ciudades para desafiar al poder central y reclamar sus derechos. Por otro lado, el estruendo de la protesta permanente no puede sustituir el murmullo institucional de las elecciones y las campañas políticas, por la sencilla razón de que rechaza la legitimidad del sistema. Ahora bien, una democracia sólo puede construirse si la mayoría de sus ciudadanos acepta su legitimidad.

Para que estos jóvenes puedan ampliar su contribución a la Primavera Árabe, deben ajustar sus intereses a las instituciones nacientes. Les ha llegado el momento de invertir su energía y espíritu de lucha en la política formal, la de los Parlamentos y las consultas. También pueden servir como auxiliares en una nueva escena política que alienta la expresión del conservadurismo religioso, de las tendencias nacionalistas, de las reivindicaciones seculares, de los valores de centro y progresistas que componen el amplio abanico ideológico árabe. Sin control, las protestas callejeras pueden arruinar las mejores políticas. Si los intereses populares sostenidos por los jóvenes no encuentran un relevo institucional dentro del sistema, no hay que descartar que una minoría bien organizada se apropie del poder y restaure las prácticas autoritarias del pasado.

Esto ha sucedido en varias ocasiones durante la "tercera ola de democratización": los autócratas encuentran fácilmente una manera de subvertir las nuevas instituciones democráticas. En el mundo árabe, el mayor peligro no reside en un retorno a las dictaduras grotescas, sino más bien en el surgimiento de nuevos sistemas autoritarios basados en coaliciones oligárquicas que manipulan las herramientas de la democracia.

Como todos los grandes cataclismos históricos, la Primavera Árabe dejó tantos vencedores como perdedores. Además de los movimientos juveniles, las elites intelectuales claramente pertenecen a la segunda categoría. Repitieron los errores de sus predecesores, al no poder unir sus ideologías académicas a las preocupaciones prácticas de la población.

Desde la aparición del nacionalismo árabe en las décadas de 1920 y 1930, las generaciones de elites educadas se plantaron en sus posiciones progresistas que les valían la atención de la prensa y los favores de las clases medias. La oposición por principio a las amenazas externas –sionismo, imperialismo, orientalismo, capitalismo, colonialismo, etc. – se combinaba con reivindicaciones más positivas, como el panarabismo, la justicia social o la igualdad con Occidente. Sin embargo, los intelectuales árabes se han mostrado más progresistas que las sociedades a las que pertenecían, al mismo tiempo que se mantenían limitados por su incapacidad para hacerse oír por el pueblo y los partidos políticos.

Su marginación también se explica por un discurso cada vez más desconectado de las realidades locales, que no otorgaba ningún espacio al deseo o a la hipótesis de una revolución en tierra árabe. Sus rituales imprecaciones contra el sionismo y el imperialismo estadounidense, considerados responsables de todos los males que aquejan a los países del Magreb y Oriente Próximo, se vaciaron de contenido cuando los pueblos árabes quisieron pelear contra el despotismo y la corrupción de sus propios líderes. De modo trágico, algunos intelectuales reaccionaron al fracaso de sus diagnósticos atribuyendo la Primavera Árabe a una conspiración occidental-israelí. Con la caída del partido Baas en Irak y pronto, quizás, en Siria, habrán desaparecido realmente los últimos vestigios del nacionalismo árabe.

Otra razón para la falta de popularidad de los movimientos juveniles y las elites intelectuales tiene que ver con su oposición visceral a cualquier forma de islam, que los ha encerrado en una especie de fundamentalismo secular incapaz de admitir que los islamistas, incluso los más moderados, pueden desempeñar la más mínima función dentro de un gobierno.

El tercer grupo de perdedores está compuesto por las monarquías árabes. Esta afirmación puede parecer sorprendente en un primer momento, a sabiendas de que la Primavera Árabe no destituyó a ninguna cabeza coronada. Según el paradigma de análisis comúnmente aceptado en Europa, esta resiliencia puede ser explicada por dos factores. Por un lado, las dinastías gobernantes gozarían de una legitimidad profundamente arraigada en el sustrato cultural árabe: los pueblos son quienes sostienen a sus reyes y príncipes por apego a una historia gloriosa, forjada antes o durante las luchas anticoloniales. Por otro lado, estos regímenes cuasi absolutistas están en mejores condiciones de adaptarse a las situaciones de crisis, a causa de las herramientas institucionales extraordinariamente flexibles de que disponen para manipular a la opinión pública a su favor, más allá de la simple represión.

Sin ser del todo falsa, esta interpretación pasa por alto el hecho de que las monarquías árabes se están debilitando. Su base es menos sólida que hace una década. En Bahrein, por ejemplo, el levantamiento de un amplio sector de la población sólo pudo ser contenido por la intervención combinada y sangrienta de las Fuerzas Armadas nacionales y de las tropas enviadas por el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG).

En Marruecos también se han producido manifestaciones de gran magnitud. La promesa de una enmienda constitucional ha calmado momentáneamente la cólera popular, pero la ausencia de reformas radicales preanuncia un mañana inquietante. Al aceptar formar el Gobierno sin una contrapartida real por parte del rey Mohammed VI, los islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) corren el riesgo de perder su credibilidad, al igual que el resto de la clase política. A esto se suma que la división entre los habitantes de medios rurales y medios urbanos no es tan radical como en otro tiempo: el descontento se ha generalizado y las aspiraciones de cambio trascienden las viejas divisiones entre clases y territorios.

En Arabia Saudí también, la dinastía gobernante domina con todo su peso en la sociedad. Bendecida por los azares de la geología, ha utilizado sus vastas riquezas para ahogar todo atisbo de oposición bajo un diluvio de petrodólares y programas de desarrollo, que han permitido al régimen posponer indefinidamente las reformas estructurales necesarias. En el vecino emirato de Kuwait, que desde hace tiempo cuenta con una tímida experiencia parlamentaria, se está observando el proceso inverso. Las protestas contra la corrupción y la autoridad socavaron la autoridad de la familia Al-Sabah y la oposición boicoteó las elecciones de diciembre de 2012. El conflicto entre la monarquía y la oposición ha alcanzado su punto de ebullición en torno a una elección fundamental: o bien el emir acepta nombrar a un primer ministro que no sea de sangre real, o bien disuelve el Parlamento e inicia un retorno al autoritarismo que podría costarle muy caro.

En Jordania, la monarquía se ahoga en la convergencia de dos dinámicas complementarias. Los islamistas quieren preservar al rey, porque temen que el fin de la tutela hachemita ofrezca una coartada a Israel para designar la orilla oriental del río Jordán como patria natural de todos los palestinos y así justificar la anexión completa de Cisjordania. No obstante, reclaman una monarquía constitucional y más libertades políticas. La dinastía beduina en el poder en Amán se enfrenta a una exasperación creciente, atizada por el aumento del desempleo y los casos de corrupción.

Para las monarquías, entonces, es el momento de actuar y de salirse de esas redes de intereses inextricables, dado que las dinastías tuvieron cuidado de tejer conexiones con un amplio abanico de grupos sociales y políticos –empresarios, comerciantes, agricultores, tribus, ulemas– que les brindan su apoyo a cambio de ventajas y subsidios. Si se implementaran reformas drásticas que reemplazaran el régimen absolutista por un sistema parlamentario, no sólo se perjudicarían las familias reales, sino también sus clientes plebeyos. Además, la historia de la región –ya sea poscolonial o pos Guerra Fría– demuestra que las monarquías son reacias a cambiar su poder ejecutivo por autoridad moral. Sin una presión popular severa, los príncipes no tienen ningún interés en tomar la iniciativa para una reforma seria. Las monarquías árabes, durante mucho tiempo elogiadas por su moderación y su capacidad de adaptación, ahora corren el riesgo de arruinar una oportunidad única. Se niegan a poner en marcha la transición democrática, cuando el espíritu de preservación les ordena disponer de todos sus esfuerzos para unir a sus sociedades frente a la crisis y a ahorrarles un futuro de conflictos e inestabilidad.

La dimensión geopolítica de la Primavera Árabe ha puesto de relieve una extraña paradoja. Recordemos cómo comenzó todo: la protesta, que surgió a escala local, resuena primero a nivel nacional como un llamamiento a la justicia, la dignidad y la resistencia contra la brutalidad de un régimen. En pocos meses, la Primavera Árabe se convierte en oleada regional, llevando más allá de las fronteras un corpus común de exigencias y valores. Esta propagación supera el "efecto Al Jazeera", tantas veces invocado, ya que no transmite solamente formas modernas de comunicación, sino también y sobre todo una concepción radicalmente nueva de militancia política. Amplificado por las redes sociales y los medios de comunicación tradicionales, el movimiento toma parte de su impulso del concepto de "unidad panárabe", pero rechaza toda forma de coloración ideológica para fusionar mejor las frustraciones en contra del despotismo y reivindicar con una fuerza ensordecedora el derecho a la ciudadanía.

Hoy, ese impulso ha llegado a su tercera etapa, la de su institucionalización. La Primavera Árabe ya no es sólo una exigencia nacional y supranacional, sino que ha creado un espacio para la confrontación internacional. El levantamiento en Bahréin inauguró este proceso en la primavera de 2011, cuando, en nombre de la naturaleza confesional de la oposición dominada por los chiíes, la monarquía suní reforzó su alianza con sus vecinos de la misma confesión, así como con las potencias occidentales, dentro de un frente estratégico liderado por Arabia Saudí, Estados Unidos y Turquía, sin contar la intervención más discreta de Israel. Los movimientos populares que luchan contra el rey de Bahréin han sido satanizados como secuaces del bloque chií "radical" encarnado por Irán, Siria y Hezbolá. La guerra civil siria aceleró este proceso, pero según una dinámica inversa. Esta vez, fue la oposición popular la que se vio asociada al campo "moderado" de las potencias suníes y sus aliados occidentales, mientras que el régimen autocrático de Bashar al-Asad reforzó su alianza con el bloque chií.

Estas dimensiones confesionales y geopolíticas se han alimentado mutuamente. Arabia Saudí, Turquía, Estados Unidos e Israel comparten la misma preocupación por limitar la esfera de influencia de Irán, Siria y Hezbolá. Estas rivalidades han transformado una división confesional de baja intensidad en una guerra abierta de consecuencias potencialmente explosivas. Las caracterizaciones más maniqueas se erigen en verdades indiscutibles, pues los Estados suníes –en particular las monarquías– se muestran en los medios de comunicación occidentales como refugios de moderación y estabilidad, mientras que los chiíes son descritos como extremistas y agitadores. Paralelamente, el conflicto también sirve a algunos regímenes como coartada para mantener el propio statu quo frente a las amenazas de agitación social.

Una vez proyectada a la arena mundial, la Primavera Árabe no podía sino volver como un búmeran a los países en vías de transición, de donde había partido. Irán, Siria y Hezbolá intentaron sumar a su causa a los nuevos líderes de Túnez, Libia y Egipto, aunque la alianza suní pro-occidental hacía lo mismo. Sin embargo, estas presiones acumuladas sólo tuvieron como efecto estimular a Túnez, Trípoli y El Cairo a adoptar una política exterior de estricta neutralidad y a acelerar el proceso de institucionalización en sus propios territorios. El fantasma de la inestabilidad regional los consolida en el interés de asegurar primero su propia estabilidad interna. La notable presencia de Morsi en la Cumbre de Países No Alineados en Teherán en agosto de 2012, es parte de ese juego de equilibrios.

Los nuevos regímenes de Túnez, Libia y Egipto están intentando desarrollar una política de moderación, entre flexibilidad y pragmatismo, que tiene por objeto evitar los conflictos confesionales, las interpretaciones religiosas y los alineamientos geopolíticos. Preocupados sobre todo por consolidar su propia estabilidad interna, consideran a ambas partes beligerantes de la sangrienta guerra civil siria como obstáculos para la construcción de un nuevo orden democrático.

Esta paradoja, según la cual un conflicto internacional contribuye a la estabilización del proceso democrático a nivel nacional, abre una nueva página en la historia moderna de Oriente Próximo. Hasta hace poco, un cara a cara sistémico oponía a Occidente y sus aliados árabes con coaliciones ideológicas percibidas como subversivas y destructivas, como por ejemplo la amenaza comunista representada por la alianza Brejnev-Nasser o la revolución islámica del ayatolá Jomeini o el "eje del mal" encarnado por Osama Ben Laden. El actual realineamiento regional quizá podría estar anunciando posiciones más matizadas. Incluso en el apogeo de la Primavera Árabe, ningún observador se habría atrevido a colocarle una etiqueta ideológica, a identificarla con un imperio, una superpotencia o una organización radical. El movimiento obedeció a sus propias fuerzas antes de dejarse capturar en las redes de la geopolítica. El choque confesional será determinante para el futuro. Por más que se lo alimente e instrumentalice desde el exterior, el enfrentamiento entre chiíes y suníes corre el riesgo de multiplicar las fracturas y oscurecer de modo duradero el horizonte de la Primavera Árabe.



(1) Véase el dossier “En las ascuas de la primavera árabe”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de 2012.

(2) Patrick Haimzadeh “La Libye aux mains des milices”, Le Monde diplomatique, París, octubre de 2012.

(3) Samuel P. Huntington, The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century, University of Oklahoma Press, Norman, 199

La "primavera árabe" no ha dicho su última palabra

Febrero 2014

Tres años después del comienzo del movimiento que arrastró las dictaduras de Zine el-Abidine Ben Ali, Hosni Mubarak y Muamar el Gadafi, las protestas en el mundo árabe, amenazadas por las injerencias extranjeras y por las divisiones confesionales, buscan un nuevo aliento. Mientras Siria vive el peor de los escenarios, Túnez confirma que las aspiraciones a la ciudadanía y la búsqueda de compromiso pueden convertirse en una realidad.

En sus inicios, la "primavera árabe" hizo volar en pedazos los prejuicios occidentales. También, desacreditó los clichés orientalistas acerca de la incapacidad congénita de los árabes para concebir un sistema democrático y puso en duda la creencia según la cual no se merecían nada mejor que ser gobernados por déspotas. Tres años más tarde, la primavera se ha oscurecido, y siguen intactas las incertidumbres respecto a la salida de ese proceso, que entra en su cuarta fase.

La primera etapa, concluida en 2011, vio estallar una ola gigantesca de reivindicaciones concernientes a la dignidad y a la ciudadanía, alimentada por protestas masivas y espontáneas. La etapa siguiente, en 2012, fue la del repliegue de las luchas a su contexto local y su ajuste a la herencia histórica de cada país. Simultáneamente, fuerzas externas empezaron a reorientar estos conflictos en direcciones más peligrosas, llevando a los pueblos a la situación en la que se encuentran hoy en día.

El año pasado se asistió a una tercera fase, marcada por la internacionalización y por la injerencia cada vez más agresiva de las potencias regionales y occidentales. La focalización en las rivalidades entre suníes y chiíes se ha generalizado en todo Oriente Próximo, empujando a cada Estado y a cada sociedad a polarizarse sobre el eje de las identidades confesionales. El antagonismo entre islamismo y secularismo se ha endurecido a gran escala. El peligro se deriva del hecho de que las rivalidades geopolíticas y las tensiones religiosas predominan sobre las especificidades de cada país y parecen reducir a los actores locales a marionetas en manos de potencias extranjeras.

La comparación entre Siria, Bahréin, Egipto y Túnez muestra un espectro multicolor de influencias internacionales. En los dos primeros países, las intervenciones extranjeras, en particular las saudíes, atizaron la guerra civil y galvanizaron a los grupos insurgentes más radicales. En Egipto, el apoyo occidental a la política autoritaria del nuevo régimen mermó las motivaciones democráticas iniciales. Sólo Túnez parece ir por un camino prometedor, puesto que se encuentra relativamente al margen de los enfrentamientos geopolíticos, religiosos e ideológicos que barrieron la región.

En cada uno de esos países, sin embargo, la "primavera árabe" ha dejado la huella indeleble de una movilización popular en la que los ciudadanos mostraron su propia fuerza. Ha abierto espacios de cuestionamiento que el Estado sólo podría cerrar al precio de una represión políticamente costosa. Por más incierto que sea el futuro, el férreo ordenque prevalecía antes de las revueltas claramente se ha desmoronado.

En Siria, la guerra nació de un movimiento de desobediencia civil que se transformó rápidamente en un levantamiento popular de gran magnitud. La reacción brutal del régimen en sus primeras advertencias no consiguió intimidar a los manifestantes e inició un ciclo devastador de protestas y represión. Aunque el aparato militar del presidente Bashar al-Asad liquidó enseguida la esperanza de una revolución pacífica, los intereses geopolíticos y las posturas confesionales que más tarde se incorporaron a dicha revuelta precipitaron la insurrección en una guerra civil abominable: el balance a día de hoy es de ciento treinta mil muertos, dos millones y medio de refugiados y cuatro millones de desplazados.

Siria siempre se ha caracterizado por la diversidad de tradiciones religiosas y comunitarias. Aprovechándose de las tensiones internas, las potencias extranjeras han hecho volar en pedazos este frágil mosaico. El país tiene una importancia central en un Oriente Próximo en el que se entrechocan los intereses de Estados Unidos, Israel, Arabia Saudí, Catar, Jordania, Turquía e Irán. La ancestral división de esta parte del mundo entre las dos tendencias rivales del islam, el sunismo y el chiismo, les sirve de palanca a esos Estados ambiciosos para intentar aumentar su influencia.

El clan de los alauís que forma el régimen de Al Asad está considerado como parte de un arco chií que va de Irán al Líbano del Hezbolá, mientras que los grupos de rebeldes pertenecen en su mayoría al bando suní. Pero estos antagonismos esconden un panorama con muchos más matices. Al igual que los muyahidines afganos de los años 1980, la oposición siria está dramáticamente desprovista de cohesión. Sus representantes en el extranjero prácticamente no conocen a los grupos armados que pelean sobre el terreno. Estos buscan apoyo en otros lugares: en el norte del país se apoyan generalmente en Turquía y Catar, mientras que en el sur reciben armas y asistencia de Jordania, Arabia Saudí y Estados Unidos.

Estas imbricaciones geopolíticas dan lugar a paradojas que contradicen la lectura estrictamente confesional del conflicto. Riad saludó el golpe militar en Egipto contra los Hermanos Musulmanes que, sin embargo, son del mismo credo que los grupos que Riad misma arma en el frente sirio. El reciente deshielo entre Washington y Teherán también relativiza la visión binaria que suele presentarse en los medios de comunicación occidentales: tanto Israel como Arabia Saudí se consideran abandonados por Washington frente a Teherán y repentinamente se convierten en aliados de facto.

También pesa la división entre fuerzas laicas e islamistas. Aunque el Ejército Libre Sirio (ELS) reivindica su existencia secular, la mayoría de los otros grupos compone una marquetería religiosa que va desde los islamistas moderados hasta los yihadistas cercanos a Al Qaeda, pasando por los salafistas. Resulta difícil, por otra parte, evaluar en qué medida las facciones más radicales, como Ahrar al-Sham o el Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIS), manifiestan una verdadera convicción religiosa o utilizan su enseña con fines más prosaicos. Además, esta fragmentación, fuente de discordias crecientes, ha abierto un segundo frente en el seno mismo del campo insurrecto, como lo demuestran los sangrientos combates que enfrentaron a principios de enero al ELS y al ISIS en el norte de Siria. Esta dispersión de la guerra civil no es ajena a la supervivencia del régimen de Al Asad.

Se suele presentar el conflicto sirio en términos de simple mecánica: cuando el poder se debilita, la oposición se fortalece, y vice-versa. Se olvida que el dinero y las armas no lo son todo en una guerra, sino que también se necesitan efectivos. Y en este plano, la penuria amenaza constantemente al régimen de Damasco. El refuerzo de la brigada Al Quds de Irán, las unidades del Hezbolá libanés y de las milicias locales (chahibas) es por lo tanto vital para la preservación de su poder militar. Al no ser ya el recurso a las armas químicas una opción posible, el poder depende más que nunca de los combatientes extranjeros.

La principal fuente de inquietud se encuentra en la nueva radicalización de la oposición y del régimen sirio. El Frente Al-Nusra y el ISIS, que se proclaman pertenecientes a Al Qaeda, aprovechan ampliamente la ayuda proveniente del Golfo. Arabia Saudí también ha aumentado su injerencia apoyando a grupos no afiliados al movimiento terrorista fundado por Osama Ben Laden, trastocando de esa manera la relación de fuerzas en el seno de la oposición. Y, por su parte, el Ejército regular sirio ha cambiado profundamente. Desde la batalla de Al Qusayr, en abril de 2013, la brigada Al Quds y Hezbolá volvieron a desplegar sus tropas en pequeñas unidades móviles organizadas como milicias.

Por todos estos motivos, las potencias extranjeras no se preocupan demasiado en acabar el conflicto. Estados Unidos no se puede permitir una nueva guerra y se adapta a ver su hegemonía golpeada en Oriente Próximo, con una estrategia que consiste en privilegiar a Asia. En la lógica conservadora estadounidense, Washington ya no tiene los medios para impedir que la cuestión siria empeore: como lo señala el consultor Edward Luttwak en The New York Times (1), la prudencia ordena dejar que los beligerantes se maten entre sí tanto como sea posible, puesto que el triunfo de una oposición dominada por los islamistas sería tan nefasto para los intereses occidentales como la victoria del clan Al Asad. El aliado saudí, por su parte, miraría con buenos ojos la caída del régimen de Damasco y le complacería un país dividido, presa del caos, que cortaría el eje chií que une Líbano e Irán. Una Siria ingobernable también podría venirles mejor a Teherán y a Moscú que la victoria de los insurgentes, incluso dejando a un miembro de la familia Al Asad reducido al papel de títere en su palacio de Damasco, como lo hizo durante un tiempo su homólogo afgano.

Una paz a corto plazo parece, por tanto, de lo más improbable. Si bien los autores de las atrocidades cometidas allí son responsables de sus actos, las potencias extranjeras que atizan esa violencia tienen buena parte de responsabilidad. La guerra civil se ha hecho tan espantosa que pocos todavía se acuerdan de los levantamientos del principio, cuando un pueblo simplemente reclamaba el derecho a la dignidad y a la ciudadanía. En esta tragedia, esto tal vez sea lo más triste.

En Bahréin, las potencias extranjeras también demuestran su aptitud para exacerbar las tensiones locales, pero lo hacen de una manera distinta a como lo hacen en Siria. Las primeras manifestaciones en esta pequeña isla del Golfo traducían un deseo de democracia ampliamente compartido: se estima que en su punto más alto movilizaron casi a una quinta parte de la población. Aunque la intervención militar del Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo (CCEAG) (2) eliminó esta aspiración colectiva incluso antes de que naciera, el fracaso del movimiento se explica también, y quizás sobre todo, por la irrupción de la geopolítica y las consignas confesionales.

Mientras que en Siria un poder alauí se enfrenta a una población mayoritariamente suní, Bahréin es una monarquía suní mayoritariamente poblada de chiíes. Esa es la razón por la cual los intereses respectivos de las dos potencias rivales de la región, Irán y Arabia Saudí, se muestran allí violentamente enfrentadas. Habida cuenta de su proximidad geográfica, Riad ejerce sobre su vecino un derecho de vigilancia particularmente intrusivo. Apoyada por Occidente, la intervención de las tropas del CCEAG respondía explícitamente a la intención de Riad de mantener a Bahréin en su zona de influencia.

Al principio, chiíes y suníes desfilaban unos junto a los otros, en una misma línea de reivindicación democrática. Fue sólo en el momento de la intervención saudí cuando la carta confesional empezó a suplantar poco a poco a los objetivos políticos. Esta captación de la dinámica local por parte de intereses foráneos ha puesto sin embargo en evidencia la fragilidad del régimen. Sin la perfusión financiera, militar y política de los Estados del Golfo, la dinastía Al Khalifa no dispondría ni de los medios ni de la legitimidad necesarios para mantenerse en el poder. Su permanencia ya sólo depende de sus protectores extranjeros.

La internacionalización del conflicto ha arruinado una oportunidad histórica de ver a la sociedad bahreiní resolver sus viejas tensiones confesionales a través del diálogo democrático. Mientras que estas mismas causas provocaron la explosión de Siria, en Bahréin mantienen con respiración artificial al régimen autocrático.

A diferencia de Siria y de Bahréin, Egipto es un país lo suficientemente fuerte y autónomo como para hacer frente a las presiones externas. Las grandes potencias extranjeras no están menos estrechamente ligadas al drama político que se desarrolla en ese país. En julio de 2013, un golpe de Estado militar derrocó al Gobierno desprestigiado, pero legítimo, de los Hermanos Musulmanes. En cualquier otro lugar, una ruptura tan brutal del proceso democrático hubiera suscitado una indignación planetaria. En Egipto, sin embargo, recibió la aprobación de las cancillerías occidentales. Estados Unidos y sus aliados europeos, pero también Arabia Saudí y sus vecinos del Golfo, al igual que Jordania e Israel, consintieron un golpe de Estado que los liberaba de un Mohamed Morsi elegido democráticamente pero considerado incontrolable.

Apenas instalado el nuevo régimen, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y Kuwait se apresuraron a desembolsar una ayuda económica de 12.000 millones de dólares, es decir, nueve veces más que los 1.300 millones anuales de la asistencia militar estadounidense. La apuesta de Riad se explica al menos por dos razones: por un lado, la desconfianza desde hace tiempo del régimen wahabita hacia los Hermanos Musulmanes; por otro lado, el temor a que el ejemplo de la joven democracia egipcia se expandiera, otorgara un mandato popular a las fuerzas islamistas y enardeciera a los saudíes a cuestionar a los dirigentes de su país.

El hecho de que Occidente avalara el golpe de Estado militar no aumentó su prestigio en el seno de la población egipcia, irritada por el mensaje implícito según el cual una democracia sólo es aceptable si lleva al poder a los candidatos ungidos por las potencias extranjeras. La ironía de la historia es que al darles la espalda a los Hermanos Musulmanes, Washington y sus aliados sabotearon ellos mismos el proyecto árabe-occidental de un bloque suní coherente capaz de contener la influencia iraní, provocando al mismo tiempo una insólita convergencia de las políticas exteriores saudí e israelí.

Es verdad que el golpe de Estado del general Abdel Fatah al-Sisi era el resultado también de una situación económica desastrosa y de la impopularidad creciente de Morsi. Incluso sus seguidores habían perdido la confianza en la capacidad del Gobierno para responder a los problemas del desempleo y la corrupción. Las ambiciones hegemónicas de los Hermanos Musulmanes, que se negaban a compartir la mínima parcela de poder, precipitaron su descrédito. También chocaron con la resistencia del aparato del Estado, compuesto por policías, jueces y foulouls (dignatarios del antiguo régimen) visceralmente hostiles a la cofradía. Este "Estado profundo" no perdió la ocasión de volver a salir a la superficie. Una tarea tanto más fácil cuanto que los Hermanos Musulmanes, desplazando jueces, gobernadores y notables para colocar a sus propios adeptos dentro del aparato del Estado, también habían perdido a sus aliados potenciales dentro de la izquierda y de los salafistas.

La ira que se les abalanzó encima significa asimismo el fin del aura de invencible que en otros tiempos envolvía al islamismo. La cofradía no era ni un grupo revolucionario ni el brazo local de algún frente terrorista internacional, sino una organización más bien conservadora que predicaba la piedad religiosa, el liberalismo económico y la caridad hacia los más pobres. No se arrogaba ningún monopolio sobre el islam y no mantenía ninguna relación ni con los salafistas ni con los teólogos de Al-Azhar (3). En la actualidad, sus adeptos están en prisión o viven en la clandestinidad. Más prudentes, o más interesados, los salafistas del partido Nur manifestaron su pragmatismo rindiéndole pleitesía al régimen militar. Con la "primavera árabe", la esfera islamista se diversificó y se fragmentó al mismo tiempo, haciendo emerger nuevas figuras fuera de los círculos escolásticos y políticos tradicionales.

Durante su breve paso por el poder, los Hermanos Musulmanes se cuidaron de suscitar una islamización forzada de la sociedad. Su objetivo consistía más bien en consolidar su dominio político en el terreno institucional. No es casual que, durante el golpe de Estado, el Gobierno de Morsi se defendiera recurriendo al argumento de la legitimidad (chara’iya) más que a la ley islámica (charia). En este sentido, el temor occidental de ver la "primavera árabe" desembocar en un contagio islamista en Oriente Próximo no parece muy consistente.

En Egipto mismo, el golpe de Estado recibió la bendición del movimiento de jóvenes Tamarrod, de la Iglesia copta y de las formaciones laicas liberales. El liberalismo reivindicado por estos últimos no incluía manifiestamente la defensa del pluralismo político, incompatible con la exclusión de los Hermanos Musulmanes. A partir de entonces, el pluralismo podría desaparecer completamente. La censura impuesta por el nuevo régimen militar se muestra en efecto más implacable que la que reinaba bajo la presidencia de Hosni Mubarak. No sólo los Hermanos Musulmanes han sido borrados del mapa con una brutalidad inédita desde la era del presidente Gamal Abdel Nasser, sino que además su destierro ha estado acompañado por una campaña nacionalista y xenófoba que asimilaba a sus militantes con "terroristas" a sueldo del extranjero. Como consecuencia inesperada de la revolución egipcia, una presidencia autocrática se ha transformado en una dictadura militar que recurre a la ley marcial y a la violencia legal. No se han suprimido las elecciones, pero se desarrollan bajo un control estricto.

A partir de la ilegalización de los Hermanos Musulmanes y de la atomización de todas las fuerzas políticas del país, el Ejército se impuso por defecto. No va a abandonar el poder por su propia voluntad, al menos mientras cuente con la complicidad de las potencias occidentales y de los Estados del Golfo.

Egipto no es presa de las tensiones étnicas y religiosas que minan a algunos de sus vecinos; la hipótesis del conflicto abierto parece por lo tanto descartada. Lo que no implica que los militares no puedan contentarse con restaurar el viejo orden. El coste de una represión masiva se ha hecho políticamente exorbitante, y los egipcios le han cogido gusto a la fuerza de las movilizaciones en masa. Por otro lado, la brecha que separa islamismo y secularismo corre el riesgo de volverse aún más pronunciada. Algunos Hermanos Musulmanes se podrían sentir tentados a tomar las armas.

Pero la principal novedad es la exigencia cada vez más grande, por parte del pueblo, de que le rindan cuentas. Incluso durante el golpe de Estado de julio de 2013, los militares tuvieron que justificar sus actuaciones después de que una iniciativa democrática comisionada por grupos de ciudadanos hubiera expresado alto y fuerte sus inquietudes. El régimen se encuentra ante una decisión complicada: ¿resucitará el sistema Mubarak, con un general Al-Sisi que pase del caqui al traje y corbata, o preferirá el modelo argelino, donde los civiles tienen voz y voto pero les dejan a los militares su derecho a veto en los asuntos importantes?

En comparación con el caso egipcio, la transición tunecina parecería casi un paseo estimulante. Dirigida por actores locales aparentemente preocupados por la estabilidad y el respeto de las reglas democráticas, quedó ampliamente al margen de las manipulaciones exteriores. Lo cual se explica sobre todo por su geografía: aunque vigilado de cerca por la ex potencia colonial francesa, Túnez raramente ha servido de teatro para las competiciones geopolíticas de intereses extranjeros. Su población es relativamente homogénea en el plano religioso. La manzana de la discordia más notable, desde la caída del presidente Zine el-Abidine Ben Ali, es la lucha a la que se entregan los islamistas y los laicos.

El partido Ennahda, de inspiración islamista, ganó las primeras elecciones libres, pero cometió el mismo error que los Hermanos Musulmanes: interpretó el mandato recibido como una puerta al poder absoluto. Rápidamente, la situación política se deterioró, con el asesinato de varios opositores de la izquierda y la escalada de poder de los grupos salafistas, ferozmente hostiles al pluralismo electoral. Sus amenazas enfriaron a la población, poco acostumbrada a semejante clima.

En Túnez, ningún grupo puede pretender la hegemonía, y Ennahda formó una coalición con dos partidos laicos. Los movimientos liberales y progresistas terminaron aceptando el diálogo nacional propuesto por el Gobierno y trabajando con los islamistas –sin incluir a los más radicales, sobre todo los salafistas–. Todos los partidos del tablero electoral convinieron en que ya no se podía ignorar el riesgo de una espiral de violencia política. Además, la fractura entre religiosos y seculares se reveló menos insalvable de lo previsto. Pocas cosas diferenciaban a los islamistas moderados de sus rivales laicos, mientras que estos últimos reconocían con más facilidad la importancia de la religión en todo nuevo sistema político.

Pero fue sobre todo la dinámica sociedad civil la que reactivó el calendario de la transición democrática. La Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT), la organización patronal de la Unión Tunecina de la Industria, el Comercio y el Artesanado (UTICA), la Orden de los Abogados y la Liga Tunecina de los Derechos Humanos se hicieron oír durante el diálogo nacional. Fijaron nuevos objetivos al Gobierno y reclamaron la ratificación de la Constitución.

En lo que al Ejército respecta, pesa claramente menos que en Egipto: con poca cantidad de efectivos y despolitizado, ha permanecido en sus cuarteles desde 2011. El antiguo régimen de Ben Ali era un Estado policial, no una dictadura militar. Su Gobierno tecnócrata y cleptómano podía prescindir tranquilamente de una base ideológica. Esa es la razón por la cual la revolución tunecina destituyó a las elites del ex partido único pero dejando intactas la burocracia y las fuerzas policiales, que no estaban ideológicamente conectadas al régimen. La preservación de esta estructura contribuyó a mantener una relativa estabilidad del orden legal. Además, la vieja autocracia había puesto en marcha una robusta estructura de instituciones y de leyes, que por supuesto había servido de poco en el transcurso de los diez últimos años de la era Ben Ali, pero que hoy en día se puede mostrar útil para construir un sistema democrático funcional. Precisamente porque el nepotismo de antaño estaba desprovisto de cualquier ideología susceptible de reaparecer, la restauración de un Estado autoritario parece poco verosímil.

Túnez tiene la suerte de poder responder a sus incertidumbres por sus propios medios, sin preocuparse por la buena voluntad de los demás. Las potencias mundiales y regionales no han desempeñado un papel importante en la transición en curso. Washington no vetó la entrada de Ennahda al gobierno ni favoreció a tal o cual candidato. Los Estados petroleros del Golfo se abstuvieron de apoyar masivamente a sus favoritos. Francia se limita a una neutralidad circunspecta, con una imagen mancillada por el indefectible apoyo que le aportó a Ben Ali hasta el último segundo de su reinado. En caso de éxito, la experiencia tunecina sería recibida como una señal de esperanza en toda la región, y quizás más allá.

Aunque la "primavera árabe" entra ahora en su cuarto año, cabe esperar que continúen las injerencias en los conflictos locales y se amplifiquen sus efectos deletéreos. Las líneas de los frentes geopolítico, religioso e ideológico desgarran ahora a todo Oriente Próximo. Sólo si renuncian a inmiscuirse en las revoluciones, el resto de los países podrán ayudar a hacerlas renacer.

Sin embargo, se pueden señalar algunas tendencias más precisas para el año que comienza. En primer lugar, las monarquías del Golfo corren el peligro de mezclarse todavía más en los asuntos de sus vecinos árabes. La renta petrolera les confiere una influencia decisiva en países menos favorecidos como Egipto, Marruecos y Jordania, donde sus ayudas sobrepasan a las del bloque occidental. Menos importantes, estos últimos tienen la ventaja de no depender ni de las evoluciones del petróleo ni de los humores de los príncipes.

Asimismo, hay que destacar la importancia de los pactos cerrados en periodo de transición nacional. En otros contextos de democratización, como en América Latina, los pactos de acomodamiento entre fuerzas rivales fueron profundamente institucionalizados y aceptados por todos. En Oriente Próximo, en cambio, la lógica de la división predomina sobre la búsqueda del compromiso, de manera que las fracciones se desgarran por el poder en lugar de compartirlo.

En tercer lugar, la debilidad de las instituciones locales, sumada a las intervenciones mal pensadas de las potencias extranjeras, les dio cancha a los saboteadores del proceso democrático. Los salafistas tunecinos y los falsos liberales egipcios son personajes secundarios que no tienen nada que perder rompiendo los compromisos difícilmente negociados. Ganan importancia a medida que las instituciones se erosionan y que crecen los intereses en juego. En esos escenarios extremos, los Estados en quiebra no tienen los medios para detener el círculo vicioso del dilema de seguridad. En Yemen y en el Líbano, muchos grupos prefieren tomar las armas antes que entregarse a un Estado incapaz de protegerlos, con lo cual lo debilitan todavía un poco más.

El último punto, más positivo, concierne a la ciudadanía. Los pueblos árabes ya no se perciben como masas de sujetos, sino como fuerzas ciudadanas que merecen el respeto y la palabra. Si surge un nuevo levantamiento, será acaso al mismo tiempo más espontáneo, más explosivo y más duradero. Los ciudadanos árabes han sido testigos de las soluciones extremas a las cuales sus Gobiernos están dispuestos a recurrir para mantenerse en el poder. También los regímenes coercitivos conocen bien la determinación de las masas para "apartarlos". La "primavera árabe" todavía no ha dicho su última palabra.



(1) Edward Luttwak, “In Syria, America loses if either side wins”, The New York Times, 24 de agosto de 2013.

(2) Sus seis miembros son Arabia Saudí, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Catar y Omán.

(3) Institución mayor del islam suní con base en El Cairo.

Oídos sordos de los gobiernos árabes

Febrero 2015

Lanzándose a una guerra fría regional, los regímenes de Oriente Próximo imaginan protegerse del contagio de las "primaveras árabes". La lógica: exacerbar las tensiones con sus vecinos para preservar el statu quo interior. Su estrategia desemboca en un callejón sin salida de nuevas amenazas.

En Oriente Próximo, los regímenes políticos que se enfrentan a dificultades económicas y sociales han intentado avivar las tensiones regionales para silenciar sus problemas internos. Motivados, como siempre, por imperativos de seguridad y supervivencia, han contribuido a la escalada de tensiones y conflictos ignorando las principales reivindicaciones de los ciudadanos, entre ellas, la necesidad de ser escuchados y el deseo de ser tratados con dignidad. Sin embargo, fueron estas mismas reivindicaciones las que desencadenaron la "primavera árabe", a partir de diciembre de 2010.

Actualmente, la región vive lo que muchos observadores han denominado una "nueva guerra fría regional", cuyos frentes resultan a veces contradictorios: el primer conflicto involucra a los Hermanos Musulmanes y la dimensión transnacional de su ideológica islamista; el segundo adquiere la forma de una lucha entre chiíes y suníes. Enfrentamientos similares ya provocaron masacres, pero nunca tan mortíferas.

Los Estados involucrados en esta nueva guerra fría regional se dividen en dos subconjuntos. Por un lado, países como Jordania, Irán y Egipto, que pusieron freno a las reformas políticas, prometidas o en curso, destinadas a ampliar el campo de participación popular y avanzar en el camino de la democratización. Por el otro lado, Estados que postergaron cualquier proyecto de reforma estructural, como Arabia Saudí, Qatar y Emiratos Árabes Unidos.

Contrariamente a lo que había podido observarse en la segunda mitad del siglo XX, las partes beligerantes cuentan rara vez con una ideología o un proyecto viable para el futuro. ¿Su ambición? Sobrevivir, eternizando las estructuras que garantizan la actual distribución del poder en su seno. Desde luego, otro camino se presenta a estos regímenes: servirse de su legitimidad tradicional así como de sus recursos humanos y financieros para responder a las aspiraciones populares de sus sociedades. Fue su negativa a escuchar esta ambición lo que desató hace cuatro años la "primavera árabe" en gran parte de la región. Pero, antes que pagar los elevados costes de semejante reforma, su estrategia consiste en avivar los conflictos en la región, con el fin de consolidar el statu quo dentro de sus fronteras, tal como lo demuestran las violentas conflagraciones en Siria, Irak, Libia y Yemen.

Egipto

En Egipto, el gobierno de Abdel Fatah al Sisi no se conforma con prolongar el sistema autoritario de Hosni Mubarak; lo agrava. Si la voluntad del nuevo presidente de ampliar su poder coincide con la de su predecesor, los problemas económicos y sociales a los que se enfrenta recuerdan también aquellos que condujeron a la destitución de Mubarak, en enero de 2011. De esta transición interrumpida, sólo el Ejército sale airoso. No existe, por tanto, estabilización a la vista para el país más grande del mundo árabe, ya que la mentalidad obsidional que caracteriza al Estado egipcio le impide percibir las corrientes sociales que rugen bajo la superficie, dispuestas una vez más a movilizarse.

Desempleo, pobreza y desigualdad, conjugados con una fuerte subida del porcentaje de jóvenes en la población, contribuyeron al estallido en las calles y a derrocar el régimen de Mubarak, hace cuatro años. Estos problemas continúan. Si bien la estrategia de desarrollo impulsada por el Estado del presidente egipcio seduce, no puede resultar exitosa mientras el Ejército siga siendo una fuerza económica importante, con sus propios intereses financieros y políticos. En teoría, los grandes proyectos, como el nuevo Canal de Suez, marean. Pero lo que menos ofrecen es una panacea a lo que Egipto necesita desde hace décadas: un sector privado dinámico que coexista con un sector público más eficaz, una economía estimulada por un sistema educativo e infraestructuras adaptadas a las necesidades.

El Estado, desde los tiempos de Hosni Mubarak, se ha esforzado en favorecer el crecimiento tomando este camino (dejando de favorecer el nepotismo). Por el contrario, la obsesión del presidente Al Sisi de controlarlo todo exige mantener los monopolios militares en el centro del campo económico, y el resultado es poco crecimiento.

El sistema político cerrado agrava la situación. El Estado egipcio poco a poco ha sido balcanizado. Desprovistos de un aparato unificado, los órganos de justicia y seguridad sufren la aparición de múltiples bolsas de autonomía. Esta situación ha favorecido al régimen, ya que ha permitido a las instituciones judiciales y policiales invadir la esfera pública, acallar a los medios de comunicación y eviscerar a la "sociedad civil" a nivel local, impidiendo así el surgimiento de un movimiento nacional de oposición. Sin embargo, se profundiza la brecha entre el Estado y la sociedad; éste ya no ve en la población ciudadanos a quienes servir y proteger, sino una amenaza que exige un control permanente. Se han conocido perspectivas más atractivas para el futuro.

A su llegada al poder, Al Sisi gozó de cierta popularidad frente a los egipcios laicos que temían a los Hermanos Musulmanes. Esto no significa, sin embargo, que disponga del apoyo duradero de una base social popular, susceptible de respaldarlo durante la crisis que no tardará en estallar. Mubarak disponía de un Partido Nacional Democrático (PND) hegemónico, que le permitió mantenerse en el poder durante aproximadamente tres décadas. Sin embargo, ni el PND pudo impedir la revolución de enero. Al Sisi no creó una infraestructura organizativa de este tipo, limitándose a perpetuar la mentalidad de búnker propia del Estado autoritario.

En estas condiciones, el régimen estima poder sacar provecho del desorden de los conflictos regionales. Desde el golpe de Estado de julio de 2013 contra Mohamed Morsi, Egipto ha arrastrado a otros países, como Arabia Saudí y Jordania, a una campaña destinada a eliminar a los Hermanos Musulmanes, empezando por su organización egipcia. Ésta no había sufrido una represión tan violenta desde la época de Gamal Abdel Nasser (1956-1970). La mayoría de sus dirigentes huyeron o se pudren en la cárcel, miles de militantes fueron asesinados por las fuerzas de seguridad, y decenas de miles aún se encuentran detenidos a la espera de juicios simulados. Qatar intentó apoyar a los Hermanos Musulmanes, pero Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos ven en ellos una amenaza. A pesar de las crecientes tensiones con Qatar, estos países han brindado a Egipto miles de millones de dólares en ayuda económica desde el golpe de Estado para aliviar su crisis financiera. Arabia Saudí, en particular, ha actuado como en los años 1960, cuando se veía rodeada por las fuerzas del nasserismo y el baasismo. A los ojos de Riad, los Hermanos Musulmanes representan una amenaza transnacional que podría apoderarse del Golfo.

Sin embargo, estos flujos de ayuda constantes que provienen de los Estados petroleros del Golfo no son la solución, entre otras cosas porque avivan las tensiones en la Península Arábiga. En Egipto, la inyección de liquidez exterior –astronómica– genera un aumento de la inflación. Semejante perfusión agrava además la dependencia de un régimen rentista, en el que el financiamiento externo no alienta a tomar las medidas, costosas pero necesarias, que se imponen para desarrollar la economía.

Yemen

Mientras Egipto involuciona hacia el autoritarismo, Yemen, Siria e Irak sufren el trauma de la violencia y la guerra.

En Yemen, Ansar Allah, el brazo militar del movimiento insurreccional hutí, aplastó toda resistencia y, desde septiembre pasado, controla la capital, Saná. Los rebeldes hutíes –no debe confundírseles con los miembros de Ansar Al Sharia, un grupo cercano a Al Qaeda– son adeptos al zaidismo, una rama del islam chií (1). Los militares del antiguo orden autoritario abrieron deliberadamente el camino a la ofensiva de las milicias y no les opusieron ninguna resistencia. Las fuerzas de la oposición establecida, como el partido Al Islah, fueron rápidamente superadas por los dirigentes hutíes. Al mismo tiempo, fuerzas centrífugas hicieron pedazos al Estado en otras regiones de Yemen, como los conflictos separatistas en Hadramaut y en el sur.

Los hutíes no aparecieron en los radares occidentales hasta hace algunos años. Muchos suníes consideraban que la fe zaidí era tan cercana a la doctrina suní que la designaban como la quinta escuela de la jurisprudencia islámica. Pero los hutíes recibieron un apoyo y una legitimación constantes por parte de Irán. Teherán considera a Yemen como un escenario donde rivalizar con Arabia Saudí, que ve tradicionalmente a ese país como una extensión de su propio territorio.

En consecuencia, se ha constituido una alianza transnacional de minorías religiosas, situación que se asemeja en gran medida a lo que sucedió en el Líbano y Siria. Los alauíes de Siria son considerados actualmente como parte del paisaje chií, lo que justifica la intervención del Hezbolá en nombre del régimen sirio. Del mismo modo, Ansar Allah, a través de su padrinazgo iraní, ha obtenido un nivel de credibilidad chií que ubica plenamente al grupo del lado iraní en este conflicto regional. Gracias a la ayuda financiera y los recursos militares obtenidos, el movimiento zaidí se ha convertido también en un actor del Estado, a semejanza del Hezbolá.

Siria

Durante la "primavera árabe", Siria fue uno de los primeros países que vivió manifestaciones pacíficas. Ese momento en el que la democracia era posible cedió lugar a una guerra civil, una economía de guerra y un desastre humanitario, que fueron agravándose. El régimen de Bashar al Asad no goza más que de una aparente soberanía; controla el territorio nacional fuera de Damasco a través de los checkpoints militares, por falta de poder para imponer una verdadera presencia legal y civil. Incapaz de proveer servicios sociales y económicos que consoliden la legitimidad, el Estado ha perdido gran parte de la infraestructura de la que disponía. Frente a él, organizaciones y grupos extranjeros de oposición transformados en fuerzas militares de ocupación que se caracterizan por su gran diversidad. Un hecho que los medios de comunicación occidentales suelen ignorar. La Organización del Estado Islámico (OEI) no es Al Nusra.

Estas fuerzas no se encuentran unidas. En Siria, la OEI es menos una organización que aspira a convertirse propiamente en un "Estado" que una confederación yihadista que intenta transformarse en imperio. Al igual que los otomanos, la OEI administra su territorio confiando la gestión a actores locales. Su capacidad funcional resulta limitada como Estado centralizado. Las siniestras decapitaciones transmitidas por los medios de comunicación no dan cuenta de un nuevo sistema de ley islámica (Sharia), que sería la señal de un nuevo orden político. Constituyen más bien campañas de relaciones públicas destinadas a multiplicar los reclutas.

Es allí donde reside su punto débil. Debido a este marco casi imperial, la OEI no dispone de la capacidad para comportarse como un verdadero Estado, ya sea en términos de organización de las instituciones o de recaudación de impuestos. Su modelo es el del botín, que los combatientes se disputan: un sistema que funciona bien en las zonas rurales pero que resulta inadecuado para la gestión de ciudades enteras.

En este caos, el régimen de Al Asad ha adoptado una estrategia simple: existir. No necesita reconquistar los territorios perdidos para ganar esta guerra. Desacreditado, no puede optar por una estrategia de salida poniendo en marcha las reformas políticas que le reclamaron anteriormente. Mientras el régimen no se desmorone, puede aspirar a una victoria perversa. Lo que explica su política de tierra quemada. Las fuerzas del régimen, que han renunciado actualmente a preservar la vieja Siria, destruyen las ciudades y los pueblos donde predominan los grupos de oposición, aplicando el principio de que si Damasco no puede apoderarse de ellos, entonces nadie lo hará.

Esta carnicería es producto en gran medida de la actuación de fuerzas externas. Las intervenciones regionales en Siria son muy conocidas. Estados Unidos conduce una coalición de países occidentales y árabes que bombardea la OEI, lo que, paradójicamente, favorece a un régimen autocrático que Washington declaró ilegítimo. Entre sus aliados, Turquía, Jordania, Egipto y Arabia Saudí. Por su parte, el régimen de Al Asad puede contar con la ayuda económica y militar del Hezbolá e Irán, así como con la complicidad de Rusia.

Antes del crecimiento de la OEI y Al Nusra, estos Estados árabes suníes habían inscrito a Siria en una "media luna chií" que se extendía del Líbano a Irán. Buscaban desalojar a Al Asad, alimentando divisiones confesionales en el seno de sus propias poblaciones. Se vieron obligados a cambiar de rumbo y hacer frente al problema yihadista. Sólo Irán mantuvo su posición de apoyo al régimen sirio, lo que revela la evolución de su imperativo revolucionario. Al no haber podido propagar la revolución en las calles de los países árabes después de 1979, los dirigentes iraníes han hecho su entrada en la escena regional a través de la geopolítica, sacando provecho de las tensiones en el marco de esta nueva guerra fría.

Sin embargo, esta retórica confesional debe ser tratada con prudencia. La OEI no es producto de una división entre suníes y chiíes, como pudo imaginarse, aunque sus combatientes hayan lanzado una campaña contra estos últimos. Muchos de los jóvenes que fueron reclutados para combatir en Siria no son tanto el resultado de un adoctrinamiento religioso como el impacto de las políticas desastrosas, donde las desigualdades sociales, la apatía económica y los callejones sin salida políticos se conjugan para privar a los ciudadanos de su propia dignidad.

Casi todos los países árabes suministraron voluntarios a la OEI, empezando por Túnez, Arabia Saudí, Jordania y Egipto. La ironía es que algunos de estos países preconizan eliminar la organización. Esta observación trastorna las ideas clásicas sobre el terrorismo y el extremismo: desde hace mucho tiempo se piensa que se puede hacer fracasar a los terroristas radicales agotando su fuerza de combate, su financiamiento y sus santuarios. La OEI demuestra que eso es falso y que un extremismo violento puede surgir de casi nada. Unos años después de que Occidente creyera haber vencido a Al Qaeda, se enfrenta hoy con un nuevo avatar, territorializado, del fenómeno. Combatido en "su territorio", actúa desplegándose por todas partes. Acaba de demostrar, en Europa, su capacidad de explotar las fracturas del Viejo Continente (2).

Irak

La OEI también está activa en Irak, pero su presencia esconde problemas más importantes de desintegración social y desigualdades políticas. La OEI se inscribe en un esquema más vasto de resistencia e insurrección suníes contra los abusos de un gobierno dominado por los chiíes, instalado por Estados Unidos en 2003. Para muchos iraquíes suníes, la violencia potencial de la OEI no representa una amenaza mayor que las brutalidades cometidas por las milicias chiíes que apoyan a diversas personalidades políticas, como el ex primer ministro Nuri al Maliki. Muchos de estos suníes se sintieron traicionados tras la aparición de los Sahwa (una milicia suní apoyando al gobierno), y el despliegue en 2007 de tropas estadounidenses adicionales bajo el mando del general David Petraeus, que contribuyó a estabilizar el país.

Sin embargo, también debe considerarse cuidadosamente la dimensión confesional. Las conexiones iraníes con el gobierno iraquí de la posguerra han incrementado y alentado una discriminación sectaria contra la cual Estados Unidos no desea luchar, y que ha alcanzado ahora un umbral pocas veces visto antes en la historia del Irak moderno. Explotada y exacerbada por el clima regional, la división confesional combina allí una verdadera fractura social con injerencias geopolíticas, lo que torna la salida aún más incierta.

Se observa también en Siria e Irak otra importante evolución de la realidad social. Antes de la "primavera árabe", los ciudadanos eran sujetos que debían supuestamente fidelidad al Estado. Al haberse pulverizado la autoridad del Estado, cada uno busca la seguridad orientándose primero hacia los actores locales, el barrio, las milicias y los movimientos.

Perspectivas regionales

Las divisiones regionales son producto de la acción de varios actores, pero actualmente se observa con claridad un hilo común. Las inquietudes de la coalición árabe suní no recaen solamente sobre sus opositores regionales, como Irán, o amenazas ideológicas, como la de los Hermanos Musulmanes. Surge una tercera amenaza, en este caso interna: su propia sociedad. Estos países tratan a las voces disidentes con suspicacia. Sin embargo, negándose a aprovechar la ocasión ofrecida por la "primavera árabe" de orientarse hacia el interior y responder eficazmente a la demanda masiva de libertad y dignidad de sus poblaciones, estos regímenes se equivocan. Optan por un camino que conlleva riesgos políticos a medio y largo plazo. Como por reflejo, proyectan sus problemas a nivel regional sin atacar las carencias estructurales que existen internamente.

La reciente caída del precio del petróleo ha demostrado que esta nueva guerra fría regional puede tener importantes cambios repentinos. Hasta ahora, Irán tenía la delantera en el conflicto confesional contra Arabia Saudí; su política regional, más coherente, lo llevaba a intervenir directamente en sus guerras por encargo sin recurrir a intermediarios. La estrategia saudí resulta más fragmentada, ya que la política exterior se encuentra en manos de múltiples actores, desde los servicios de seguridad hasta los príncipes "decisionarios", pasando por el Ministerio de Relaciones Exteriores, al tener cada uno de estos centros de poder sus propios intermediarios en el extranjero.

Es más, a diferencia de Arabia Saudí, Irán presenta un modelo de soberanía popular que, aun cuando no sea enteramente democrático, permite la celebración de elecciones regulares y la existencia de un pluralismo controlado, aunque el poder siga estando en última instancia en manos del Guía Supremo. Finalmente, Irán ha provocado trastornos en gran parte del Golfo empujando a los intereses estadounidenses a comprometerse en un acuerdo nuclear, lo que anuncia una brecha diplomática importante. La caída del precio del petróleo cambia de nuevo las cartas. Arabia Saudí se las arregla mejor debido a sus mayores reservas financieras. Para ambos países, la batalla final se libra actualmente en Siria.

Así, la nueva guerra fría regional ha transformado considerablemente el paisaje geopolítico de Oriente Próximo. Por primera vez en la historia moderna de la región, El Cairo, Damasco y Bagdad no son las potencias regionales hegemónicas. Estos países sufren las réplicas de la "primavera árabe" y son el campo de batalla de un cuestionamiento que implica a actores externos. La lección es clara: nadie, por poderoso que sea, escapa a la historia.

En cambio, Túnez es un ejemplo constructivo para la región en términos de promesas democráticas. Los compromisos innovadores entre fuerzas islámicas y laicas que ha logrado este Estado en transición, al igual que la regularidad de las elecciones democráticas y el reinado del derecho, demuestran que es posible liberarse de la herencia autoritaria. Aunque la democracia tunecina cayera nuevamente en las sombras, sería a la vez un símbolo de esperanza para los demócratas y una espina insidiosa en el pie de los regímenes autoritarios que desaparecerían.

En vista de estos acontecimientos, Estados Unidos ya no puede ser la potencia hegemónica incuestionable de la región. Su progresiva desvinculación de los asuntos regionales refleja un importante giro en su estrategia global. Ha aprendido la lección de su fracaso en Afganistán e Irak. Además, Asia reviste actualmente mayor importancia estratégica que Oriente Próximo. La dominación mundial ya no está acompañada de la ocupación de espacios territoriales y lugares físicos, sino del control de los mercados financieros y las rutas comerciales marítimas. Washington seguirá buscando controlar el flujo del petróleo regional, pero regulando el grifo antes que los pozos. En resumen, asistimos no a una retirada de Estados Unidos, sino a una reformulación de su política.

Sin embargo, una herencia de la historia habrá dado muestras de su resiliencia. Las fronteras geográficas definidas por el Acuerdo Sykes-Picot revelaron una perennidad inesperada, a excepción de Kurdistán. Los actores de la región no luchan para rediseñar el mapa, sino para controlar las fronteras existentes. Los gobiernos y los pueblos aún comparten hoy implícitamente la sacrosanta idea de que estas fronteras ofrecen la última amarra de estabilidad en Oriente Próximo. Constituyen una realidad social, para bien o para mal. Después de todo, supuestamente cada refugiado víctima de las recientes crisis ha regresado a su país. Y, sean cuales sean los vencedores de los conflictos civiles en Libia, Siria, Irak y Yemen, no se espera de estos Estados que cambien de forma. La idea que prevalece en gran medida es que, si las fronteras geográficas existentes desaparecieran, la inestabilidad actual se transformaría en una espiral de caos.

La "primavera árabe": lo que el viento se llevó

Diciembre 2015

Desde la ola de revueltas que comenzó en Túnez en enero de 2011, parece que la "primavera árabe" se ha estancado entre el regreso de Estados autoritarios y la amenaza yihadista. No obstante, la exigencia de dignidad y la aspiración a la libertad no han desaparecido.

El mundo árabe se enfrenta a desafíos que parecen insuperables y que, sin embargo, va a tener que superar si quiere concebir un futuro más pacífico, democrático y estable. Estos desafíos residen principalmente en la regresión contrarrevolucionaria impulsada por los Estados autoritarios, en la naturaleza indecisa del proceso revolucionario y en los objetivos geopolíticos y confesionales planteados por el flagelo de la Organización del Estado Islámico (OEI).

Muchos regímenes árabes responden a la definición de lo que Jean-Pierre Filiu llama "los mamelucos modernos" (1). En su origen, los mamelucos eran soldados esclavos que la dinastía abasí (750-1258) reclutaba en los territorios situados fuera del mundo musulmán. Para sus amos, los conflictos de lealtad que sembraban la discordia entre tantas familias, tribus y comunidades no tendrían ninguna repercusión sobre ellos debido a su no arabidad.

Con el paso de los años, los mamelucos adquirieron tal influencia política y militar que, en el siglo XIII, acabaron suplantando a sus amos y tomando el poder desde Egipto hasta el Golfo. Al no estar ligados a las sociedades que dirigían y, por lo tanto, no tener que guardar consideración ni a clanes ni a protectores, les resultó más fácil imponerse. Eso los volvió prácticamente invulnerables, salvo frente a las invasiones extranjeras. Esta herencia de los mamelucos, autocrática y patrimonial, sentó las bases de las repúblicas militares árabes de hoy, tanto en Siria como en Egipto.

Estos regímenes se consideran a la vez como depositarios del poder del Estado y como extranjeros a sus propias sociedades, que tienen vocación, desde siempre, de ser gobernadas con mano dura. En algunos países, este espíritu se remonta al periodo colonial. En Egipto, la herencia mameluca resurgió a principios del siglo XIX a favor del concepto de Estado civil (dawla madaniyya) propuesto por las reformas de Mehmet Alí, gobernador desde 1805 hasta 1849.

Frente a la "primavera árabe", el reflejo mameluco consistió en defender por todos los medios estas prerrogativas soberanas. Los que poseían el poder se aseguraron de que el aparato de Estado no cayera en manos de fuerzas sociales consideradas de rango inferior. En Egipto, después de que la revolución de 2011 condujera a la caída de Hosni Mubarak, el golpe de Estado de julio de 2013 urdido por el general Abdel Fatah Al Sisi contra el Gobierno electo de los Hermanos Musulmanes mostró la determinación absoluta de los militares de no ceder ni una pizca de sus privilegios. En Siria, la brutalidad con la cual el régimen de Bachar el Asad reprimió las protestas pacíficas confirmó, una vez más, la incapacidad del poder de tolerar el menor cuestionamiento.

Las tensiones geopolíticas sirvieron para estimular la estrategia contrarrevolucionaria de los regímenes en el poder. La creciente amenaza de un expansionismo chií encarnado por la potencia iraní permitió a Arabia Saudí demonizar cualquier oposición interna y llevar a cabo una gran represión en nombre de la seguridad nacional.

Otro ejemplo de esta funesta conjunción es Bahréin. Para los dirigentes de esta pequeña monarquía suní, la oposición surgida durante la "primavera árabe" sólo era una marioneta de Irán, que manipulaba a la población chií mayoritaria en el archipiélago. Sin embargo, la aspiración de llevar a cabo reformas democráticas nunca ha dejado de agitar a Bahréin desde su independencia en 1971.

Situación inversa en Siria, donde El Asad, apoyado por Teherán, acusa a la oposición de actuar a favor de una conspiración suní alentada por Estados Unidos con el objetivo de dominar Oriente Próximo. El temor de ver la región entera dominada por las masas suníes explica por qué la coalición pro-Asad federa un mosaico tan amplio de minorías, desde los alauíes sirios hasta los chiíes libaneses del Hezbolá pasando por los hutíes de Yemen.

Desde el episodio de la "primavera árabe", el conflicto entre suníes y chiíes ha duplicado su violencia. Entre los factores que precipitaron esta conflagración figuran la caída de la cotización del petróleo y la conclusión del acuerdo internacional sobre el tema nuclear iraní, así como la percepción de cualquier forma de pluralismo político como una amenaza para la seguridad nacional. En Egipto, por ejemplo, la restauración del régimen militar provocó una represión brutal de los Hermanos Musulmanes, acusados de terrorismo aunque habían renunciado a la lucha armada y a la violencia. Desde los años 1950, los islamistas y la oposición en su conjunto jamás habían soportado persecuciones tan implacables. La estrategia antiterrorista del poder opera según el modo de la profecía autorrealizada: la represión militar-policial provoca reacciones violentas que justifican la vuelta a un orden más despiadado todavía.

Estos mamelucos modernos explotan el miedo del yihadismo para que el bloque occidental cierre los ojos ante su propia violencia y vuelva a su política de apoyo incondicional a regímenes despóticos. Esto no les impide jugar a dos bandas: atacar el extremismo religioso en el interior y poner en práctica políticas que lo refuerzan en el exterior.

Así pues, las fuerzas del general Jalifa Haftar en Libia, apoyadas por Europa y por Estados Unidos, dejaron deliberadamente que la OEI tomara el control de la región de Sirte, prefiriendo dedicar todos los esfuerzos en enfrentarse al Gobierno rival de Trípoli. En Siria, El Asad reaccionó a la "primavera árabe" poniendo en libertad a muchos islamistas y encerrando a los militantes de otros grupos de oposición. En Yemen, el Gobierno calificó a los hutíes como movimiento terrorista financiado por Irán, al mismo tiempo que iniciaba negociaciones con Al Qaeda. En cuanto a las monarquías del Golfo, aunque no dejaron de señalar a la OEI como su peor enemigo, no hicieron nada –o muy poco– para impedir que las organizaciones religiosas activas en su territorio financiaran movimientos islamistas armados fuera de sus fronteras.

Semejante ambivalencia indica que la mayoría de los Estados árabes, contrariamente a lo que aseguran, no tienen prisa por ver desaparecer la amenaza yihadista, que les proporciona un pretexto muy preciado para bloquear cualquier reforma democrática.

Sin embargo, semejante estrategia, ganadora a corto plazo, corre el riesgo de chocar, tarde o temprano, con la naturaleza imprevisible del proceso revolucionario. Casi todos los observadores occidentales han proclamado la muerte de la "primavera árabe". Para ellos, el asunto está claro: únicamente la frágil democracia tunecina renace de entre las ruinas. Un diagnóstico compartido por los Gobiernos árabes, proclives a pasar página de lo que sigue siendo para ellos un recuerdo odioso. Por supuesto, el regreso de la reacción que sancionaba las peticiones democráticas en tantos países parece darles la razón. Pero la historia enseña que las revoluciones, como las olas, se repiten de manera cíclica: la exigencia de dignidad y de libertad volverá a surgir, inevitablemente, estén o no los Gobiernos preparados para ello.

Hoy, la ausencia de secuestros en la calle no significa que el proceso revolucionario haya desaparecido. Los problemas que causaron la primera ola, en 2010, no se han volatilizado, al contrario. La tasa de desempleo en la mayoría de los países árabes es todavía tan elevada como hace cinco años, la economía sigue igual de estancada, la Administración ineficaz y el sector privado, balbuceante. En las sociedades aún se escucha la voz de una juventud numerosa y efervescente a la que los Gobiernos no consiguen ofrecer perspectivas. Los sistemas educativos continúan privilegiando la selección por el dinero más que por el mérito y formando herederos que no tendrán las destrezas necesarias para enfrentarse a la competencia en los mercados mundiales.

Más grave aún: los dirigentes continúan privando a los ciudadanos de su derecho a expresarse. La colusión entre clase política y ámbito de negocios permanece también intacta y permite a una pequeña élite aferrada a sus privilegios controlar no sólo las instituciones del Estado sino también todos los recursos del país. No hay de qué asombrarse si el mito del desarrollo inspira cada vez menos confianza a las poblaciones, abrumadas por comunicados alentadores sobre el crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) que, constatan, no proporciona un empleo a los desempleados ni futuro a los jóvenes. Profundización de las desigualdades, falta de infraestructuras, deficiencias del sistema educativo, corrupción endémica: ninguno de estos males ha encontrado respuesta desde 2010.

Aún cuando los problemas estructurales persisten o se agravan, el tejido social y cultural de las sociedades árabes, por el contrario, se ha modificado notablemente. El ciudadano corriente ha dejado de vivir en el miedo visceral del poder; su obediencia ya no puede ser arrancada tan fácilmente por la coacción policial o por el adoctrinamiento ideológico. No es que el miedo haya desaparecido: ha cambiado de objeto. En la actualidad, la inquietud radica sobre todo en la propagación de la OEI y del yihadismo, así como en el colapso de los Estados de Siria y de Yemen. Este nuevo miedo, omnipresente, explica por qué tantos ciudadanos ya no creen en la posibilidad de una reforma democrática. Explica el desencantamiento provocado por el fracaso de los movimientos revolucionarios en Egipto y en Libia –sin hablar de Marruecos y de Jordania, donde las esperanzas de cambio se estrellaron contra las puertas del palacio real–. Es normal que la combinación de los miedos y las decepciones creen una atmósfera de apatía social. Muy a menudo, el apoyo al régimen muestra solamente una aceptación resignada debida a una ausencia de soluciones de repuesto.

No obstante, el miedo, la desilusión y la apatía son estados de ánimo efímeros que los dirigentes no pueden mantener eternamente. Su rechazo a proponer reformas plausibles encendió la mecha hace cinco años; es posible que, un día cualquiera, las mismas causas terminen produciendo los mismos efectos. Deberán elegir entre llevar a cabo reformas ahora o esperar a que estallen nuevas revueltas.

Varios índices sugieren que este dilema pronto podría volverse apremiante. El Líbano, por ejemplo, conoció manifestaciones masivas el verano pasado, dirigidas contra la incapacidad del Gobierno para asegurar la recogida de basura. La exasperación ante las montañas de desechos acumulados en las calles movilizó a los libaneses por encima de las divisiones religiosas o étnicas, pues les dio la ocasión, en particular a los más jóvenes, de expresar una frustración más amplia y más profunda. No se trataba solamente de denunciar la incuria del Gobierno, sino también de derribar un sistema confesional obsoleto, incluso si durante mucho tiempo aseguró al país una apariencia de estabilidad política. Los manifestantes reclamaban la instauración de un sistema más democrático que pusiera a todos los libaneses en situación de igualdad en lugar de concentrar el poder en manos de elites envejecidas designadas según criterios obsoletos.

Algunos meses antes, Argelia fue el teatro de un movimiento social sin precedentes. El anuncio de un proyecto de explotación de gas de esquisto en el Sáhara hizo que miles de habitantes de esta región pobre y desértica comenzaran a ofrecer resistencia contra los estragos potenciales de la fracturación hidráulica y, a la vez, contra un modelo de desarrollo basado en el pillaje de riquezas materiales. Esta lucha adquiere un significado particular si se recuerda que Argelia es el origen más antiguo de la "primavera árabe". El conflicto entre Estado y sociedad ya se manifestaba en la tragedia que significaron las inmensas movilizaciones de 1988 para el cambio y la democracia, el éxito electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS), el golpe de los militares y la sangrienta guerra civil que siguió. Por muy esporádicas y aisladas que sean, estas luchas que brotan aquí y allá indican que el espíritu de 2010 no se ha extinguido.

Sin embargo, la principal conclusión que hay que sacar de la "primavera árabe", es que una transformación política y social requiere algo más que movilizaciones puntuales. Incluso después de haber logrado derrocar al tirano maldito, las fuerzas de la oposición deben asegurarse capacidades organizacionales, competencias políticas y una visión institucional sólidas, coherentes y duraderas. Esto es lo que desgraciadamente le faltó a la oposición egipcia después de su breve victoria de 2011. Su impotencia para impedir el regreso de los militares quedó grabada en la memoria de muchos como el principio del fin de la "primavera árabe". Es verdad que en casi todos los países implicados, los jefes de la oposición cometieron los mismos errores funestos. ¿Han aprendido quizás la lección y estarán mejor preparados cuando vuelva la primavera?

No obstante, un escenario de esta naturaleza supone eliminar antes un obstáculo más temible: la OEI. El fulgurante ascenso del "Daesh" (según su acrónimo árabe) se explica por la debilidad de los Estados que se propuso derribar y, a la vez, por el juego destructor de las rivalidades geopolíticas y de las intervenciones extranjeras.

Ironía del destino, la OEI se ha expandido por Irak y por Siria, dos países considerados durante mucho tiempo como modelos de estabilidad y de impermeabilidad frente al cambio debido, sobre todo, al control total que el aparato del Estado ejercía sobre la sociedad. Aunque la ferocidad de la OEI marca una nueva fase de transformación de la ideología yihadista, el material humano necesario para su crecimiento ya se encontraba allí.

En Siria, su expansión no sólo exigía reclutamiento extranjero, sino también el apoyo local consecuente, el cual no le faltó, en particular porque el Estado sirio, poco preocupado por responder a las necesidades de su población, dejó que se desarrollaran sectores de indigencia y de marginalidad fácilmente explotables por una secta bien equipada.

En Irak, la OEI encontró un recibimiento favorable dentro de comunidades suníes discriminadas por el Gobierno de Nuri al Maliki después de la destrucción del aparato de Estado que siguió a la invasión estadounidense (2). Éste se apoyaba en milicias chiíes, temidas por sus exacciones, que saquearon alegremente los restos del material de guerra del antiguo ejército iraquí. El Hezbolá libanés les servía como modelo en términos de organización, de notoriedad y de poderío militar. En este sentido, la OEI no representaba sólo una fuerza de importación, sino una reacción local a las persecuciones del Gobierno central.

La OEI es también una coalición de fuerzas en la cual la franja mesiánica convive con diversos componentes tribales, comunidades locales discriminadas y antiguos oficiales o altos cargos del régimen de Sadam Hussein. Se distingue de Al Qaeda en varios puntos esenciales (3). Al Qaeda concibe la yihad como una operación exclusivamente militar. No es asunto suyo gobernar un territorio o establecer instituciones, puesto que se define como una red de combatientes nómadas cuyos objetivos de guerra sólo podrían ser alcanzados mucho tiempo después de su vida terrenal. Para la OEI, en cambio, el combate debe aportar sus frutos en lo inmediato. La violencia no es un medio con vistas a un fin, sino un objetivo en sí, en el cual se cumple su visión del mundo. La creación de una entidad territorial viene del mismo imperativo religioso: la yihad impone conquistar tierras, instaurar una gobernanza, explotar todos los recursos de la geografía y de la temporalidad.

Contrariamente a Al Qaeda, que selecciona minuciosamente a sus reclutas y les impone exigencias draconianas, la OEI recluta a quien quiera, siendo la motivación la única cualidad requerida. Mientras que Al Qaeda se compone exclusivamente de guerreros, la OEI tiene la ambición de constituirse como población. Necesita, por lo tanto, mujeres, familias y niños. En cuanto a las incorporaciones extranjeras, el papel de éstas consiste menos en llevar armas que en trasmitir la imagen idealizada de la comunidad de los creyentes (la umma) en sus mensajes de propaganda destinados al mundo exterior.

Por supuesto, esta concepción de Estado representa una provocación, si no una herejía, para la inmensa mayoría de los propios suníes, razón por la cual la OEI ha movilizado contra ella a una coalición tan vasta de países árabes. Sin embargo, no podría comprenderse el fenómeno Daesh fuera del contexto de las injerencias extranjeras. La amenaza yihadista sirve de pretexto a potencias como Rusia y Turquía para establecer sus ambiciones en el mundo árabe. En efecto, los bombardeos rusos en Siria están vinculados a la OEI, pero traicionan sobre todo el deseo de Moscú de extender su zona de influencia en Oriente Próximo con el objetivo de restaurar la potencia imperial perdida con el colapso de la Unión Soviética (4). Al apoyar al régimen de El Asad, se procura una moneda de cambio para Ucrania o para cualquier otro territorio que el ámbito occidental pudiera disputarle.

Localmente, el objetivo estratégico es sencillo: fijar el statu quo asegurando al Presidente sirio un Estado santuario calcado precisamente de su base alauí. Esto no impide que, con el tiempo, esta estrategia se debilita por falta de retorno en inversiones militares. Mientras tanto, renueva este enfoque, ya antiguo, que consiste en aprehender Oriente Próximo a través del prisma de las identidades étnicas y confesionales más que en términos de Estados jurídicamente definidos.

Por esta misma razón, la alianza ruso-siria corre el riesgo de avanzar de un momento a otro hacia Irak. Bagdad ha renunciado progresivamente al proyecto de volver a la unidad nacional multiconfesional del pasado. El Estado iraquí se concibe ahora como exclusivamente chií. Por lo tanto, no tiene demasiado interés en la restitución de los territorios conquistados por la OEI, pues eso lo obligaría a reintegrarlos a las comunidades suníes a las que execra. En verdad, preferiría aprovechar el paraguas militar ruso que, llegado el momento, podría incluso reemplazar al escudo estadounidense.

Los riesgos de represalias terroristas inquietan a Vladímir Putin de forma moderada. Mientras que la explosión de una bomba en el metro de una capital europea debilitaría al Gobierno implicado, en Rusia sólo serviría a la estrategia del jefe de Estado de alimentar el miedo al terrorismo para justificar una política de hierro tanto en el interior del país como en el exterior de sus fronteras.

Sin embargo, no está entre los intereses de Rusia la eliminación de Daesh, que tan bien se dedica a debilitar los intereses europeos y a contener a la oposición prooccidental en Siria. En realidad, la OEI presta servicios a todo el mundo: el régimen sirio lo utiliza para hacer olvidar sus propias atrocidades; Arabia Saudí, para intensificar el combate ideológico contra los chiíes; Irán, para dividir el campo suní; Turquía, para ajustar cuentas con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK).

En el caso de Turquía, la estrategia de instrumentalización de la OEI es esencialmente de uso interno: consiste en hacer reinar un clima permanente de tensión, de miedo y de división con el objetivo de que el presidente Recep Tayyip Erdogan y su Gobierno aparezcan como el máximo muro de contención frente al caos. La coalición anti-OEI en la que Ankara participa formalmente le da una excusa para atacar no solamente a los kurdos dentro de su propia población, sino también a los kurdos de Siria y de Irak. El hecho de que semejante escalada pueda agravar la inestabilidad general y crear un nuevo eje de conflicto es algo que no parece inquietar a Erdogan, cuya preocupación es, sobre todo, sacar provecho electoral de esta política de lo peor.

Los atentados de París marcan un cambio de estrategia de la OEI. Esta violencia se enmarca en la continuación de los atentados en Beirut contra el Hezbolá, que apoya al régimen de El Asad, y contra un avión de línea rusa en el Sinaí de Egipto. Demuestra cierta capacidad de proyección de la organización fuera de Siria y de Irak para golpear a los actores más visibles de la coalición unida contra ella. Al mismo tiempo, es la expresión de que la organización siente los rudos golpes que le asestan en sus bastiones: estos contraataques producidos en el extranjero muestran la pérdida de su impulso ofensivo en el frente interno. El riesgo terrorista aumenta. En definitiva, esta violencia aparentemente irracional no deja de tener coherencia y difiere de la lógica apocalíptica de Al Qaeda.

Por mucho que Occidente intensifique su campaña militar aérea no logrará erradicar a la OEI. La experiencia ha mostrado la eficacia de los actores no estatales para llevar a cabo la reconquista sobre el terreno. Tanto el ataque victorioso de los kurdos en Sinjar como la intervención de las tribus beduinas chammar en el conflicto contra la OEI son muestra de ello. Sin embargo, una verdadera contraofensiva requiere una estrategia de unión de todas las fuerzas presentes sobre el terreno, que minimice los intereses divergentes y las rivalidades geopolíticas.

Efecto dominó contrarrevolucionario impulsado por Estados autoritarios, posibilidades de resurgimiento de la "primavera árabe", confusión de intereses en torno a la hidra yihadista: dividido entre estas tres perspectivas, el futuro del mundo árabe parece muy incierto.



(1) Jean-Pierre Filiu, “Mamelouks modernes, mafias sécuritaires et djihadistes”, Orient XXI, 19 de septiembre de 2015, http://orientxxi.info

(2) Peter Harling, “Qué es lo que anuncia el estallido iraquí”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2014.

(3) Julien Théron, “Funesta rivalidad entre Al Qaeda y la Organización del Estado Islámico”, Le Monde diplomatique en español, febrero de 2015.

(4) Alexeï Malachenko, “La apuesta siria de Moscú”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de 2015.

El Magreb, entre autoritarismo y esperanza democrática

Noviembre 2016

Mientras que las turbulencias políticas y la guerra se expanden por Oriente Próximo, Argelia, Marruecos y Túnez pueden aparecer como un punto de estabilidad en el mundo árabe. Esta situación radica en la naturaleza homogénea de los poderes y de las poblaciones. Pero, a excepción de Túnez, la apertura democrática no se ha mantenido: los regímenes establecidos continúan apoyándose en sus privilegios.

En enero de 2011, la caída de la dictadura tunecina abrió el ciclo de las sublevaciones populares que se iban a extender por el mundo árabe. Pero el precursor histórico de este movimiento también se localizó en el Magreb, en Argelia, donde las inmensas revueltas de octubre de 1988 hicieron surgir la promesa de una apertura democrática antes de desembocar en una sangrienta guerra civil.

Para algunos observadores externos, Marruecos, Argelia y Túnez parecen muy diferentes en términos de régimen, de economía y de política exterior.

Su punto en común radica en el hecho de que el Magreb representa una entidad muy diferenciada en el mundo arabomusulmán tanto en el plano cultural como social y geopolítico. Con la noción de cultura no se trata de designar un abanico rígido de valores y de comportamientos. Efectivamente existen similitudes superficiales, ya sea a través de las variantes locales de la lengua árabe o de la gastronomía –a menudo se dice que el Magreb acaba y Oriente Próximo empieza allí donde la gente prefiere comer arroz en vez de sémola–, pero la cultura hace más bien referencia a un repertorio común de historias y de prácticas que genera una mentalidad de similar naturaleza frente a las instituciones. Por ejemplo, todos los países del Magreb construyeron su independencia sobre la base de un aparato de Estado altamente centralizado, herencia del colonialismo francés y, a la vez, de la geografía. Desde sus orígenes compartieron el principio de una gobernanza nacional y la idea de que una burocracia civil de eficacia variable permitiría regular la vida social y económica.

El Magreb no sólo se define por la coherencia de sus Estados, sino también por la cohesión de sus naciones, sujetas a divisiones étnicas y religiosas menos pronunciadas que en otros países árabes. No existe división entre suníes y chíies como la que causa estragos en Irak o en Bahréin ni ningún sistema confesional en el origen de fracturas políticas y de bloqueos institucionales, contrariamente a lo que pasa en el Líbano. Es cierto que el estatus de la identidad bereber en Marruecos y en Argelia siempre ha sido objeto de arduas negociaciones y la guerra civil en Argelia (1992-1999) demostró que la violencia podía surgir en todas partes y en cualquier momento. Por lo demás, estos países no se ven afectados, fundamentalmente, por las luchas fratricidas en torno a cuestiones de unidad nacional, de identidad étnica o de pertenencia religiosa.

Por otra parte, los Estados del Magreb conforman un espacio geopolítico único en el mundo. Mientras que otros Estados árabes dirigen su mirada hacia Washington y Londres, el Magreb sigue, en gran medida, bajo la influencia de París. Una parte importante de su población vive en Europa Occidental, alimentando así un intenso flujo de ideas, de personas y de bienes que atraviesa el Mediterráneo en ambos sentidos. Además, se mantienen relativamente al margen de los grandes conflictos que sacuden el mundo árabe. A pesar de que existe un consenso en cuanto a la solidaridad para con los palestinos, la crisis palestino-israelí les afecta poco. Tampoco han sido absorbidos por la vorágine ideológica y sectaria en la que se condensa la confrontación entre los países del Golfo e Irán y en la que se forjan las guerras por procuración que ensangrientan Siria y Yemen.

Ciertamente no están inmunizados contra las maniobras estratégicas de Irán y Arabia Saudí, las potencias regionales: Marruecos se unió a la coalición árabe-occidental contra los rebeldes hutíes –próximos a Irán– en Yemen; Argelia, por su parte, se unió a Rusia y a China para oponerse diplomáticamente a la intervención de Estados Unidos y de Europa en Libia. No obstante, semejantes compromisos no requieren grandes medios económicos o militares y no merman su autonomía política.

Los países del Magreb presentan otro punto en común. Tanto allí como en otras partes del mundo árabe, el poder político pertenece a autocracias que, aunque conservan cierta capacidad de adaptación estratégica, se bunkerizaron con el paso de las décadas. Los dirigentes se muestran más preocupados por su propia supervivencia que por la prosperidad colectiva y usan la coerción para contener cualquier exigencia de pluralismo. Sin embargo, a diferencia de sus vecinos de Oriente Próximo, estos países están habitados desde hace mucho tiempo por ciudadanos determinados a hacerse oír a través del tejido asociativo pero también en el terreno político. No es fruto de la casualidad que la "primavera árabe" surgiera allí en dos ocasiones –no sólo porque los Gobiernos no consiguieron satisfacer las demandas populares, sino también porque las sociedades contaban con voluntad y con energía para oponerse al statu quo–.

Cada uno de los tres Estados se enfrenta a obstáculos particulares. Al tratar de comparar Marruecos, Argelia y Túnez se entiende mejor por qué el Magreb dispone de un potencial de democratización tan prometedor, pero también por qué la implementación de reformas políticas y económicas vitales para estos países cuesta cada día un poco más. El problema esencial del Magreb, y también su principal esperanza, radica en el papel desempeñado por la opinión pública en la vida política. Desde este punto de vista reina una gran disparidad entre la apertura democrática conquistada por Túnez y los sistemas, más cerrados, de Marruecos y de Argelia.

Casi seis años después de la "primavera árabe", los regímenes autoritarios establecidos en esos dos países tienden a parecerse cada vez más. Por supuesto, cada uno comenzó la historia de su independencia de una forma muy particular.

Marruecos es una monarquía dirigida por una dinastía alauí que reivindica el poder supremo desde hace cuatro siglos. El régimen argelino, de creación mucho más reciente, es una autocracia militarista encarnada por un civil. Estas dos formas de gobierno ahondan las raíces de su legitimidad en orígenes distintos. En Marruecos, la autoridad absolutista del rey se basa en su posición religiosa de "comendador de los creyentes" y de "sombra de Dios en la Tierra", mientras que en Argelia el Ejército obtiene su premacía de la lucha por la independencia. Se presenta como el heredero directo de los combatientes que liberaron la nación del yugo colonial francés, en virtud de lo cual se considera protector indiscutible del Estado, tal y como ya lo demostró de forma brutal en los años 1990 cuando trató la movilización islamista como un peligro que había que erradicar a toda costa.

Sin embargo, estos dos sistemas convergen en numerosos puntos hoy en día. En Argelia, el pequeño círculo de dirigentes militares y civiles, conocido por su opacidad y por su corrupción, ve su hegemonía amenazada por nuevos actores económicos que emergen en la esfera política. El poder argelino está en proceso de copiar al makhzen marroquí, esa compleja red de élite alrededor de la Casa Real. Se trata de una evolución relacionada con la estrategia del presidente Abdelaziz Buteflika, que consiste en dejar que la base del régimen se entreabre más con cada crisis y en incorporar nuevos efectivos susceptibles de apoyarle. La disolución en 2015 del Departamento de Información y de Seguridad (DRS por sus siglas en francés, antigua Seguridad Militar), el todopoderoso servicio de inteligencia, ha quitado un obstáculo de peso en este sentido.

Interdependencia de las élites

Paralelamente, el auge de la economía de mercado creó una nueva clase de burguesía urbana conectada con el poder militar. Contrariamente a sus veteranos, estos "leales" al poder no son juzgados en función de su adhesión a la historia de los ideales revolucionarios, sino según su utilidad material inmediata. La oligarquía se amplía, haciendo del jefe de Estado el primus inter pares –el primero entre pares–. El papel de la presidencia, al igual que el de la Casa Real marroquí, consiste en distribuir recompensas y en arbitrar entre intereses rivales.

De forma inversa, Marruecos se acerca al "modelo argelino" en términos de opacidad en la toma de decisiones. Allí, la política nacional emanaba tradicionalmente de un núcleo concentrado pero previsible, compuesto por el monarca y por su ministro del Interior, quienes no se esforzaban en absoluto en esconderse. La corte en el poder, aprovechando una marcada liberalización de la economía, se extendió hacia nuevas categorías de círculos de negocios –exactamente como en Argelia–. Aparecieron algunos lobbies, los cuales ofrecían al soberano una base de apoyos ampliada. El rey, por su parte, también se sitúa "el primero entre pares", es decir, se ve obligado a cambiar su poder unilateral por una función de mediador entre los diversos grupos que rivalizan en su órbita. Esta diversificación del poder viene acompañada de un mayor disimulo en el proceso de toma de decisiones, de manera que los marroquíes ya sólo se hacen una idea muy aproximada de la manera en la que se elabora la política a la cabeza del Estado y de los actores responsables de ésta.

La interdependencia de las elites constituye el factor clave de esta transformación. El retroceso del absolutismo real en Marruecos y el desmantelamiento del DRS argelino permitieron a las nuevas clases dominantes reforzar su influencia financiera y política. En circunstancias normales, estos notables compiten entre ellos intensamente. Pero cuando surge una crisis, se unen como una manada de lobos para preservar el sistema. En Marruecos ya actuaron así tras la muerte del rey Hassan II en 1999, durante los ataques terroristas de 2003 y, más tarde, en 2011, cuando el Movimiento 20 de Febrero provocó protestas masivas en la calle. Nadie pone en duda que las élites argelinas mostrarán la misma solidaridad cuando Buteflika sucumba a sus enfermedades y los militares coopten a un nuevo presidente, a pesar de que los riesgos de inestabilidad son más importantes en Argelia por la falta de leyes claras en cuanto al proceso de sucesión.

Semejante lógica viene a señalar que las élites marroquíes y argelinas no disponen de ningún tipo de visión a largo plazo. Centradas en la salvaguardia inmediata del sistema y de sus intereses en vez de en los problemas estructurales, se muestran incapaces de concebir otro orden político distinto. Esto implica que, si este orden llegara a aparecer –como resultado de una sublevación, por ejemplo–, contarían con las peores armas para adaptarse a él. En semejante situación, Marruecos dispondría sin duda de una ventaja relativa con respecto a Argelia debido a la ausencia de rentas petroleras y a la capacidad de la monarquía para conseguir la unión a su alrededor.

Túnez representa un caso muy diferente. Allí, la revuelta de 2010-2011 decapitó rápidamente la antigua autocracia reinante. Las elites involucradas en el sistema del ex presidente Zine el Abindin Ben Alí, entre las que se encontraban ex funcionarios del aparato dictatorial, no ocuparon más que un lugar menor en el primer Gobierno posrevolucionario. Al inicio de esta nueva era democrática, la voz de la calle influyó no sólo en la definición de la política nacional, sino también en la reconstrucción del propio Estado –un ejemplo poco común de implicación colectiva en los asuntos públicos–.

Así, importantes organizaciones de la sociedad civil, como el sindicato de periodistas o la Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT), mantuvieron una presión constante sobre los partidos políticos –incluida la formación islamista Ennahda– para empujarlos hacia la transparencia. Contrariamente a Marruecos y a Argelia, Túnez posee un Parlamento que no es una simple asamblea donde se aprueban proyectos sin ninguna discusión previa, sino un auténtico órgano de legislación y de control al que el poder ejecutivo está obligado a rendir cuentas. Cerca de una tercera parte de los escaños de diputados (un 31%) está ocupada por mujeres –esta proporción es la más elevada del mundo árabe y del continente africano, y sobrepasa también la que prevalece en numerosos países occidentales–. La Comisión de la Verdad y la Dignidad, creada en 2014 para investigar las violaciones de los derechos humanos perpetradas por el antiguo régimen, está compuesta en gran parte por personalidades independientes.

La democracia tunecina se encuentra aún lejos de estar consolidada y los acuerdos negociados entre los islamistas y los nacionalistas herederos del Neo-Destour pueden fracasar en cualquier momento. Pero no se puede negar que Túnez es un vivo ejemplo de lo que un país del Magreb puede conseguir en términos de soberanía popular en los límites de las instituciones democráticas. En este país, la transparencia y el principio de responsabilidad ante los electores están mejor garantizados no sólo que entre sus vecinos del Magreb, sino también que en la mayoría de los Estados árabes.

Los tres países del Magreb presentan, igualmente, un amplio abanico en materia de expresión política de las fuerzas islamistas. Demuestran, cada uno a su manera, que el lugar de la religión en la vida política árabe está lejos de disminuir y que la estabilidad futura de los Estados dependerá de su capacidad de compromiso y de apertura.

Marruecos es un caso engañoso. Su principal formación islamista, el Partido Justicia y Desarrollo (PJD), gobierna desde su victoria en las elecciones legislativas de 2011 –escrutinio que ganó de nuevo a principios del pasado mes de octubre con 125 escaños de 395 (107 en 2011)–. Pero le siguió el juego al régimen neutralizando el impacto del movimiento 20 de Febrero. En el plano ideológico, el PJD es un partido del orden y no un partido del cambio. Se ha adaptado a los imperativos de la monarquía, no escatima esfuerzos para hacerse un lugar en las instituciones del Estado, pero sin lograr, sin embargo, la instauración de nuevas prácticas. Al contrario que una idea muy extendida, la participación del PJD en el Gobierno no debilitó la fuerza de atracción del islam político, por la sencilla razón de que el partido nunca fue concebido para desafiar al poder establecido y de que sigue la estela de éste.

Esta situación refleja el papel especial que desempeña el discurso religioso en Marruecos. El PJD no se toma la molestia de oponerse a la autoridad del rey en materia de religión, ya que el aura histórica de la dinastía alauí no permite competir con ella en este ámbito. El régimen ejerce un estricto control sobre las escuelas coránicas, sobre los imanes y sobre las mezquitas. Los grupos islamistas que se atrevieron a cuestionar esta regla del juego se encontraron excluidos del escenario político, como el movimiento Justicia y Espiritualidad o como diversas organizaciones salafistas. En definitiva, la cuestión de la religión en la política nunca se ha planteado seriamente. Se planteará con acuidad en caso de apertura democrática.

A pesar de esto, el islam marroquí se distingue, a ojos del mundo exterior, por su combinación de tres elementos a menudo percibidos como un antídoto contra el extremismo: la doctrina malikí, la filosofía de la ashariyyah y la corriente sufí. Es cierto que estas tres creencias recogen una extensa y rica genealogía intelectual que otorga gran importancia al juicio humano y favorece más bien la moderación. Marruecos no se ha privado de proyectar esta imagen hacia Europa, resaltando la compatibilidad de esta versión del islam con los principios seculares apreciados en Francia y en otros Estados occidentales (1).

La situación es diferente en Argelia, donde el espectro de la guerra civil de los años 1990 y de sus 200.000 muertos parece haber inmunizado a la sociedad contra los cantos de sirena del islam político, a pesar de que se asiste al resurgimiento de prácticas fundamentalistas y de discursos radicales que recuerdan aquellos de los militantes del antiguo Frente Islámico de Salvación (FIS) en los años 1990. Al contrario que la monarquía marroquí, el régimen argelino no posee instituciones ni autoridad en materia religiosa para responder a la oposición fundamentalista. El miedo a la violencia es su principal baza frente a grandes organizaciones rigoristas y a grupúsculos extremistas como Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI). Por ello, el islamismo fracasa desde hace veinte años en la tarea de encontrar su lugar en el tablero político argelino, mientras que en Marruecos se encuentra fundido en la jerarquía oficial.

Debido a la asociación entre islamismo y violencia, los grupos religiosos en Argelia se preocupan menos de los valores sociales que de su reintegración en el juego político; de ahí su compromiso a favor de reformas sistémicas como el regreso del Ejército a sus cuarteles o la rehabilitación del Parlamento, aunque tienen pocas posibilidades de lograr sus objetivos. Menos aún cuando se muestran poco elocuentes en materia de política exterior, dejando las cuestiones de seguridad fronteriza en manos del régimen –ya sea frente al frágil Malí o a la Libia en vías de desintegración–.

Una vez más, Túnez presenta en este aspecto un abanico distinto de posibilidades. Su historia reciente indica que un movimiento islamista fuerte puede no sólo ser aceptado por el sistema democrático, sino también, y sobre todo, ser incorporado a su funcionamiento.

Las alianzas y los pactos sellados entre Ennahda y sus oponentes "laicos", principalmente Nidaa Tounes –la formación creada por el presidente de la República Beji Caid Essebsi– constituyen la piedra angular de la política tunecina actual. Sin embargo, ninguno de estos dos bandos estaba dispuesto inicialmente al menor compromiso sobre la Constitución, y menos aún sobre la aplicación de la sharia, la ley islámica. No obstante, el temor compartido a una destrucción mutua tras el episodio revolucionario acabó convenciendo a unos y otros de rebajar sus exigencias políticas, de manera que se pudo encontrar un denominador común en cuestiones tan fundamentales como la protección de las libertades civiles, los derechos de las mujeres y el carácter no religioso del Estado.

Después de varias décadas de exilio y de represión, este diálogo permitió formalizar la participación de los islamistas en la vida social y política del país. También sugiere que, en muchos aspectos, el islamismo en Túnez podría estar secularizándose. Al distanciarse de los grupos más radicales –los salafistas, entre otros– y al privilegiar la acción política y económica concreta en detrimento de las abstracciones religiosas, Ennahda inició la creación de una nueva identidad sincrética. Ahora resulta más acertada su comparación con la Unión Demócrata Cristiana alemana (CDU por sus siglas en alemán) que con el Partido de la Justicia y el Desarrollo turco (AKP por sus siglas en turco), el cual se enfundó antes el traje de islamismo pragmático, capaz de fusionar principios religiosos y objetivos políticos en el marco parlamentario.

Más allá de todas estas diferencias, los países del Magreb comparten una misma debilidad: su extrema vulnerabilidad en caso de crisis económica o política repentina. Existen pequeñas chispas, incluso en el contexto de desmovilización que tanto pesa desde la "primavera árabe", que pueden generar, en cualquier momento, explosiones en cadena capaces de poner en tela de juicio la capacidad de los regímenes para mantener el control sobre la población.

Las sociedades del Magreb, y más aún su componente esencial, los jóvenes, desean tres cosas: pan, libertad y dignidad. El pan escasea en los tres países de la región, todos ellos caracterizados por importantes niveles de desigualdades, de pobreza y de desempleo. Se trata, particularmente, del caso de Argelia, cuya dependencia del maná gasístico y petrolero se transformó en calamidad desde la caída de las cotizaciones de las energías fósiles. Pero el desempleo juvenil constituye igualmente una plaga entre sus dos vecinos.

En Túnez, en un contexto en el que el sector vital del turismo se vio deteriorado por los atentados de 2015, las protestas callejeras contra la falta de oportunidades recuerdan regularmente que los acuerdos establecidos por un Gobierno adepto al liberalismo se pagan con la indiferencia en cuanto al destino de los más pobres. Las diversas facciones en el poder, absortas por el establecimiento de un sistema democrático viable, olvidaron la urgencia de reestructurar una economía de importación-exportación agotada. Un callejón sin salida que ya conocieron algunos Estados enfrentados a una transición democrática. Marruecos, debido a prudentes decisiones tomadas tras la independencia y a un mejor marco legal, parece estar mejor equipado para desarrollar su economía. Sin embargo, se ve penalizado por débiles indicadores de desarrollo humano y por un sector de la educación asolado, lo que tendrá consecuencias a largo plazo.

Ciertamente, el desarrollo necesita tiempo. Aunque se llevaran a cabo de forma inmediata las reformas necesarias, harían falta algunos años antes de que el sector privado consiguiera otorgar su oportunidad a las cohortes de jóvenes desempleados. Mientras tanto, el respeto de los principios de libertad y de dignidad puede atemperar la crisis proporcionando sentido y un horizonte a todo lo que no depende estrictamente de la economía.

A este respecto, Marruecos y Argelia acumulan, desafortunadamente, un serio atraso. A pesar de que el proceso de toma de decisiones políticas se ha vuelto más opaco y más fragmentado, el poder ejecutivo en sí permanece inmutable en su naturaleza: ahora más que nunca se encuentra en manos de un grupo limitado que se niega a que su monopolio de poder sea cuestionado. Y no son los Parlamentos los que se arriesgan a oponerse a ésta. Por mucho que las elecciones se desarrollen en condiciones correctas, alimentan a instituciones políticamente amorfas, desprovistas de un auténtico derecho de control sobre la actuación del Ejecutivo y de los órganos de seguridad. Es el caso sobre todo en Argelia, donde las sempiternas guerras internas en la cúspide del Estado vacían la representación electa de toda su sustancia. En Marruecos, al menos, existe cierta diversidad de formaciones y de ideologías representadas en el Parlamento, así como una vía legislativa que no elude totalmente los debates y las investigaciones. La lucha por la devolución de los poderes a la monarquía ha dado sentido a la vida política.

Salir del impasse

Por el contrario, en materia de libertad de prensa, los dos países conocen evoluciones opuestas. En Argelia, los medios de comunicación libres creados tras el "big bang" (2) de 1988 lograron sobrevivir mal que bien a la normalización, mientras que, en Marruecos, el régimen ahogó a la prensa mediante una estrategia de asfixia gradual iniciada hace más de diez años. En un primer momento, la Casa Real dictó normas que sancionaban a los periódicos que tuvieran la osadía de provocar controversias económicas o políticas. A continuación atacó de forma más directa a todos los periódicos críticos y a los sitios web de información mediante la instauración de sanciones económicas exorbitantes, que suponen la quiebra, por faltas leves. Finalmente llegó el golpe de gracia, con la salida al mercado de una pseudoprensa concebida como un arma de guerra contra los últimos espacios de libre expresión que aún existían. Cada servicio de seguridad, y también la Casa Real, creó a partir de entonces su propio medio de comunicación, presentado como una plataforma independiente pero destinado en realidad a acallar cualquier voz discordante a través de la difusión de ataques nauseabundos y difamatorios. Estas operaciones, gestionadas desde las más altas esferas del Estado, se llevan a cabo sin sobresaltos. Las escuchas y las vigilancias de los servicios de seguridad van de la mano de las instrucciones dadas a los redactores jefe y a los "periodistas".

Pero semejante estrategia también produce efectos colaterales: al privar a la sociedad de los canales a través de los cuales podía expresar su descontento, el poder se arriesga a ver cómo la presión social se libera bajo formas menos dominables.

Se trata de un juego tanto más peligroso cuanto que Marruecos y Argelia se enfrentan a una creciente exigencia de dignidad por parte de sus poblaciones. Entre escándalos políticos, casos de corrupción, abuso de poder e incumplimiento de las obligaciones internacionales, los poderes establecidos no dejan de desmembrar los derechos de los ciudadanos bajo el peso de su autoritarismo. De ahí un descrédito cada vez más agudo de la gobernanza no democrática, al cual los llamamientos a la unión nacional no aportan ningún remedio.

A esto se añade el hecho de que la monarquía marroquí aún no ha conseguido cerrar el espinoso asunto del Sáhara Occidental. Este territorio, cuya independencia es reclamada por el Frente Polisario, sigue siendo considerado por Rabat como parte integrante del reino. El Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha preferido hasta ahora apaciguar a Marruecos y, sin duda, pretende continuar así durante tanto tiempo como le sea posible. No obstante, el resentimiento que se agita cada vez más en el Sáhara Occidental podría acabar minando este statu quo. Con cada crisis que sacude el territorio, la monarquía marroquí se ve arrastrada a nuevos compromisos, algo que no carece de peligros, ya que el régimen siempre ha hecho de este asunto un tema de unión sagrada. Con esta estrategia, él mismo se arrincona. Explota ese discurso nacionalista para prevenirse internamente de sus errores, pero se arriesga a verse aprisionado más tarde, cuando surjan nuevas protestas en el Sáhara.

La fibra patriótica que tocó en el pasado se encuentra dañada actualmente, lo que aviva un poco más las tensiones entre la sociedad marroquí. Con este asunto sucede lo mismo que con la exigencia de dignidad: el problema no proviene tanto de argumentos esgrimidos por el poder –en este caso, la defensa de los derechos históricos y de la soberanía nacional– como de la imposibilidad de salir del impasse sin una democratización real del régimen.

También aquí, el autoritarismo, del cual sólo Túnez escapó, choca con sus propios límites. Los problemas de fondo que alimentan la frustración social sólo pueden solucionarse a través del diálogo y del compromiso; pero los regímenes autoritarios resisten frente a ambos, pues temen verse expulsados por algún rival en caso de realizar concesiones. Además, ya que los Gobiernos se guardan de proporcionar los instrumentos institucionales que les permitirían implicar a la sociedad en la resolución de las crisis, la población tiende a achacar toda la responsabilidad a sus dirigentes.

En definitiva, el futuro del Magreb parece menos sombrío que el de Oriente Próximo, si se consideran las ventajas culturales, sociales y geopolíticas de esta entidad de tres partes. No obstante, tampoco es brillante. En efecto, el nuevo sistema democrático de Túnez permitirá a sus dirigentes responder mejor a los próximos desafíos que sus homólogos argelinos y marroquíes. El país, a pesar de las profundas desigualdades que lo dividen, dispone de una verdadera oportunidad para conquistar la paz y la estabilidad. En cambio, los dirigentes de Marruecos y de Argelia recuerdan a la figura del bombero pirómano. Rápidos apagando las crisis y las sacudidas sociales, pero nunca pueden sentirse realmente tranquilos. Al rechazar una evolución democrática de su país, descargan sus problemas sobre chivos expiatorios. En vez de reparar los desajustes, los perpetúan, incluso los amplifican.

Ciertamente, los tres países del Magreb ganarían si superaran sus rivalidades y cooperaran entre ellos, por muy ínfima que fuera esta cooperación. La cuestión del Sáhara no debería impedir la existencia de una dinámica regional en torno a cuestiones como el medio ambiente, el comercio, la educación, la energía y la sanidad. Esto permitiría atenuar las tensiones bilaterales y reforzar la estabilidad de la región, así como aumentar su peso a la hora de negociar con la Unión Europea.



(1) Cf. Charlotte Bozonnet y Youssef Ait Akdim, “Mohammed VI se voit en chantre de l’islam modéré”, Le Monde, París, 23 de agosto de 2016.

(2) Expresión utilizada por Dale F. Eickelman y James Piscatori en su obra Muslim Politics, Princeton University Press, 2004, segunda edición.

La esperanza de una unidad árabe aún sigue viva

Noviembre 2017

Sin pretender revivir el proyecto panarabista, los Estados del Mashreq y del Magreb pueden superar sus divisiones políticas apostando por más cooperación económica y social. Semejante acercamiento, que depende de una mayor democratización de los regímenes en el poder, contribuiría a reforzar el dinamismo de una región aún presa de importantes problemas de desarrollo.

¿Sigue siendo concebible la unidad árabe en una época y en un espacio marcados por una fragmentación y una conflictividad sin precedentes? El ideal de una misma nación, que nació en su forma moderna a principios del siglo XX, puede parecer más quimérico que nunca. No obstante, continúa alimentando numerosos esfuerzos para estrechar la cooperación entre los Estados de la región. A pesar de que el viejo sueño del panarabismo se ha desvanecido, lograr una mayor integración económica y política sigue siendo un objetivo decisivo para todos los pueblos de la región, ya sean árabes o no.

En efecto, la mayoría de los países concernidos solo podrán superar su debilidad estructural reforzando sus vínculos vecinales. Las diferencias entre ellos son enormes. En el plano demográfico, una nación como Egipto, con sus cerca de cien millones de habitantes, supera con creces a un pequeño reino como Bahréin, cuya cifra de habitantes es cien veces menor. Algunos Estados (Arabia Saudí, Argelia, etc.) rebosan de hidrocarburos, mientras que otros (Túnez, Jordania, etc.) poseen muy pocos recursos naturales. A unos les faltan escuelas y voluntad política para alfabetizar a sus poblaciones; otros se enfrentan a una masa de ciudadanos instruidos que no encuentran empleo (1). Aquí se ha construido un sistema agrícola que permite exportar comida al mundo entero; allí aún se depende de las importaciones para sobrevivir.

Pese a todo, los países del mundo árabe constituyen espacios imbricados que pueden realizar intercambios e interactuar entre ellos. Así, una mayor integración regional generaría consecuencias de provecho para todos esos pueblos. Una unión económica reequilibraría la relación de fuerzas con el resto del mundo en materia de comercio y de inversión. También sería un factor de paz, pues incitaría a los Gobiernos a recurrir más a la diplomacia y menos a la violencia. Por último, facilitaría la cooperación para afrontar desafíos como el abastecimiento de agua, los problemas medioambientales o la acogida de refugiados.

Sin embargo, los obstáculos siguen siendo considerables. El más evidente remite a la dificultad de los Estados para coordinarse en el plano económico y social. A este respecto, Oriente Próximo y el Norte de África dejan que desear comparados con espacios tan coherentes como América Latina o Asia Oriental, por no hablar de Norteamérica y de la mayor parte de Europa. Además, las barreras arancelarias en esas dos regiones se encuentran entre las más elevadas del mundo, lo que explica que los intercambios económicos interregionales estén proporcionalmente entre los más débiles. La constatación no es mucho más brillante en lo relativo a las infraestructuras y a las redes de carreteras transfronterizas. Las inversiones entre países de la región continúan siendo extremadamente débiles y, cuando existen, siguen estando dominadas por las monarquías del Golfo. En cuanto a los sistemas escolares y universitarios, poco se ha hecho para compatibilizar unos con otros. A falta de diversificación, el efecto de distorsión de la renta petrolera sigue desempeñando plenamente su papel tóxico, movilizando sumas extraordinarias al servicio de intereses particulares y de políticas represivas o belicosas. Y estas exacerban las divisiones del mundo árabe y profundizan la brecha entre las elites dirigentes y las poblaciones.

Los obstáculos también son de naturaleza política. La mayoría de los Estados siguen bajo el control de monarcas o de regímenes autoritarios obsesionados por su propia supervivencia hasta tal punto que no se preocupan por asumir los costes de la integración, por muy beneficiosa que sea a largo plazo. A esto se añaden las profundas divisiones geopolíticas causadas por las intervenciones extranjeras, a las cuales la región sigue estando más expuesta que nunca. En la actualidad, la guerra civil que causa estragos entre una coalición suní, heteróclita, y un eje chií, percibido por la anterior como una amenaza, es una de las manifestaciones más agudas al respecto. El beligerante suní se divide en tres campos: los "sultanes", como Egipto o Arabia Saudí, los movimientos islamistas predominantes y, finalmente, la corriente yihadista del salafismo, encarnada en particular por la Organización del Estado Islámico (OEI). Por su parte, el eje chií federa a Irán, el Hezbolá libanés, Siria, Irak (a excepción del Kurdistán) y los hutíes de Yemen. Pero a veces se trata de categorías que oscurecen los desafíos del conflicto más de lo que los aclaran. Por ejemplo, en el propio bando suní, los sultanes y los Hermanos Musulmanes comparten una misma hostilidad con respecto a los yihadistas, pero desde dos perspectivas diametralmente opuestas. Los primeros se basan en el papel histórico desempeñado por los militares y por las monarquías como protectores de la sociedad y guardianes del Estado –una tradición que sigue sin ser suficiente para garantizar el buen entendimiento entre sus herederos, tal y como lo demuestran las tensiones entre Arabia Saudí y Qatar–. Por el contrario, los segundos se remiten a la soberanía de las masas, definida como adhesión común al islam.

Sultanes, islamistas y yihadistas

En materia de integración económica, intentar imitar el modelo europeo no tendría mucho sentido. Europa se ha construido con Estados fuertes, preocupados por consolidar su poder mediante la unificación de territorios y de poblaciones dispares. Este proceso, guiado por las elites políticas, ahondaba sus raíces en los intereses entrecruzados de las burguesías nacionales, conscientes de que les interesaba traspasar sus respectivas fronteras. La unificación prusa representa un buen ejemplo de ello, al igual que el proyecto piamontés de Risorgimento ("resurgimiento") en Italia. La reindustrialización europea después de la Segunda Guerra Mundial se tradujo en un progreso a la vez material y democrático. Sus consecuencias económicas irrigaron la vida política, y la patronal y los sindicatos formaron dos de los polos en torno a los cuales se organizaba el pluralismo.

No existe nada parecido en el mundo árabe. Sin embargo, allí también ha llegado el momento de iniciar un proceso de integración, por razones que no tienen nada que ver con el imaginario romántico de un pueblo alzado como una única persona. Seis años después de la "primavera árabe", la región se ve fracturada por una guerra civil en la que la crisis entre cataríes y saudíes solo constituye uno de sus últimos frentes (2). La amenaza de hundimiento se cierne sobre varios Estados, como Libia, Yemen y Siria; Irak, por su parte, ha estado a punto de implosionar varias veces. La fulgurante irrupción de la OEI y de otros grupos yihadistas ilustra la atracción que ejerce el extremismo más sangriento entre la juventud desencantada de esos países.

Sin embargo, el mundo árabe posee, a la vez, una rica experiencia que pocas regiones del mundo conocen. La noción de "arabidad" encierra en sí misma una fuerza poco común, que propulsa la difusión transnacional de un acervo cultural, en el que se encuentra una lengua común, y de normas políticas sin que se percaten los regímenes en cuestión. A mediados del siglo XX, la rápida expansión de la ideología panarabista demostró con qué vigor podían traspasar fronteras las convicciones políticas, en una época en la que, sin embargo, las tecnologías de la comunicación se encontraban en sus fases iniciales o eran inexistentes. Varias décadas más tarde, el islamismo se ha difundido de la misma manera, sustituyendo el sueño roto de una gran nación por la promesa de una comunidad religiosa. Los Hermanos Musulmanes de hoy en día, y en muchos aspectos la propia OEI, son producto de esos procesos. La integración árabe puede alimentarse de estas experiencias para desmantelar las fronteras económicas y políticas que dividen la región.

En el centro de esta idea hay un postulado inquebrantable: la afinidad cultural entre los árabes, un legado lingüístico, geográfico e histórico compartido que los predispone a experimentar un sentimiento de pertenencia a una misma civilización. La idea de la unidad se remonta al crepúsculo del Imperio otomano, cuando algunos pensadores autóctonos forjaron el concepto de una nación común construida sobre la base de un pueblo que encuentra su orgullo en el rechazo frente a cualquier dominación extranjera. Conoció su edad de oro al final de la Segunda Guerra Mundial, con la creación de la Liga Árabe y la llegada al poder de Gamal Abdel Nasser en Egipto. La Liga Árabe representaba el primer esfuerzo de los nuevos Estados resultantes de la descolonización por dotarse de un foro multilateral y facilitar su cooperación. La utopía panarabista se hundió con brutalidad tras la guerra de los Seis Días, en 1967, cuando el Ejército israelí infligió una calamitosa derrota a la coalición de las tropas árabes; no obstante, dejó una huella en las memorias, visible aún en la actualidad.

Las dos décadas posteriores al comienzo de los años 1950 vieron sucederse los intentos por concretizar este ideal. El más conocido fue la unión, en 1958, de Egipto y Siria en el seno de un nuevo Estado bautizado como República Árabe Unida. La experiencia solo duró dos años, pero se relanzó en 1963 con el proyecto de una confederación que reunía a Egipto, Siria e Irak. También cabe citar la efímera unión hachemita de Jordania e Irak en 1958 o la unión en 1972 de Egipto, Sudán y Libia en una Federación de Repúblicas Árabes que no pasará de ser una cáscara vacía. Por su parte, la Libia de Muamar el Gadafi propondrá la unión, en vano, a muchos de sus vecinos (Túnez, Egipto, Argelia, Marruecos) antes de girarse hacia el África Subsahariana.

Los años 1970 marcaron el fin del gran sueño unificador. Acaecieron numerosos choques geopolíticos que supusieron un efecto de golpe de gracia en el moribundo panarabismo: la guerra civil de Septiembre Negro en Jordania, el conflicto entre Marruecos y Argelia por el Sáhara Occidental, la revolución en Irán, la guerra entre Irak e Irán o la ruptura del consenso árabe por la firma de un acuerdo de paz entre Egipto e Israel. Durante la siguiente década, el mundo árabe intentó recomponer su apariencia creando una serie de nuevas instituciones multilaterales de envergadura más modesta que la Liga Árabe, como el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), la Unión del Magreb Árabe (UMA) o el Consejo de Cooperación Árabe (ACC por sus siglas en inglés). De todos estos "artilugios", solo el CCG continúa desempeñando su papel en la actualidad.

En 1990, la guerra del Golfo firmó definitivamente el certificado de defunción del panarabismo como ideología política. La invasión de un Estado árabe por otro era algo no solo sin precedentes, sino que, además, reavivaba el antiguo antagonismo entre países ricos y países pobres, una fractura que la oposición entre monarquías petroleras y opiniones públicas ha hecho que continúe aumentando hasta hoy. La ocupación abortada de Kuwait por Irak también dio el pistoletazo de salida a la nueva serie de intervenciones occidentales en la región.

No obstante, el problema fundamental del panarabismo debe buscarse en otra parte. Desde sus inicios, el proyecto de federación sufre la influencia ejercida sobre sus padres por la doctrina nacionalista y romántica alemana consistente en teorizar la "pureza" cultural de un pueblo y su superioridad sobre los demás. El panarabismo era incapaz, de manera congénita, de incorporar en su sistema de pensamiento a las minorías, étnicas, religiosas o lingüísticas, ya fueran kurdas, judías, cristianas o bereberes. Además, no podía tolerar la expresión de una lealtad patriótica con respecto a un Estado existente. Por último, se adaptó con demasiada facilidad a las derivas despóticas de sus jefes de filas, quienes militaban, en efecto, por la supresión de las fronteras entre árabes, pero lo hacían mucho menos por la separación de poderes.

Pese a todo, el auge y la caída del panarabismo aportan una lección útil para el presente. No bastaría con valores morales o con ideales románticos para fundar una nueva integración regional. Para alcanzar el éxito ahí donde el panarabismo fracasó, hay que tener en cuenta la permanencia de las fronteras existentes, así como las demandas materiales y simbólicas propias de cada país. Se debe encontrar la manera de entrecruzar esos intereses locales a veces divergentes en un mismo espacio, con independencia de los costes a corto plazo de semejante empresa. Es preciso insistir en que, aunque ya no se trate de panarabismo, el impulso para superar las divisiones nacionales es paradójicamente más fuerte que nunca. Era además uno de los objetivos de la "primavera árabe", cuando las protestas se propagaban como un reguero de pólvora y desarticulaban los esfuerzos de los regímenes en el poder por sofocarlas. En este sentido, la "arabidad" constituye la columna vertebral de lo que se podría denominar la "esfera pública regional", por la cual circulan libremente ideas, imágenes e información entre las sociedades a través del uso, en particular, de los medios de comunicación y de las redes sociales.

¿Son capaces sus intereses mutuos de incitar a los países árabes a una mayor integración en el ámbito económico? Hasta hace poco, semejante perspectiva parecía inimaginable teniendo en cuenta los insidiosos efectos de la renta gasística y petrolera. Se sabe desde hace mucho tiempo que los ingresos del oro negro permiten también a las autocracias financiar sus políticas represivas y comprar la paz social mediante la distribución de prebendas y subvenciones.

Por la región siempre han circulado rentas, a través de las ayudas extranjeras, el desembolso de fondos por parte de los trabajadores emigrados o de otros flujos financieros. Pero el carácter tóxico de la renta petrolera radica en que exacerba los conflictos al procurar a los países exportadores los medios para inmiscuirse sin cesar en los asuntos de sus vecinos. Y, cuando la cotización del barril se desploma, esto frena su fervor intervencionista a la vez que los priva de los recursos necesarios para mantener el control social. Este efecto desestabilizador repercute en los países pobres, para los cuales las ayudas de las monarquías petroleras y las transferencias de fondos de la mano de obra emigrada representan un recurso vital.

Durante los últimos veinte años, los Estados exportadores de hidrocarburos han invertido una parte importante de sus ingresos en fondos soberanos que cuentan con billones de dólares. Como consecuencia, los Gobiernos concernidos se dedican tanto a la gestión de estas colosales carteras, generalmente colocadas en el extranjero, como al desarrollo económico de sus propios países, lo que plantea la cuestión capital de saber quién es el propietario legítimo del cuerno petrolero de la abundancia –¿el monarca, su familia, las sociedades estatales, los bancos extranjeros en los que están colocados los haberes o, más bien, todo el país?–.

En cualquier caso, el mundo árabe se enfrenta hoy en día al declive de esta renta petrolera, un fenómeno nuevo que podría volverse irreversible. Ciertamente, el volumen de los yacimientos aún explotables supera, con diferencia, las estimaciones más optimistas de la demanda planetaria futura y el rápido crecimiento de las clases medias en la India y en China estimula la demanda energética. Pero esta misma demanda se ve frenada por el desarrollo de recursos renovables y por los progresos tecnológicos de la industria, sobre todo automovilística, en el contexto de un calentamiento global cada vez más acuciante. A esto se añade la llegada del gas de esquisto a los mercados mundiales, que contribuye también al desplome de la cotización del petróleo.

Por añadidura, los mecanismos para fijar los precios del oro negro han cambiado considerablemente durante estos últimos años. El valor monetario de los hidrocarburos ya no se aprecia solo en términos de volumen de producción, un ámbito en el que los exportadores árabes sobresalen, sino que se estima más en términos de refinamiento y de transformación en productos derivados como los materiales plásticos o petroquímicos. Esta evolución ha favorecido en gran medida la globalización del mercado mundial de la energía, en el cual el origen del petróleo destinado a la venta ha dejado de ser un criterio determinante. Por lo tanto, los Estados, que en el mundo árabe poseen el monopolio de la extracción petrolera, no dejan de perder influencia en beneficio de los traders de este mercado. La Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), que antaño llevaba la voz cantante en la cotización del petróleo, ahora se limita a registrar los precios en lugar de fijarlos.

La disminución del maná petrolero anuncia un largo periodo de dificultades económicas. Al debilitar a los beneficiarios de la renta y al imponer la necesidad de una diversificación hacia recursos más sostenibles, también puede servir como estímulo para una cooperación más estrecha. Por ejemplo, estrategias multilaterales permitirían identificar nuevos sectores de crecimiento y controlar mejor las ventajas comparativas de los Estados. Entre los países del Norte de África y de Oriente Próximo no exportadores de petróleo, algunos poseen ya sectores de actividad prometedores –turismo y agricultura en Túnez, turismo, fosfatos e industria manufacturera en Marruecos, industria textil y farmacéutica en Jordania, etc.–.

No obstante, la voluntad política de abandonar la antigua zona de confort impone resistir ante la lógica instintiva que consiste en minimizar los riesgos y en mantener solamente las inversiones que generan mucho y en poco tiempo. Por ejemplo, los exportadores de petróleo apenas se muestran predispuestos a invertir en energía solar, ya que, a diferencia de los hidrocarburos, resulta difícil almacenarla y, por lo tanto, no garantiza ganancias rápidas. Por otra parte, diversificar la economía solo tiene sentido si se acepta dar fluidez a la inmigración y abrir el mercado laboral. En los países del Golfo, esto implica, en particular, renunciar al sistema de apadrinamiento (kafala), que mantiene a los trabajadores inmigrantes en una situación de casi servidumbre, e introducir un derecho laboral que respete la dignidad de todo el mundo. Lo que tendría como efecto no solo la creación de nuevos empleos, sino también la reinyección en el mercado interior de una parte de los inmensos capitales que salen del país cada año. También implica conceder a todos los ciudadanos de la región el derecho a trabajar en cada uno de los países.

Por supuesto, la diversificación requiere igualmente un grado inédito de implicación diplomática y de colaboración abierta, lo que conllevaría un coste político que numerosos Gobiernos árabes se obstinan, hasta ahora, en no querer asumir. La última ilustración al respecto es el proyecto de interconexión de las redes de electricidad de las monarquías del Golfo: ese programa, concebido para reducir los costes de producción y de distribución de la electricidad, sigue estando inacabado y siendo infrautilizado debido a disputas entre los seis países signatarios, en particular Qatar y Arabia Saudí.

De momento, la mayoría de los Estados árabes aún experimentan dificultades extremas para sacrificar sus intereses a corto plazo a cambio de los beneficios a largo plazo de la integración económica, por muy codiciables que sean. La ausencia de un liderazgo árabe capaz de alcanzar un consenso entre sus pares no facilita las cosas, sobre todo en un contexto de tensión geopolítica exacerbada. Egipto, sobre el cual recaía ese papel en el pasado, ha dejado de ser el centro político y cultural de la región. Arabia Saudí se hace notar más por su fortuna y menos por su capacidad para federar a sus vecinos.

Pese a todo, el mundo árabe solo puede contar consigo mismo para encontrar una solución. En efecto, la Unión Europea es un socio económico y político de primera categoría, pero, desde el final del colonialismo, Occidente obstaculiza la unidad árabe con mayor frecuencia de lo que la facilita. Tanto hoy como antaño, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, pero también la Unión Europea, prefieren ponerse de acuerdo por separado con tal o cual protagonista de la región en lugar de considerarla como un todo. Aunque los Estados árabes no tienen mucho que esperar del Oeste, tampoco deben albergar muchas más esperanzas con respecto al Este. Desde un punto de vista estratégico, ni a Rusia ni a China les interesa lo más mínimo la unificación de un mundo árabe que ellas mismas desean poder dominar y explotar. Las "nuevas rutas de la seda", ese proyecto faraónico creado por Pekín entre Oriente y Oriente Próximo, no auguran más que la sustitución de una hegemonía por otra.

Declive de la renta petrolera

No hay que buscar la solución más que dentro del mundo árabe. Por ahora, la mayoría de los regímenes que lo componen no serían capaces de alcanzar ningún acuerdo de paz y de cooperación regional sin redefinir previamente el pacto que une a cada uno de ellos con sus propios ciudadanos. Una reconfiguración hacia menos autoritarismo y más democracia, menos privilegios y más justicia, menos clientelismo y más transparencia crearía las condiciones ideales para volver a situar el proyecto de integración regional en el orden del día.

¿Por qué? En primer lugar, porque los regímenes realmente pluralistas constituyen los actores más fiables en materia de cooperación económica, tal y como lo demuestran los Estados de la Unión Europea. En segundo lugar, los regímenes democráticos también son los más capacitados para tomar en consideración el interés general y, por lo tanto, superar los obstáculos económicos o sociales que puede surgir en el camino de la integración –por ejemplo, concediendo una compensación justa a los sectores susceptibles de sufrir las consecuencias de un acuerdo de libre comercio–. Por último, un Estado de derecho corre menos riesgos de verse monopolizado por una pequeña elite aferrada a sus intereses únicamente: una condición importante, pues una integración regional exitosa impone a cada socio que se libere de una parte de sus prerrogativas.

Ya que en los Estados árabes no se reúnen semejantes condiciones, el único factor que podría convencerlos de los beneficios de la integración es su propio instinto de supervivencia. Si los tumultos del mundo árabe llegaran al punto de que su unidad política y económica se convirtiera en la única tabla de salvación para permitir a sus dirigentes seguir en el poder, la mayoría, sin lugar a dudas, firmaría con los ojos cerrados. Pero esos momentos de inestabilidad extrema son poco frecuentes en nuestra época. Hicieron falta dos guerras mundiales para convencer a los europeos de que se unieran. Por el contrario, el entramado de acuerdos relativos a la seguridad en los que se apoyan las potencias occidentales garantizan que ningún cataclismo, desde la invasión de Kuwait en 1990 hasta la actual guerra en Siria, amenace con escapar a su control por completo y con abarcar toda la región.

Por esta razón, la integración regional del mundo árabe no tendrá lugar más que bajo el impulso de un cambio político interno, como una nueva etapa de la "primavera árabe", capaz de transformar el funcionamiento de los Estados.



(1) “Informe sobre el desarrollo humano para la región árabe 2016”, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

(2) Véase Fatiha Dazi-Héni, “El extraño conflicto del Golfo”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2017.

El fracaso de la utopía islamista

Noviembre 2018

Los movimientos que pretenden hacer del islam la única fuente en materia de legislación no han podido conquistar el poder de forma duradera. Enfrentados a regímenes autoritarios preocupados por explotar, ellos también, el deseo de religiosidad, han perdido credibilidad al ceder a los juegos políticos y al fracasar en la definición de unas políticas económicas a la altura de los desafíos sociales.

Hasta el crepúsculo del Imperio otomano (1299-1924), que fue el último califato islámico significativo (1), los musulmanes construyeron su identidad sobre una dualidad de la religión y de la política encarnada por la umma. Este término hacía referencia a la comunidad de creyentes y englobaba entonces la totalidad del islam y de sus realizaciones humanas. Era un conjunto intemporal que representaba el pasado y el futuro de los musulmanes, sin límites espaciales ni fronteras, pues se extendía por todo el mundo conocido. No era un Gobierno ni una teocracia, sino una colectividad de fe.

Esta visión del mundo cambió radicalmente con el fortalecimiento de la hegemonía occidental y la caída del Imperio otomano, que desembocó en la abolición del califato por parte de la Gran Asamblea turca en 1924. A través del imperialismo y de la guerra, las formas de pensamiento occidentales calaron entonces profundamente en el mundo musulmán, en particular en los países de Oriente Próximo. Los otomanos en decadencia importaron así modelos militares europeos; a su vez, los territorios colonizados se integraron en los circuitos de producción económica occidentales. Incluso las tradiciones jurídicas europeas, articuladas en torno a normas delimitadas y construcciones legales sistémicas, reemplazaron el discurso de la sharia islámica, que cedió un importante lugar a la adaptación como espina dorsal constitucional de los nuevos Estados nación. En esta nueva era, la umma y cierta armonía religiosa y política fueron dejando paso a instituciones codificadas y a fronteras territoriales.

Como reacción al declive del mundo islámico (inhitat) y a las presiones persistentes de Occidente, algunos pensadores musulmanes de finales del siglo XIX reinterpretaron su fe y los textos coránicos con vistas a un rejuvenecimiento de su religión. Jamal al Din al Afghani y Muhammad Abduh, por ejemplo, intentaron una exégesis del islam preconizando una adaptación de la vida musulmana a las normas predominantes en la modernidad económica y política. Estos teólogos reformadores nunca se denominaron "salafistas", término del que más tarde abusarán algunos investigadores occidentales. Para ellos, se trataba sobre todo de favorecer una reforma religiosa a través de los cambios doctrinales y la difusión de nuevas terminologías (2).

Al intentar "salvar" el islam, estos reformistas, que se inscribían en el movimiento –tanto político como cultural y religioso– de la nahda ("auge", "renacimiento"), lo descentraron involuntariamente. Las verdades canónicas de esta religión, y más aún la umma, dejaron de ser puntos de referencia obligados. Se juzgó el islam únicamente por su capacidad para imitar las realizaciones occidentales. La exigencia de adaptación de la religión musulmana a un marco referencial europeo acompañó la creación de nuevas entidades estatales en todo el Oriente Próximo posotomano. Los regímenes republicanos o monárquicos que surgieron en aquella época no eran reapariciones del liderazgo islámico, sino más bien réplicas de un despotismo occidental militarizado, el del siglo XIX.

El descentrar el islam con respecto a sus referencias iniciales dejó una importante huella. A comienzos del siglo XX, la religión musulmana constituyó un punto de unión para los detractores de la influencia occidental que rechazaban los proyectos de reforma y de adaptación a la modernidad. Esta politización del islam transformó la fe en un instrumento de lucha antiimperialista. También condujo a una nueva generación de militantes que consideraban que el islam no se encontraba atrasado con respecto a Occidente, sino que constituía más bien su contramodelo, susceptible de liberar a los musulmanes de su supuesto atraso y de convertirse en su escudo contra la influencia de la cultura occidental: una razón más para estudiar los textos sagrados.

Esta evolución dio origen al islamismo, una ideología que mezclaba religión y política de una forma mucho más pronunciada que el canon islámico clásico del que pretendía inspirarse. Al contrario de la relación fluida entre religión y política que existía en el islam de los primeros siglos, los movimientos islamistas, encarnados principalmente por los Hermanos Musulmanes egipcios, impusieron un ideal rígido. Bajo su estandarte, los fieles ya no se preguntaban qué tipo de musulmán debían ser: rechazaban las tradiciones introspectiva y filosófica del islam original, debían contentarse con saber distinguir al musulmán y al no creyente. Términos como yihad ("esfuerzo propio", "guerra santa") y takfir ("excomunión"), conceptos sepultados en la jurisprudencia islámica, se desenterraron y se reinventaron para justificar la resistencia y la lucha en un mundo binario caracterizado por la oposición entre islam y Occidente (3). Así pues, los islamistas dejaron de ver su religión como una entidad intemporal y sin límites, representante del conjunto de la soberanía de Dios y de su creación humana. En su lugar, su objetivo, desprovisto de ambigüedades, pasó a ser la conquista del poder estatal.

La intensa propagación del islamismo durante la segunda mitad del siglo XX fue posible por el declive del nacionalismo árabe como ideología predominante. La derrota del bando árabe durante la guerra de 1967 contra Israel asestó un severo golpe a los ideales nacionalistas y unitarios, mientras que la revolución iraní de 1979 acababa relegándolos al segundo plano de las doctrinas políticas influyentes: la caída del sha demostró que militantes movidos por convicciones religiosas podían acabar con poderosos regímenes autoritarios respaldados por la mayor potencia occidental.

Una promesa utópica

En la actualidad, el islamismo ha fracasado en el cumplimiento de su promesa utópica. Sus movimientos en el mundo árabe, exceptuando en algunos países como Túnez, han sido neutralizados o se encuentran de capa caída. La guerra civil argelina de los años 1990 fue la señal previa de las decepciones venideras, como las que se experimentaron tras la "primavera árabe" de 2011. En Egipto, los Hermanos Musulmanes gobernaron el país de forma desastrosa antes de ser derrocados en julio de 2013 por un golpe de Estado militar (4), seguido de una represión ininterrumpida contra los miembros de la cofradía. En Irak, en Siria y en Yemen, las fuerzas islamistas desempeñaron un papel marginal en la promoción de la democracia y tuvieron que desaparecer detrás de la lucha contra el extremismo violento. En Marruecos, en Jordania y en Kuwait, los partidos islamistas legales cosecharon éxitos electorales, pero en unos Parlamentos subyugados, lo que les transforma en fuerzas políticas inofensivas que se agitan en la sombra de poderosas monarquías, las cuales siguen ejerciendo un poder absoluto.

El fracaso del modelo islamista se manifiesta de tres maneras. En primer lugar, sus movimientos no han conseguido generar soluciones sociales y económicas significativas que vayan más allá de los eslóganes. Clamar "El islam es la solución y el Corán es nuestra Constitución" es un pobre sustituto para la innovación y la proposición de políticas públicas destinadas a resolver los problemas que los regímenes autoritarios han sido incapaces de solucionar: la creciente pobreza, el desempleo masivo, unos sistemas educativos deficientes o la corrupción endémica. Resulta revelador que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) persiga en Marruecos, como los Hermanos Musulmanes egipcios cuando estaban en el poder, estrategias económicas preparadas por tecnócratas sometidos a la presión de instituciones financieras internacionales. Esto demuestra que la doctrina islamista no posee ninguna teoría propia de la producción y, como consecuencia, ninguna visión del papel que el Estado debería desempeñar en la reestructuración de la economía.

En segundo lugar, los partidos islamistas, con la excepción de Túnez, también han fracasado al implementar políticas inclusivas y democráticas. La objeción según la cual nunca han podido gobernar realmente y demostrar así su apertura ya no se sostiene. En Egipto, los Hermanos Musulmanes parecían aferrarse más a su dominación que al pluralismo, y su ostracismo con respecto a actores laicos preconizadores de un Estado civil proporcionó al Ejército, que estaba esperándolo, un pretexto para derrocar al presidente Mohamed Morsi.

En tercer lugar, los islamistas de todo el mundo han demostrado no estar por encima de las maniobras políticas. En aquellos lugares donde constituían grupos de oposición legal, a veces se aliaron con corrientes autoritarias, lo que empañó su imagen de formación antisistema. En Egipto, tras la caída del presidente Hosni Mubarak en febrero de 2011, la cofradía de los Hermanos Musulmanes cultivó sus relaciones con el Ejército a la vez que excluía el diálogo con todos los demás actores políticos. En Marruecos, el PJD se preocupa más por sus buenas relaciones con la monarquía –que le procuran nuevos recursos y visibilidad política– que por reclamar la reforma del régimen. Tras su victoria en las elecciones legislativas de 2011, el discurso religioso de este partido reveló su subordinación al poder real mencionando principios readaptados como la naçiha ("consejo al dirigente") y la ta’a ("obediencia como virtud"). Los principios fundamentales con los que se identificaba anteriormente, como la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión, se han dejado de lado. Asimismo, el PJD no puede abogar por un cambio democrático y por reformas constitucionales a la vez que se prohíbe cuestionar el derecho supremo del soberano a decidir en estos ámbitos. Hoy, la alianza con Palacio; mañana, quizás, con el Ejército Real, es decir, con los fulul (los remanentes del régimen autoritario). El PJD, satisfecho con ocupar su lugar de actor electoral de peso, ha pasado del papel de partido de la oposición al de partido de gobierno, pero la política marroquí no ha cambiado por ello.

En la actualidad, los islamistas se encuentran profundamente implicados en las divisiones geopolíticas y en los conflictos sectarios que se extienden por el mundo árabe, lo que desacredita aún más su pretensión de mantenerse por encima de las contingencias cotidianas de la modernidad poscolonial y de defender la visión purificada de una próspera independencia.

El caso del Líbano ilustra esta problemática. Hezbolá apareció allí como un brazo armado de la revolución iraní y quiso implementar una política radical con una perspectiva ideológica chií. Poco después de su fundación, este partido se transformó en un movimiento nacionalista que luchaba para liberar el territorio libanés de la ocupación militar israelí. Entonces se podía ver en él un movimiento islamista como otros, con una base popular. Hoy día, con el patrocinio iraní, Hezbolá sigue asegurando que lucha en nombre de la nación libanesa, pero, en la práctica, se dedica al combate en Siria contra las fuerzas suníes procedan de donde procedan (5). En este país, el "partido de Dios" asumió el papel de combatiente en el campo de batalla del apocalipsis. Así, Hezbolá es menos un movimiento islamista preocupado por el futuro político y económico del Líbano que una entidad transnacional que desea acompañar al Mahdi (salvador) en territorio extranjero.

Producto de Estados autoritarios

También en Irak, vientos geopolíticos desfavorables despojaron al islamismo de su poder. Desde la invasión del país en 2003 por una coalición liderada por Estados Unidos, las voces que más impacto han tenido en materia social y política han sido las de las fuerzas del clérigo chií Muqtada al Sadr y las de las formaciones paramilitares de Al Hashd Al Shaabi (Comités de Movilización Popular). En 2004, Al Sadr abandonaba su posición anterior de denuncia de la transición política iniciada bajo la dirección de Estados Unidos para aceptar participar en este proceso. Desde entonces, su movimiento adquirió la suficiente presencia parlamentaria para influir en la composición de los Gobiernos y las redes sociales sadristas sustituyeron a la nueva Administración en el sur de Irak. Más tarde, los Comités de Movilización Popular se convirtieron en milicias locales capaces de vencer a la Organización del Estado Islámico (OEI), al contrario que el Ejército regular iraquí. De esta manera, la corriente sadrista y las milicias moldearon el nuevo Irak con más eficacia que los partidos tradicionales creados para llenar el vacío del periodo posterior a Sadam Hussein. Esto se aplica, en particular, al partido islámico Dawa, inspirado en gran medida en los Hermanos Musulmanes, ya se trate de su ideología o de su estrategia.

Los islamistas se presentan a menudo como víctimas de la opresión occidental o del ostracismo de los regímenes autoritarios. Pero, a la vez, llaman a los fieles a remediar estos males con agresividad difundiendo el credo islamista para conquistar el poder político. Son el producto de los Estados autoritarios a los que pretenden denunciar. Y su discurso teológico relativo a la gobernanza democrática o al desarrollo económico no ejerce un gran peso en comparación con sus eslóganes sobre la necesidad de castigar a los no creyentes o de crear el Estado islámico perfecto.

Túnez constituye el único éxito árabe en cuanto a gobernanza islamista –un éxito relativo si se tiene en cuenta la disfunción económica, la partida de migrantes, los efectivos yihadistas, etc.–. En este país, el movimiento Ennahda y sus homólogos seculares, como el partido Nidaa Tounes, colaboraron para garantizar la paz civil y preservar la democracia (6). Ennahda es una fuerza islamista significativa, con una amplia base popular y un liderazgo firme, mientras que Nidaa Tounes y otros partidos no religiosos aglutinan corrientes izquierdistas, nacionalistas y representantes de los círculos de negocios, sin olvidar los remanentes del régimen del presidente destituido Zine el Abindin Ben Alí.

No obstante, el caso tunecino es la excepción que confirma la regla. Ennahda pudo alcanzar el éxito solo porque se benefició de un contexto particular y, a veces, dejó a un lado su orientación islamista. Después de enero de 2011, la democratización de Túnez y la inclusión de Ennahda en el tablero político se beneficiaron de un respaldo internacional sólido sin exponerse a demasiadas injerencias externas contrarias. Antes, el partido de Rachid Ghannouchi estuvo prohibido durante décadas y, por lo tanto, evolucionó absorbiendo nuevas ideas ajenas al canon islamista. Sus triunfos electorales en las elecciones legislativas de 2014 y en las municipales de 2018 no desembocaron en una dominación ideológica, sino que se vieron acompañados de una flexibilización de las exigencias religiosas de este partido en materia de normas constitucionales y de políticas públicas. Al aprender a separar su mensaje religioso de la vida política y a trabajar estrechamente con formaciones no islamistas, Ennahda se secularizó en cierto sentido, de manera tanto más inexorable cuanto que una oleada de oposición popular frenó cada uno de sus intentos contrarios. El desastroso contramodelo del golpe de Estado egipcio también jugó la carta, en este mismo sentido, del compromiso y la prudencia.

En Túnez, los islamistas acabaron admitiendo que no podía prevalecer ninguna interpretación del islam entre los representantes electos durante la elaboración de la política nacional y exterior. Al mismo tiempo, estos comprendieron que no podían obstaculizar la práctica pacífica de la religión, incluyendo en la esfera pública. Así pues, el islamismo puede involucrarse en esta doble tolerancia que conocen otras religiones distintas al islam; pero exige que renuncie a sus exigencias más intolerantes para que todas las voces puedan participar en la vida ciudadana (7).

Estas dinámicas de compromiso, aunque rechazadas por numerosos islamistas, han existido desde los primeros tiempos de la civilización musulmana. En efecto, esta última admitió que, aunque los textos coránicos eran sagrados, su interpretación y su aplicación resultaban de actos humanos que, con regularidad, debían cuestionarse, debatirse y reinterpretarse con el objetivo de favorecer la inclusión de todos. Es este diálogo entre lo sagrado y lo profano, lo humano y lo divino el que encarna la dualidad religiosa y política del islam –y no la insistencia según la cual uno debería destruir al otro–.

Si la solución no se encuentra en el islamismo, ¿dónde está? La "primavera árabe" proporcionó un esbozo de respuesta en la forma de políticas democráticas, de soberanía popular y de reivindicación de dignidad. Una gran parte de la región ha vuelto a caer bajo el yugo del autoritarismo y se ha puesto de manifiesto que los islamistas no podían desempeñar el papel de salvadores. Su gran utopía, la que prometía la salvación a cambio de una adhesión incondicional, ha fracasado. Pero la otra utopía, aquella democrática de la "primavera árabe", tampoco ha triunfado.

Los ciudadanos árabes han conservado su apego por la fe, aunque se hayan vuelto anticlericales en el sentido de que rechazan a las autoridades que pretenden interpretarla. En efecto, se sienten enajenados por la instrumentalización de la sacralidad o por la idea de que algunas personalidades –como los reyes–, algunos grupos políticos –como los islamistas– e instituciones como el cuerpo de ulemas (expertos en jurisprudencia islámica), nombrados por el Estado, disfruten de un estatus sacralizado y reclaman por ello obediencia y respeto. Este rechazo popular marca no solo el agotamiento de la herencia de la revolución iraní, sino también el final de la época gloriosa del islamismo.

En consecuencia, los regímenes han modificado sus estrategias para mantenerse en el poder. Intentan llenar el vacío provocado por tres presiones simultáneas procedentes de abajo: en primer lugar, el rechazo, anticlerical, a la propaganda islamista; a continuación, el deseo persistente de libertad democrática nacido de la "primavera árabe"; por último, el apego por la religiosidad en la vida cotidiana. Así pues, los regímenes han ocupado este ruedo normativo imponiendo sus propias interpretaciones de la moralidad y de la fe. En estos últimos años abundan los ejemplos de estos comportamientos beatos en el Magreb y en Oriente Próximo, ya se trate de la imposición del Ramadán en la esfera pública o del lugar de las mujeres en la sociedad.

Al promulgar estas normas sociales de manera arbitraria, las autocracias responden al conservadurismo más o menos expresado por numerosos ciudadanos, reprimiendo a la vez el deseo emancipador de los más jóvenes. Pero, al someter las esferas religiosas al poder del Estado, estos regímenes incurren en el mismo error que los islamistas.

Semejantes intervenciones en la esfera religiosa conllevan profundas implicaciones a largo plazo, no solo en la religión, sino también en el futuro de la democracia y en la estabilidad en la región. En numerosos casos, los Estados han moldeado su política exterior difundiendo su islam oficial por el extranjero. Hasta hace poco, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP por sus siglas en turco), en el poder en Turquía desde 2002, obtenía una parte de su esencia espiritual de las redes aliadas de la cofradía Gülen para consolidar su propio poder y exportar su visión del islamismo (8). Desde que el AKP declaró la ilegalidad de la cofradía, la política y la ideología del régimen se centran más en torno al presidente Recep Tayyip Erdogan.

Las monarquías, por su parte, también ceden a esta tendencia. Arabia Saudí y Marruecos ofrecen dos ejemplos opuestos al respecto. En el primer caso, los medios de comunicación han cubierto en gran medida las iniciativas económicas y políticas del príncipe heredero Mohamed Bin Salmán (MBS). También se producen reconfiguraciones religiosas, menos visibles. Hasta ahora, una alianza entre la casa Saud y los ulemas wahabíes, que encarnaban una ideología salafista conservadora, garantizaba al reino un equilibrio institucional: la monarquía conservaba la supremacía política y respaldaba un establishment religioso que, a cambio, disfrutaba de una preeminencia teológica en el ámbito jurídico y en materia de doctrina islámica (9).

La nueva visión islámica del régimen saudí acaba con este equilibrio. Con el impulso del príncipe heredero, el poder desea controlar el discurso wahabí y las decisiones religiosas. Semejante control recuerda lo que fue la cooptación, por parte del Estado egipcio, de la Universidad de Al Azhar en el siglo XX por iniciativa de las sucesivas dictaduras militares. Al eliminar la autonomía del nivel religioso, los dirigentes saudíes hacen coincidir el discurso islámico con el del conjunto del aparato estatal. Paradójicamente, se trata de uno de los escasos éxitos de Bin Salmán. Sus esfuerzos de modernización económica tardan en producir sus efectos y sus actuaciones político-militares en Qatar, en el Líbano y en Yemen sufren serios reveses (10). Y el asesinato, a principios de octubre, del periodista Jamal Khashoggi no solo constituye una aterradora violación de los derechos humanos, sino también un fiasco en materia de política exterior.

Por su parte, Marruecos privilegia una perspectiva más flexible en su apropiación de la religión por parte del Estado. En el marco de su diplomacia religiosa, proyecta su visión del islam en un eje Norte-Sur. El primer objetivo es Europa, asegurándose Rabat su apoyo mediante la transmisión del mensaje de un islam moderado, capaz de luchar contra el radicalismo y el terrorismo. Por ejemplo, Marruecos forma a imanes franceses. El segundo objetivo es hacer del reino jerifiano un nuevo centro de gravedad económico y político en el continente africano –lo que le permite bloquear la influencia argelina–.

La diplomacia religiosa de Rabat tiene como tercer objetivo mejorar el control político sobre su diáspora en Europa. Así, instituciones religiosas marroquíes, como el Consejo de Ulemas con sede en Bruselas, tratan cuestiones vinculadas a la fe mientras son objeto de intervenciones por parte de los consulados diplomáticos marroquíes y de los servicios de seguridad, preocupados por ejercer su influencia sobre aquellos que viven fuera del país. Pero, mientras que se proyecta una imagen de "moderación" en el exterior, en el país reina la beatería estatal. Con el pretexto de proteger la moralidad pública, los consejos islámicos oficiales confiscan el debate religioso y luchan tanto contra la blasfemia como contra el ateísmo. El colmo de la hipocresía (nifak): también reprimen el adulterio y la homosexualidad.

Más allá de estos tres objetivos inmediatos, la última función de esta estrategia es reforzar los fundamentos del autoritarismo tradicional. El islam marroquí consolida la posición constitucional del Príncipe de los Creyentes como culmen de la autoridad religiosa. Sin embargo, esta figura encarnada por el rey ejerce simultáneamente el cargo político de preservación del statu quo, lo que significa controlar a los actores religiosos y neutralizar los movimientos democráticos que pretenden poner en tela de juicio al Estado desde la base.

Pero todos estos acuerdos político-religiosos chocan con tres obstáculos fundamentales. En primer lugar, la amarga prueba de la economía. En ausencia de una redistribución de la riqueza, los actores sociales no pueden manifestar una obediencia inquebrantable. A continuación, este acuerdo constituye un arreglo de ideas religiosas únicamente unidas entre ellas por el poder político; por lo tanto, personas dotadas de conocimientos teológicos coherentes y versadas en la historia del islam podrán cuestionarlo en cualquier momento. No se trata de secularización, sino de monopolio del espacio religioso. Por último, en el caso de Marruecos, la insistencia de Mohamed VI por proyectar una imagen no tradicional y personal contradice esta estrategia por completo.

La propia noción de "moderación" es intrínsecamente autocrática, pues exige dictar los límites del discurso religioso. Ahora bien, el verdadero objetivo no debería ser el islam moderado, sino el islam ilustrado. Y esta ilustración exige un pensamiento crítico, enemigo declarado de cualquier autoritarismo.



(1) Todas las notas son de la redacción. Cf. Nabil Mouline, Le Califat. Histoire politique de l’islam, Flammarion, col. “Champs Histoire”, París, 2016.

(2) Cf. Mohammed Arkoun, Essais sur la pensée islamique, Maisonneuve et Larose, París, 1973.

(3) Cf. Rudolph Peters, La yihad en el islam medieval y moderno, Editorial Universidad de Sevilla-Secretariado de Publicaciones, Sevilla, 1999.

(4) Véase Alain Gresh, “La revolución a la sombra de los militares en Egipto”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2013.

(5) Véase Marie Kostrz, “Hezbolá, dueño del juego libanés”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2016.

(6) Véase Pierre Puchot, “Le consensus pour sortir de la crise”, en “Le défi tunisien”, Manière de voir, n.° 160, agosto-septiembre de 2018.

(7) Cf. Alfred Stepan, “Tunisia’s translation and the twin toleration”, Journal of Democracy, vol. 23, n.o 2, Baltimore, abril de 2012.

(8) Cf. por ejemplo Gabrielle Angey, “La recomposition de la politique étrangère turque en Afrique subsaharienne. Entre diplomatie publique et acteurs privés”, nota del Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI), París, marzo de 2014.

(9) Cf. Natana J. Delong-Bas, Wahhabi Islam: From Revival and Reform to Global Jihad, Oxford University Press, 2008.

(10) Véase Gilbert Achcar, “En Oriente Próximo, la estrategia saudí se estanca”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2018.

De Argelia a Sudán, las réplicas de la "primavera árabe"

Marzo 2020

En 2019, los movimientos de protesta del mundo árabe se inscribieron en la estela de las revueltas de 2011-2012. Cerca de una década más tarde, la oposición todavía exige la dimisión de los gobiernos en el poder, pero tiene dificultades para lograrlo al carecer de estructura política. En el Golfo, el Magreb y Oriente Próximo, la confesionalidad ya no determina las rivalidades geopolíticas.

Los sismólogos conocen bien el fenómeno de las réplicas, que a menudo causan más estragos que los terremotos que las preceden. La Primavera Árabe de 2011-2012 originó profundas fisuras en los sistemas autoritarios que gobiernan en la región, lo cual pone de manifiesto el ascenso de los movimientos populares cuando rompen la barrera del miedo. En 2019 tuvo lugar la réplica más intensa de la Primavera Árabe, ya que se desató una ola de protestas que sacudió a varios gobiernos.

Las actuales revueltas en Argelia, Egipto, Irak, Jordania, el Líbano y Sudán son un reflejo de la intensificación lógica de la Primavera Árabe. Una vez más, este movimiento de protestas populares demuestra que las sociedades afectadas, que siempre han tenido que enfrentarse a la injusticia económica y política, se niegan a rendirse. Y, obviamente, sus adversarios –los regímenes despóticos– también se empeñan en aferrarse al poder. O, mejor dicho, tratan de adaptarse al conflicto para sobrevivir.

Los datos estructurales no han cambiado desde las sublevaciones de 2011 y 2012, motivo por el cual se han generado las réplicas. El primer dato es de carácter demográfico y concierne a la juventud. Una tercera parte de la población tiene menos de 15 años y la otra tercera parte, entre 15 y 29 años. A lo largo de la última década, el mundo árabe ha sido testigo de cómo las generaciones más jóvenes, las que concentran el mayor peso demográfico y las más instruidas, se han hecho adultas. Esta franja de edad también se caracteriza por estar profundamente enfrascada en las redes sociales y dominar las tecnologías en línea.

La segunda constante es de tipo económico: el desarrollo de la región continúa siendo débil. Obviando las opulentas monarquías del golfo Pérsico, la tasa de desempleo y pobreza han empeorado en la mayoría de los Estados. Según el Banco Mundial, el 27% de los jóvenes árabes están desempleados, lo cual constituye el mayor porcentaje en comparación con otras regiones del mundo (1). El deseo de emigrar, principalmente por motivos económicos, ha alcanzado niveles elevados. En el último informe del Barómetro Árabe (2), publicado en 2018, se indica que una tercera parte o más de los individuos entrevistados en Argelia, Irak, Jordania, Marruecos, Sudán y Túnez declaró que quiere abandonar su patria. En Marruecos, el 70% de los jóvenes de entre 18 y 29 años sueña con emigrar. Los gobiernos, con su habitual cinismo, no hacen absolutamente nada para restañar esta fuga y, de esta manera, se quitan de encima a ese grupo de jóvenes propensos a protestar por su situación económica.

La tercera causa estructural que alimenta el resentimiento general es la falta de progreso en la forma de gobernar. Como las políticas y prácticas de esos países (salvo en Túnez) son antidemocráticas, la población está cada vez más excluida. Existen numerosos ciudadanos que piensan que la corrupción es endémica y que solo tienen posibilidad de encontrar trabajo u optar a servicios eficientes los individuos que gozan de favores o pertenecen a redes clientelistas, en vez de obtener un cargo en función de sus méritos personales (meritocracia).

Aunque las estructuras siguen fosilizadas, el panorama actual de las protestas abarca nuevas tendencias. En primer lugar, los movimientos populares han comprendido que derrocar a su presidente no era garantía de un cambio de régimen, especialmente si las instituciones militares y de seguridad están al mando de competencias domésticas y si las reglas del juego político permanecen inamovibles. De esta manera, los manifestantes no exigen que se convoquen elecciones anticipadas. Los activistas argelinos y sudaneses quieren evitar los mismos errores que se produjeron en la revolución egipcia de 2011 (3) y piden el desmantelamiento de todos los componentes del sistema autoritario.

Por otra parte, los manifestantes son más conscientes de las ventajas y los inconvenientes que presentan las tecnologías de la información. Años atrás, las redes sociales permitían eludir la censura y evadir la represión estatal. Hoy en día, las redes también sirven para manifestar un compromiso y librar batallas virtuales, aunque permanentes, contra el Estado mediante creaciones artísticas, el uso del humor o críticas despiadadas con el fin de deslegitimar a los dirigentes y las instituciones. Esta clase de disidencia se gesta, sobre todo, en Argelia y el Líbano, donde, a pesar de todo, los movimientos de protesta no han dudado en invadir las calles. Sin embargo, esta oposición también se engendra en países que Occidente considera más tranquilos, como Marruecos o Jordania. Las redes sociales en el mundo árabe han pasado de ser un medio de evasión a un campo de batalla en el que se enfrentan el Estado y una parte de la sociedad. No obstante, este cambio de función supone una desventaja significativa para los manifestantes, ya que el Gobierno también usa Internet y las redes para difundir propaganda y para detectar y, posteriormente, reprimir, a los opositores más activos.

En definitiva, los militantes se han ido alejando progresivamente de las ideologías dominantes. En su día, la Primavera Árabe se caracterizó por mostrar un desencanto por los principales "ismos": panarabismo, islamismo, socialismo y nacionalismo. Actualmente, los movimientos de masas apenas se muestran receptivos a las promesas utópicas, pues prefieren las batallas cotidianas destinadas a mejorar la forma de gobierno de sus países. La réplica del "terremoto" de 2011 y 2012 intensificó la evolución del movimiento de protesta poniendo fin al idilio filosófico con la democracia. Las fuerzas de la oposición reclaman, ante todo, la desarticulación de todas las estructuras de la antigua economía política que generan desigualdad e injusticias. Asimismo, las mujeres desempeñan un papel más relevante en los nuevos movimientos populares, lo cual significa que el patriarcado también es uno de los blancos de la crítica radical contra el viejo orden.

Incluso los regímenes autoritarios han aprendido la lección a raíz de la Primavera Árabe. La suerte que corrieron el expresidente tunecino Zine El Abidine Ben Ali y su homólogo yemení Ahmed Ali Saleh sirvió para que estos regímenes abrieran los ojos ante la peligrosidad que supone hacer incursiones en propuestas más o menos democráticas. Cuando los movimientos populares arremeten contra el sistema, los Gobiernos árabes emplean una táctica diferente: ahora consideran que la estrategia que deben llevar a cabo para salir airosos no consiste en tolerar la disidencia con la esperanza de que esta muestra de buena voluntad les permita ganar tiempo, sino que creen que la respuesta racional es perpetuar la represión.

El sino de los disidentes saudíes exiliados es un ejemplo representativo de las radicales acciones que los Gobiernos toman contra todo lo que implica una amenaza. El uso de la violencia se ha intensificado más si cabe tras constatar que estos regímenes, por muy cínico que parezca, gozan de total impunidad. La comunidad internacional podría perfectamente actuar para condenar la violación de los derechos humanos. En vez de eso, las potencias extranjeras son cómplices de la manera en la que los países árabes tratan a la oposición democrática. El régimen del mariscal y presidente egipcio Abdelfatah al Sisi –valioso aliado de Occidente– no tuvo que rendir cuentas ni por el derrocamiento de un Gobierno elegido y el asesinato, en 2013 (4), de varios centenares de manifestantes congregados en la plaza Rabaa al-Adawiyya, en El Cairo, ni tampoco por la muerte en extrañas circunstancias del expresidente Mohamed Morsi durante una de las sesiones del juicio contra él, en junio de 2019.

El asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en el consulado de Arabia Saudí en Estambul, el 2 de octubre de 2018, tampoco perturbó las relaciones entre Riad y el resto del mundo. A pesar de la masacre provocada por la guerra civil, en Siria continúa gobernando Bachar El Asad. En enero de 2011, Michèle Alliot-Marie, ministra francesa de Asuntos Exteriores, se ofreció a ayudar al régimen tunecino de Ben Ali, lo cual ocasionó un gran escándalo. En cambio, hay otras acciones que pasan casi desapercibidas. Por ejemplo, el hecho de que Francia defienda que la Organización de las Naciones Unidas (ONU), haga de mediadora en Libia mientras arma a las tropas del mariscal Jalifa Hafter.

Sudán constituye un caso particular de réplica de la Primavera Árabe, ya que existe la posibilidad de que se entablen negociaciones pacíficas que allanarían el camino para establecer un sistema democrático. En cambio, esta posibilidad no se baraja en otros países que se encuentran en un estado de violenta agitación. Dada la importancia de las movilizaciones, los líderes de la oposición unifican la opinión popular, mientras que, paralelamente, los líderes políticos no cuentan con salvadores internacionales. Sin embargo, esto sigue siendo una excepción, puesto que Sudán se diferencia de otros países árabes por la fortaleza de su sociedad civil, la existencia de asociaciones profesionales muy activas y la voluntad de los militantes de llevar a los líderes militares a la mesa de negociaciones. Estas tendencias están arraigadas desde hace décadas, por eso los sindicatos y las ONG, entre otras asociaciones, están totalmente dispuestos a entrar en la escena política.

Por el contrario, en Irak, el Líbano y Argelia, la réplica actual de la Primavera Árabe se caracteriza por un acentuado destronamiento, esto es, la voluntad del pueblo de deponer a las viejas élites políticas. Sin embargo, esta exigencia de la oposición no implica una reestructuración política que daría pie a formalizar un acuerdo con el régimen. Todo lo contrario: los protestantes se mantienen al margen de la esfera política, dado que temen que cualquier contacto, por insignificante que sea, con la clase dirigente les haga perder reputación. Otro rasgo de las movilizaciones es que presentan una estructura horizontal, es decir, no están encabezadas por líderes o portavoces. Al principio, esta estructura organizativa suponía una ventaja, aunque solo fuera porque limitaba la eficacia de la represión. En cambio, actualmente la ausencia de líderes insurgentes complica la posibilidad de salir de la crisis. En resumen, a veces el destronamiento lleva a un callejón sin salida, especialmente porque, en algunas naciones, los manifestantes no disponen de ningún incentivo económico para presionar al Gobierno. Los regímenes argelino e iraquí dependen de las exportaciones de hidrocarburos, que se explotan en industrias de enclave, aisladas sociológica y geográficamente de la sociedad. En esos países, el Hirak (Movimiento Popular del Rif) no puede incidir en el núcleo económico del régimen.

En definitiva, los regímenes y la oposición ya han aprendido la lección tras la Primavera Árabe. Aun así, el panorama religioso y la situación geopolítica también han experimentado una importante evolución. Los actuales enfrentamientos entre los diferentes Gobiernos y sus ciudadanos ya no tienen nada que ver con la rivalidad entre el sunismo contrarrevolucionario, encarnado especialmente por ciertas monarquías del Golfo, y el bando iraní.

Con tal de refrenar el ímpetu insurgente de 2011 y 2012, el bloque contrarrevolucionario –encabezado por Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos (EAU)– avivó deliberadamente los conflictos religiosos con la esperanza de dividir la sociedad de esos países y asimilar la oposición democrática al bando iraní. Teherán y sus aliados (el Hezbolá libanés, el régimen de El Asad, las milicias hutíes de Yemen y las milicias iraquíes) han sido los principales responsables de esta fractura. El chovinismo suní, promovido por Riad y Abu Dabi, era un oportuno elemento disuasivo para influir en varios conflictos nacionales y justificar el apoyo a los aliados del bando chií.

No obstante, hoy en día estas estrategias regionales resultan inefectivas. En el eje iraní, el discurso religioso ha perdido todo su encanto para los jóvenes militantes. En el Líbano e Irak, los destronamientos no entienden de religiones. Más concretamente en Irak, algunos protestantes chiíes no dudaron en arremeter contra misiones diplomáticas iraníes (5). Pero en Teherán la situación ha cambiado, ya que la capital es presa de una doble protesta, no solo a escala nacional, con manifestaciones periódicas que se oponen al sistema teocrático, sino también en su ámbito de influencia.

La campaña contrarrevolucionaria emprendida por el bloque saudí-emiratí también fue un fracaso, ya que los cheques en blanco extendidos a ciertos dirigentes árabes no garantizaron la estabilidad de su Gobierno. A pesar de que Egipto recibió la ayuda de los países del Golfo, Al Sisi no pudo imponer un nuevo modelo de régimen que combinara abundantes dosis de autoritarismo, un rápido desarrollo económico y estabilidad política. Más bien al contrario, pues Egipto, cuyo Ejército se ha convertido en un depredador que conquista todos los sectores de la economía, representa un anti-modelo que ningún país árabe quiere imitar.

Los reveses de la coalición suní ponen de relieve los límites del influjo saudí. Y existe un dato reciente que lo corrobora: la hostilidad que han mostrado numerosas capitales árabes hacia "el acuerdo del siglo", diseñado minuciosamente por Donald Trump para acabar con el conflicto palestino-israelí (véase el artículo de la pág. 8). A pesar de sus esfuerzos, el príncipe heredero Mohamed Bin Salman (MBS) no ha conseguido dorar la píldora con un plan que hiciera realidad los sueños de la derecha israelí. Pero aún queda otro ejemplo que reafirma el fracaso saudí: la guerra civil yemení. Este enfrentamiento armado se ha convertido en un atolladero con trágicas consecuencias humanitarias en el que Riad no se ha llevado ninguna victoria estratégica. Muy al contrario, ha puesto de manifiesto las flaquezas militares intrínsecas del reino y la incapacidad de proyectar sus fuerzas más allá de sus fronteras.

Finalmente, el objetivo de Arabia Saudí en el plano interno, que consiste en diversificar la economía disminuyendo la dependencia de los hidrocarburos, está flaqueando. A finales de 2019, la petrolera estatal Aramco salió a la Bolsa de Riad. No obstante, su debut no suscitó el entusiasmo que esperaban los inversores internacionales. Es más, parece que lo único que logró esta operación fue prolongar el caso Ritz-Carlton. En noviembre de 2017, numerosas personalidades saudíes fueron retenidas en el lujoso hotel Ritz-Carlton, en Riad y, posteriormente, fueron puestas en libertad a cambio de sustanciales contribuciones a los fondos del Tesoro de Arabia Saudí (6). En diciembre, después de darle vueltas al precio de salida a bolsa de las acciones de Aramco, numerosos accionistas saudíes no tuvieron más remedio que sacrificar sus propios activos para adquirir títulos del grupo. La apertura del capital de Aramco, que fue anunciada a bombo y platillo, no refleja una privatización ni una diversificación de la economía, sino que evidencia más bien que la monarquía ejerce un control más estricto sobre la economía.

La coalición contrarrevolucionaria suní también debe tener en cuenta los cambios fundamentales que se han producido en la estrategia geopolítica de Estados Unidos (EEUU). Dado su estatus de superpotencia, Washington considera que los países árabes han dejado de ser esenciales. La economía estadounidense, que se nutre de nuevas fuentes de suministro –igual que los principales mercados mundiales–, puede lidiar con una posible interrupción de la producción de petróleo en Oriente Próximo. Asimismo, algunos de sus adversarios, como la Organización del Estado Islámico (OEI) e Irán, no suponen una amenaza existencial, como sí lo fue en su día Al Qaeda. La opinión pública, hastiada de los continuos conflictos en Oriente Próximo, rehúsa la intervención de EEUU en la región, salvo en el caso de que Irán lance una ofensiva contra Israel.

Sin duda alguna, el Gobierno de Trump ha dejado de proteger casi por completo a los países del Golfo ante la amenaza iraní. El asesinato del general iraní Qasem Soleimani el pasado enero respondía más a la voluntad de Washington de demostrar que se mantiene firme ante los disturbios iraquíes que amenazaban la embajada estadounidense en Bagdad. Hasta ese momento, EEUU no había querido embarcarse en una operación militar antiraní, incluso después de que los Pasarán (Guardia Revolucionaria de Irán) se hubieran apropiado de petroleros en el Golfo, derribado un dron de EEUU y perpetrado un atentado contra refinerías petrolíferas saudíes. Hay otros dos acontecimientos que justifican el motivo por el cual EEUU tuvo que replantear su estrategia: el hecho de que Washington abandonara a sus aliados kurdos en el noreste de Siria y la pasividad que mostró el Gobierno estadounidense frente a la intervención militar turca en la región.

La política exterior de EEUU ha entrado en una fase jacksoniana. En otras palabras, EEUU solo interviene en el extranjero cuando tiene que salvaguardar su seguridad interior, sin compromisos a largo plazo. Como la hegemonía estadounidense está exánime, Arabia Saudí e Irán se han visto obligados a hacer balances adicionales. Riad sabe que no podrá seguir contando con el apoyo incondicional estadounidense. Teherán no puede ignorar que su influencia y capacidad de causar estragos en la región son limitadas, ya que el atentado a las refinerías saudíes tuvo pocas repercusiones en la cotización del oro negro. Es más que evidente que aún cabe la posibilidad de que se desate una conflagración en la región en torno a la cuestión relativa a la seguridad de Israel. También es posible que se prolonguen los enfrentamientos a gran escala entre EEUU e Irán. Por consiguiente, la región corre peligro de desestabilizarse, pero sin que eso suponga el inicio de un conflicto de mayores dimensiones con batallas abiertas entre las fuerzas estadounidenses e iraníes.

El orden regional que definía Oriente Próximo a raíz de la Primavera Árabe presenta actualmente una nueva organización lógica. Arabia Saudí se está retractando paulatinamente del embargo que estableció sobre Catar en la primavera de 2017. Se trata del mayor error que este país ha cometido en su política exterior desde hace una generación. Por su parte, los EAU han empezado a retirar las tropas de Yemen. Riad y Abu Dabi también se muestran más abiertos a dialogar directamente con Irán, con la esperanza de suavizar las tensiones regionales. Pero esto no excluye que Arabia Saudí y los EAU renuncien a acercar posturas con Israel, fundamentalmente por motivos relativos a su seguridad. Las tecnologías de defensa y de vigilancia israelíes, entre las cuales se encuentran las informáticas, tienen una influencia decisiva en este matrimonio de conveniencia. La capacidad que tiene el Estado hebreo para lanzar ataques militares, sea donde sea, y los intereses de Irán y de sus aliados también entran en juego.

Arabia Saudí, sus socios regionales e Irán han tomado consciencia de los límites que presenta la política arriesgada en el Golfo, así como de la irracionalidad del conflicto latente que existe entre ellos en la región. El epicentro de las rivalidades geopolíticas entre los contrincantes se ha trasladado a otra región, concretamente en los países de la cuenca oriental del Mediterráneo. En esta zona se están formando dos nuevas alianzas. Por una parte, tenemos a Egipto, Israel, Chipre y Grecia, cuya presencia marítima y colaboración militar in crescendo se deben a sus intereses comunes de explotar las reservas de gas natural submarinas. Por otra parte, tenemos a los rivales de la primera facción, que son Catar, Turquía y el Gobierno de Libia, con sede en Trípoli. En este escenario, Libia es la última palestra donde la violencia entre estos dos bloques puede desencadenarse por procuración. Libia, un país dividido y carne de cañón de una guerra civil en la que están enfrentados diversos bandos, se ha convertido en una zona anárquica donde mercenarios extranjeros y drones operan en la línea de fuego, mientras que las fuerzas extranjeras se posicionan abiertamente a favor de un bando o de otro. Quizás Libia es, en muchos sentidos, la principal víctima del proceso de redefinición de las rivalidades geopolíticas en África del Norte y Oriente Próximo.

En el contexto de esta reorganización, Rusia es un caso aislado. Este país, con presencia en Siria y activo en Libia, se mueve por medio de impulsos contrarrevolucionarios. Sin embargo, sus actos no responden a una estrategia mundial. Para Moscú, algunos regímenes autoritarios son, ante todo, socios que satisfacen sus intereses en circunstancias específicas. Así pues, el juego de herramientas ruso incluye intervenciones militares de bajo coste, aunque muy eficaces, que requieren pequeñas bases y a menudo contratistas privados. La empresa militar Wagner, cuyas operaciones se extienden desde Siria hasta la República Centroafricana, está arrasando en aquellas regiones en las que Blackwater, su homóloga estadounidense, no tuvo suerte. Moscú carece de una visión de futuro del orden regional y no deja escapar las oportunidades de intervenir en los conflictos actuales, los cuales le ofrecen la posibilidad de obtener ventajas geopolíticas por el mínimo coste. Por lo tanto, la visión de Rusia no es estratégica sino más bien táctica.

Exceptuando Sudán, todos los movimientos de protesta están en un punto muerto, de modo que vuelve a estar a la orden del día la típica pregunta: ¿acaso las monarquías son la solución ideal para garantizar la estabilidad política? Esta pregunta ya se formuló a principios de 2010, tras la destitución del presidente tunecino Ben Ali y de su homólogo egipcio Hosni Mubarak. En un principio, las monarquías gozan de una legitimidad más amplia, puesto que sus raíces culturales y sociales están profundamente arraigadas en la sociedad. También se cree que están más capacitadas para arbitrar en conflictos y asumir el liderazgo de un determinado país en tiempos de crisis, ya que es una institución política dúctil y flexible, capaz de imponerse sobre los conflictos de intereses sectarios.

A diferencia de lo que sucede en los reinos y emiratos del Golfo, donde la actividad política es inexistente (salvo en Kuwait), Marruecos y Jordania –dos Estados donde se celebran elecciones parlamentarias– han alimentado durante mucho tiempo la apología de la monarquía en el mundo árabe. En estos países convivían un activo poder real y varios partidos políticos, algunos de los cuales se identificaban con la oposición, sin llegar a cuestionar la monarquía. No obstante, a lo largo de los últimos años, la forma de gobierno se ha puesto cada vez más en entredicho en el ámbito nacional. Aun así, ni la monarquía de Rabat ni la de Amán han sido capaces de demostrar la flexibilidad y capacidad de respuesta que antaño les permitía neutralizar las crisis, especialmente cooptando una parte de la oposición.

Por otro lado, los manifestantes han aprendido, muy a su pesar, que poner en duda la monarquía era un límite infranqueable. Mientras no se abstengan, los regímenes monárquicos pueden adaptarse y volver a adoptar sus antiguas costumbres conservadoras. Esto se puede ilustrar mediante una metáfora económica: un producto que tiene el monopolio del mercado puede permitirse no cambiar nunca. Sin embargo, si surge un producto que le hace la competencia, el primero tendrá que evolucionar para sobrevivir. En este sentido, actualmente los movimientos de protesta traspasan los límites autorizados, desacralizando las monarquías. Como consecuencia, es posible que las sociedades árabes exijan una república. Cuando el statu quo se vuelva insostenible, esos reinos tendrán que plantearse cómo utilizarán lo que queda de su legitimidad y sus recursos políticos para impedir la instauración de la república.



(1) Banco Mundial, https://data.worldbank.org

(2) “Arabs are losing faith in religious parties and leaders”, Barómetro Árabe, 5 de diciembre de 2019.

(3) Léase Alain Gresh, “La revolución a la sombra de los militares en Egipto”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2013.

(4) “Égypte: les forces de sécurité ont recouru à une force meurtrière excessive”, Human Rights Watch, Nueva York, 19 de agosto de 2013.

(5) Léase Feurat Alani, “Los iraquíes contra el dominio de Irán”, Le Monde diplomatique en español, enero de 2020.

(6) Léase Ibrahim Warde, “Una amistad singular entre Riad y Washington”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2017.

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